Cuando pensamos en un bombero, pensamos en un hombre con traje rojo, sosteniendo una manguera y apagando un incendio; sin embargo, los bomberos hacen mucho más que controlar el fuego. Los peruanos marcamos el 116 si se accidenta un adulto mayor en casa, si un niño se atraganta mientras come, si alguien se desmaya, si necesitamos ayuda para colocar una sonda o si a un familiar le disminuye la saturación de oxígeno. Confiamos en que los bomberos sabrán ayudarnos ante cualquier circunstancia. Según reportes oficiales, durante el 2021, los bomberos atendieron tres veces más emergencias médicas que incendios a nivel nacional.
El Dr. Jorge Reina Noriega, a inicios de los ochenta, fue uno de los primeros doctores en capacitar a los bomberos para atender emergencias médicas: les enseñó desde tomar el pulso hasta realizar traqueostomías en la calle. Tan solo su trayectoria nos ayuda a comprender mejor la versatilidad del trabajo de un bombero en el Perú. El Dr. Reina ha atendido a damnificados de desastres naturales, a víctimas de accidentes de tránsito, a hombres que perdieron extremidades a causa de un coche bomba, a personas atrapadas bajo construcciones que colapsaron, a un militar que se desangraba durante la toma de la residencia del Embajador de Japón en Lima por un grupo terrorista. “No se menciona mucho, pero los bomberos también estuvimos ahí”, recuerda el Dr. Reina, fundador de la Dirección de Sanidad del Cuerpo de Bomberos Voluntarios del Perú.
Ahora, a sus ochenta y seis años y desde su situación de retiro, el Dr. Reina ha publicado su primer libro “Pastillitas para el alma: memorias de un doctor”, donde reúne alrededor de cincuenta textos con reflexiones sobre Chachapoyas, la ciudad donde nació, su práctica médica y la función pre-hospitalaria de los bomberos en el Perú. Para él, es muy importante visibilizar el trabajo de los bomberos voluntarios y la necesidad de que su organización avale siempre el ímpetu que tiene cada uno de ellos por ayudar a otros. “Los bomberos estamos en medio de una emergencia porque queremos. Algo dentro nos empuja a hacerlo. Cuando yo era muy joven, operé a mi madre en Chachapoyas. No había casi nada al alcance: no había sangre ni electrocauterio. Ella se murió en mis manos. Desde entonces, he atendido a cada paciente con esas mismas ganas de salvar a mi madre”, explica el Dr. Jorge Reina Noriega sobre el origen de su vocación.
Con la trayectoria que usted ha tenido, Dr. Reina, podemos asomarnos a la historia de la función pre-hospitalaria de los bomberos en el Perú a través de su historia personal. ¿Nos cuenta, por favor, cuándo y cómo ingresó a los bomberos?
Ingresé en la década de los ochenta y por pura coincidencia. Yo no sabía muy bien quiénes eran los bomberos ni tampoco lo que hacían. Yo era doctor y mayor de la Policía Nacional. A los bomberos, en ese entonces, a veces se les trataba como si su labor no fuese tan importante. Un día, mientras trabajaba en el Hospital de Policía, el director me dijo que me encargue de ordenar que se limpien la fachada y las palmeras que había en el hospital. Los muchachos de mantenimiento me dijeron que iba a ser muy difícil limpiar todo eso con un balde. ¿Por qué mejor no busca usted a los bomberos para que laven todo con sus mangueras? Me pareció una buena idea y me puse a averiguar dónde quedaba el cuerpo de bomberos. La comandancia general estaba en Breña, a unas cuadras de mi casa. Yo nunca los había visto. Entonces fui a pedir que laven la fachada y las palmeras del hospital. Me dijeron que espere un rato. Me recuerdo parado con mi uniforme de policía entre un montón de hombres con sus trajes rojos. De repente, se me acercó un bombero, me preguntó quién soy y qué estaba haciendo. Le dije que soy médico y que estaba buscando al comandante general. Si usted es médico, suba conmigo, me ordenó. Así, de un momento a otro, me llevaron a una emergencia. Esa tarde me subí al camión de bomberos y nunca más me bajé.
¿Recuerda cuál fue esa primera emergencia?
Fue en el Banco Continental de la Vía Expresa. En ese entonces, recién lo estaban construyendo y hubo un derrumbe en el sótano. Dos personas estaban enterradas. Ahí me llevaron los bomberos en su camión. Todavía no tenían ambulancias. Cuando llegué, lo único que supe hacer es actuar como un médico. No tenía facilidades alrededor, pero me gustó mucho esa adrenalina de tomar decisiones en segundos. Yo fui el único doctor en esa emergencia. Los bomberos se ofrecieron a llevarme a casa y me preguntaron si me gustaría acompañarlos en futuras ocasiones. Les dije que sí. Desde entonces se acostumbraron a recogerme de mi casa cada vez que lo necesitaban.
¿En esa época usted era el único médico entre esa compañía de bomberos?
Ellos también tenían algunos estudiantes de Medicina, pero cuando estaban de turno se concentraban más en aprender a apagar incendios que en curar enfermos. Su lógica era hacer “cosas de bomberos”, como cuidar infraestructuras o controlar desastres naturales. En esa primera emergencia, por ejemplo, yo no podía preocuparme por el carro sino por la persona atrapada en el carro. Pedí combas y sierras para romper el vehículo y sacar a la víctima. A los bomberos no se les ocurría hacer eso porque no estaban capacitados. En las emergencias, les pedían a los accidentados que no griten, que mantengan la calma, pero no sabían ponerles vías con anestesia para calmar el dolor. ¿Cómo no iban a gritar? Muy rápido me di cuenta de que los bomberos en el Perú atendían más emergencias médicas que incendios y de que era necesario que aprendamos a actuar en ellas.
Claro, porque incluso para levantar a un herido hay que saber cómo hacerlo.
Por supuesto. Si alguien tiene una fractura de columna cervical y tú le mueves la cabeza, lo lastimarás en lugar de ayudarlo. Todo eso tenían que aprender los bomberos. Al comienzo fue muy difícil porque yo era el único médico disponible para capacitarlos. Los voluntarios tenían diversas profesiones, sin experiencia en emergencias médicas, así que tuve que enseñarles desde tomar el pulso, medir la presión arterial o abrir una vía respiratoria. Cuando veía que los muchachos se hartaban, los hacía ponerse inyecciones. Eso era una novedad para ellos. Se ponían agua destilada y se entretenían (risas). Así, con ganas y empeño, formamos un gran grupo de bomberos capacitados para atender emergencias médicas en la Compañía Internacional 14 de Breña. Pronto se corrió la voz en otras compañías y nos pedían que los capacitemos. Lo hicimos con gusto. Si el bombero es el primero en llegar a un incendio, a un accidente de tránsito, a una construcción desplomada, tiene que saber cómo atender a los heridos que va a encontrar. La mayoría eran voluntarios jóvenes, muchachos entusiastas que me veían atender a un quemado y aprendían con atención. Luego no tenían miedo de hacerlo ellos mismos. Les gustaba sentirse más capaces de resolver una emergencia.
¿Y qué es lo que más le gustaba a usted? Porque mientras hacía todo eso, también cumplía con su trabajo de cirujano y policía. ¿Por qué seguía compartiendo su tiempo libre entre su familia y el camión de bomberos que pasaba a recogerlo en cualquier momento?
Mi familia ha sido y es la más comprensiva. Cuántas veces he dejado cumpleaños y navidades por subirme al camión de bomberos, como bien dices, pero yo era feliz haciéndolo y ellos lo veían. No es coincidencia que tenga una hija y una nieta bomberos. Lo primero que me impresionó, como el médico joven que era, fue la adrenalina, pero luego me di cuenta de lo más importante: ayudar a la gente. Eso me enganchó. Había demasiada necesidad. Yo no me imaginaba que los bomberos se encontraban con tantas emergencias médicas. Me sentí útil. Arriesgábamos la vida en cuestión de segundos, como cuando saqué a un bebé de una cuna que estaba sosteniendo un techo caído. No hubiese experimentado nada de eso si toda mi carrera transcurría dentro de un hospital.
En 1982, el Comando Nacional de Bomberos del Perú decide crear la Dirección de Sanidad y lo nombran a usted fundador y primer director, cargo que ocupó por casi treinta años. ¿Cómo recuerda esos inicios de la función pre-hospitalaria de los bomberos en el país?
Los bomberos tienen una larga trayectoria en nuestro país. Por ejemplo, en la Guerra del Pacífico, el Cirujano Mayor del Huáscar era bombero: Santiago Távara. Durante la fiebre amarilla, los bomberos llevaban a los enfermos a los hospitales públicos, pero no como primeros auxilios, solo los transportaban. Lo que quiero decir es que los bomberos siempre han ayudado a las víctimas, pero con la Dirección de Sanidad ese ímpetu se organizó y se les capacitó para hacerlo mejor. A inicios de los ochenta, la gente se da cuenta de que los bomberos los atendíamos en cualquier situación y ya no solo nos llamaban en accidentes de tránsito sino también para parturientas, para pacientes con infartos cardíacos, fracturas, gente atrapada, bronconeumonía, todo enfermo nos llamaba. Nuestro número se convirtió en el 911 del Perú. Comenzaron a salir ambulancias privadas en nuestro país, pero ellos cobraban, nosotros no. También aparecieron las Águilas Negras, ambulancias de la PNP. Entonces a mi, como policía, me quisieron poner a cargo de eso, pero yo dije que no porque yo ya era sobre todo un bombero. Sentía un compromiso mayor con ellos.
Se habla mucho de la mística de los bomberos, ¿se refiere a eso? ¿Nos ayuda a entender ese concepto?
Yo diría que es el entusiasmo de los bomberos. Yo me enamoré de ese entusiasmo. Nunca escuché a un bombero decir “disculpa, mi turno ya terminó, espera a mi reemplazo”. Nunca. En otras organizaciones pasaba eso muy seguido, pero no en los bomberos. Si ellos tenían que quedarse más horas con tal de ayudar a un enfermo, se quedaban y de buena gana. Yo les decía “en ese paciente está tu padre, tu madre, tu hermano tendido en el suelo, ayúdalo, pero hazlo bien. No lo maltrates”. Y ellos lo hacían. Eso les nacía, eso estaba dentro de los bomberos voluntarios. Y yo quería estar entre ese tipo de personas. Además, cuando había incendios, me sentía aún más unido a ellos. Es muy diferente estar metido en el fuego, en la emergencia donde tú tienes que cuidarte y cuidar a tu gente. Los muchachos jóvenes hasta apagaban sus tanques de oxígeno para quedarse más tiempo adentro. Se ponían en riesgo porque querían salvar a otros. Claro, luego les enseñamos a cuidarse ellos primero, pero ver a las personas trabajar así me conmovía. Un bombero tiene el compromiso de ayudar, pero también las ganas de hacerlo.
¿Y qué otros cambios se consiguieron con la Dirección de Sanidad?
Más doctores comenzaron a querer ser bomberos voluntarios. Nosotros pedimos a la Facultad de Medicina de San Fernando y a la Cayetano Heredia que permitieran que sus alumnos cumplan con su Serums en el cuerpo de bomberos. Antes solo lo podían hacer trabajando en establecimientos de salud. Casi todos esos alumnos se quedaban como voluntarios. Después, se fundó la Especialidad de Emergencias y Desastres en la Universidad de San Marcos. Los bomberos atendíamos en terremotos, aluviones, lo que nos trajo el Fenómeno del Niño. Yo no me gradué estudiando eso, no existía en mi época. Fue una alegría que se cree esa especialidad en los noventa a partir del trabajo que nosotros hacíamos. Fui profesor en distintas universidades formando a técnicos en emergencias médicas.
Su familia nos prestó para esta entrevista un portafolio bastante grueso lleno de recortes de periódicos donde aparece usted atendiendo un sinfín de emergencias. Algunos titulares lo llaman “El ángel de las tragedias” o “El bombero salvavidas”. ¿A qué cree que se debía tanto interés de la prensa?
Éramos una novedad. Como te comentaba, en los ochenta las personas empezaron a reconocer el trabajo de los bomberos y a confiar en nosotros. Nos llamaban para todo tipo de emergencia y nos veían en acción en plena calle. Yo me escabullía de los periodistas (risas). Recuerdo que tenía una especie de sirena para mi carro, pero si la encendía era muy probable que apareciera un reportero y me siguiera. Elegía bien cuando usarla. Es que les llamaba la atención ver a un doctor operando en la calle. Una vez atendí a un niño que había estado jugando en una construcción y se cayó sobre un fierro que salía como una lanza del cimiento. Él pequeño tenía el fierro incrustado, le salía por la costilla del lado derecho. Estaba tirado en el suelo, boca abajo y había un montón de gente alrededor. ¿Cómo lo sacamos? No se le puede jalar porque no sabemos lo que sucedería dentro de su cuerpo. Le pusimos suero, una vía y a dormirlo. Anestesié su cuerpo siguiendo el trayecto del fierro. Me eché al suelo, levanté la piel y lo corté de un extremo a otro. Las personas pensaron que lo había matado. Empezaron a gritar. Saqué al niño del fierro velozmente. Lo metí al camión. La gente me golpeaba la puerta, lo comencé a suturar, cerré al pequeño y le enseñé a las personas que estaba vivo y que ahora lo teníamos que trasladar a un hospital. Había mucho que pensar y decidir durante segundos. Había presión por todos lados. Y la responsabilidad finalmente era mía.
Entre los recortes también hay varios titulares sobre sus operaciones a niños con labio leporino, una labor que también hizo como bombero ¿cierto?
Sí, después de trabajar unos años en Lima, aparecieron más ambulancias y aumentó la atención de emergencias en la ciudad. Yo siempre estaba buscando qué más hacer. Eso lo aprendí con los bomberos: uno debe ir donde haya más necesidad. Para entonces, eran los noventa y yo trabajaba en la Clínica San Juan de Dios. Ahí llegaban muchos pequeños de Tacna, Cuzco, Ayacucho y otras provincias. A veces venían con su hemoglobina en 14 y hasta que consiguieran turno de operación, se les bajaba a 10. Los padres no tenían donde hospedarse. Esa situación me convenció de que debía viajar a las ciudades donde estaban estos niños ¿Por qué tenían que venir ellos a mí? Lo propuse al Cuerpo de Bomberos y nos organizamos para hacerlo. Mi idea era que nuestros camiones sean salas de operaciones y de recuperación. Podíamos operar quistes, hernias, fisuras…Finalmente nos dedicamos sobre todo a operar labios leporinos. En ese momento casi nadie lo hacía. La primera vez viajé solo yo con una anestesista, pero luego se sumaron más bomberos. Íbamos a Moyobamba, por ejemplo, una vez al año. El hospital local nos daba una sala de operación y nos conseguían los pacientes. Empezábamos a las 7 a.m. y terminábamos a la medianoche. Gracias a esas campañas llegué a operar a más de 500 niñitos con labio leporino.
Dr. Reina, usted fue director de Sanidad del Cuerpo de Bomberos hasta el 2007, cuando deja el cargo por edad. Ahora, desde su situación de retiro, ¿cómo ve la situación de los bomberos en nuestro país?
Ha mejorado muchísimo en la calidad de su trabajo. Están más preparados. Tenemos muchos médicos, enfermeros, técnicos, hombres y mujeres, que son bomberos. Pero, lamentablemente, la dirección de sanidad no existe más. La atención pre-hospitalaria se organiza de otra forma y esto ha disminuido los recursos de los bomberos. Incluso en el inicio de la pandemia, los bomberos tuvieron que comprar hasta sus propias mascarillas porque no se les consideró en la primera línea. A veces siento ganas de protestar. Estos son muchachos que se rompen los lomos trabajando sin pedir nada a cambio. Lo mínimo que debemos hacer es ayudarlos a ayudar. Darles facilidades tan sencillas como gasolina para sus camiones o líneas de teléfono para atender emergencias. Hay que amparar que los bomberos siempre tengan una organización que avale su entusiasmo, capacidad y vocación. Además, estos voluntarios tan jóvenes merecen atención psicológica. Después del incendio de Mesa Redonda, yo recuerdo que muchos de los bomberos con los que trabajé quedaron impactados. Imagínate ahora después de la pandemia. Mi trayectoria no ha sido sencilla. Ser bombero me ha costado mucho, vivir en emergencia ha sido muy duro, pero valió la pena. Ahora, desde el retiro, paso las madrugadas pensando en todas las experiencias que Dios generosamente me ha permitido vivir.
Pero pensar en su oficio es algo que usted empezó a hacer desde muy joven. En su libro “Pastillitas para el alma: memorias de un doctor” reúne algunos textos que escribió desde los noventa. ¿Cómo surgió ese libro?
En realidad, yo empecé a escribir en los setenta como una forma de procesar lo que veía como doctor. Luego, como bombero. Un paciente quizás salía de mi consultorio, pero su historia se quedaba conmigo. Yo seguía pensando en él. Quizás terminaba un rescate con los bomberos, pero seguía cuestionándome cosas sobre el valor de la vida, la bondad, la arrogancia, el duelo, la generosidad, la muerte, la fe, la injusticia…por eso empecé a escribir mis pastillitas, pero estas no eran para el cuerpo sino para el alma. Así las llamé pomposamente (risas). También escribo sobre Chachapoyas, la tierra donde nací, sobre la bondad de su gente y nuestras costumbres. Como un hombre viejo, de carne pero no de espíritu, siento que los recuerdos merecen un lugar en nuestro presente. Este libro es una forma de darles espacio.
¿A qué se refiere cuando dice que sus pastillitas son para el alma y no para el cuerpo?
La modernidad y la tecnología ha cambiado la formación de los doctores. Uno se prepara para entender ecografías y resonancias, para manejar nuevas tecnologías y tratamientos. Pero hay situaciones en las que los pacientes no necesitan solamente drogas sino sobre todo una palabra amable. La práctica de la medicina tiene un límite frente a la muerte, pero donde no podemos salvar ni curar, los doctores siempre podemos consolar. Creo que por eso llamé a mis pequeñas reflexiones “pastillitas para el alma”: porque tratan de ir más allá de las heridas que saltan a la vista. Yo ya soy un oficial en retiro, pero sigo siendo tan bombero como cualquier otro en situación de actividad. Ya no me pongo un uniforme rojo, pero mantengo obligaciones con mis sentimientos y con los reclamos de mi conciencia. Es una satisfacción ser bombero y no se deja nunca de serlo.
El libro “Pastillitas para el alma” del Dr. Jorge Reina Noriega se puede conseguir escribiendo al correo [email protected]