Cuando te enteras de que en los intestinos de la mayoría de las personas pueden encontrarse moléculas de plástico, piensas de inmediato en el Tupperware donde guardas lo que sobró de la cena. En el termo de policarbonato que llevas al trabajo para no comprar agua embotellada. En la bandeja de tecnopor donde reposan esas tajadas de jamón de pavo dentro de tu refrigeradora. Te fijas en la fina capa de plástico que cubre el interior de cada lata de atún que has comido. De alguna forma sientes que es lógico que haya plástico dentro tuyo, flotando entre restos de comida. Pero más lógico es pensar que cuando el estómago se tropieza con algo que no puede digerir estos restos se expulsen por las vías de siempre. Para muchos científicos el problema está en la frecuencia con la que el plástico se mezcla en lo que comemos. Como el plástico se encuentra en casi cada bocado que damos, la posibilidad de que no lo expulsemos y se quede en nuestra sangre y órganos para empezar a formar parte de nosotros, aumenta. Nos estamos convirtiendo en lo que tiramos al tacho de basura. Unos ínfimos residuos dentro del cuerpo no suponen una amenaza inmediata, pero aparecen noticias. The New York Times, marzo de 2009: «Obesidad infantil estaría vinculada a los químicos en el plástico». Diario El País de España, febrero de 2014: «El riesgo de que los compuestos químicos pasen del envase a la comida». El inglés The Guardian, abril de 2013: «Químicos en comidas pueden dañar a fetos». Los titulares nos hacen sospechar que la confianza que depositamos en el plástico para conservar y transportar los alimentos debería ser evaluada. El problema es que incluso para los mejores científicos del mundo es muy difícil demostrarlo.
En un episodio del programa de televisión por cable Mi extraña adicción se cuenta la historia de un afroamericano de veintitrés años que tiene un problema con las bolsas de plástico. No puede dejar de comerlas. Se levanta cada mañana para desayunar la bolsa en la que viene el periódico. Cuando eso no es suficiente se roba la bolsa del vecino. Según su propio conteo lleva casi sesenta mil snacks plásticos. A pesar de su adicción ha encontrado el amor y su boda está próxima. Su novia le ha hecho prometer que irá al médico y dejará de comer bolsas para que pueda decidir con ella entre los diferentes sabores del pastel de bodas. El hombre come bolsas ha aceptado. Más adelante, en la oficina del doctor, aunque se esperaban problemas en el hígado, los resultados fueron más que alentadores: está sano. Está historia podría ser sólo una noticia más sobre glotones imposibles, como el punk que almuerza vasos de cristal o la mujer que desde sexto grado come medio rollo de papel higiénico. Sin embargo, el caso del comebolsas enamorado hace evidente una de las complejas paradojas sobre el plástico: ¿Cómo es posible que bolsas de plástico enteras parezcan ser más inofensivas que un grupo de moléculas invisibles? Revistas más liberales se han encargado de señalar esta misma paradoja, pero han preferido mencionar un estudio científico antes que un episodio de un show de televisión.
Forbes, Enero de 2014: «La exposición al BPA ‘Es muy baja para ser dañina’ según las autoridades. Pero eso nunca te lo dirán los medios». El BPA, ‘los químicos en plástico’, ‘los compuestos químicos del plástico’, son las formas en que la prensa ha llamado al Bisfenol A, una sustancia que recubre el interior de las latas de conserva y se encuentra en casi cualquier recipiente de plástico reutilizable. El argumento de Forbes —basado en un estudio con una amplia muestra estadística—, es que los medios usan estas publicaciones científicas para alarmar a sus lectores sobre los químicos en los plásticos sin haberse probado nada. La prensa estadounidense tiene un nombre para este hábito mediático de alarmar a los consumidores con la difusión superficial de noticias científicas: el síndrome de estudio único. Basta “un estudio” para convertir en cancerígenos al arroz, las toronjas, el sexo oral, la cerveza y las aspirinas. Una búsqueda en Google de los términos «estudios+científicos+descubren» hace que de inmediato aparezcan: «descubren una nueva razón para dormir más», «descubren los beneficios de los videojuegos», «descubren los mecanismos para retrasar el envejecimiento». La ciencia al servicio del ciudadano promedio, que quiere dormir más, jugar más, y no envejecer nunca.
Los medios, al igual que la publicidad, explotan nuestros temores y deseos para vender más. Forbes toma las noticias sobre los químicos en los plásticos como una moda alarmista. Y nosotros también quisiéramos tomarlas así. No importa que el Bisfenol A haya sido prohibido en los setenta para su uso terapéutico en humanos. No importa que Canadá lo haya declarado como una sustancia tóxica y que Francia haya prohibido su uso en todos los envases de alimentación destinado a niños. No queremos que nos importe lo mal que se habla de los plásticos porque nos hacen la vida más fácil. Como en muchas relaciones románticas, el plástico nos da algo que creemos necesitar y preferimos no ver sus defectos. Porque aunque sea irrefutable la existencia de noticias alarmistas con poca evidencia científica en los medios, en el caso del Bisfenol A es necesario revisar la historia de su creación y el porqué de la falta de estudios sobre sus efectos en la salud antes de concluir que nos están “alarmando por nada”.
II
Desde hace más de medio siglo tenemos un romance con el plástico. Sabemos de su impacto en el medio ambiente, pero eso no ha hecho que lo usemos menos. El plástico hace la vida fácil. Demasiado. Después de una fiesta no tenemos que lavar los vasos si optamos por brindar con descartables. Si usar lentes nos incomoda o nos avergüenza, podemos comprar unos de contacto. No hace falta regar las plantas si decoramos la casa con flores artificiales. Ni siquiera tenemos que levantar un vaso para calmar la sed si lo bebemos con una cañita. Usamos tanto plástico que hemos llegado a convencernos de que lo necesitamos para todo, y por eso no queremos que la ciencia ponga en peligro nuestra comodidad. Si se comprueba la toxicidad de las moléculas de plástico, por primera vez su impacto en nuestras vidas no se medirá por los cerros de basura plástica que nos sobrevivirán, sino por las partículas de plástico que llevamos en el cuerpo. Tendremos que concentrarnos entonces no sólo en la comida sino también en sus envases. Mirar más allá de los manantiales de las publicidades del agua mineral y asegurarnos de que el plástico de la botella no contamine el “agua pura” que queremos comprar. Deberemos leer las etiquetas de nuestros envases —que ahora tendrán que poner información sobre la fabricación del plástico—, tener en cuenta las pruebas a las que han sido sometidos, saber si es seguro exponerlos al frío o colocarlos en el microondas. Nos veremos obligados a enfrentar esa carga de responsabilidad que solemos evitar como consumidores. Será necesario aprender que una botella y una bolsa no están hechos del mismo plástico, y reconocer los nombres de los componentes que le dan sus diferentes propiedades. Saber que el Bisfenol A, por ejemplo, hace el plástico más duro y transparente. Que produce objetos que parecen vidrios irrompibles pero que como otros plásticos tienen la propiedad de ser termoplásticos: si se calientan pueden dejar su estado sólido para pasar al líquido y luego volver a endurecerse. Son esas cualidades del plástico, en las que nadie piensa cuando cocina, las que pueden volverlo tóxico. Imaginemos la composición del policarbonato. Una serie infinita de cadenas con eslabones de Bisfenol A. Al salir de la fábrica están ligados con tanta fuerza que ahora son vasos, jarras de agua, biberones. Un padre apurado que vierte leche hirviente en un biberón de policarbonato podría romper las cadenas del polímero y separar los eslabones de Bisfenol A. Que se confunden con nuestros alimentos. Que ingresan a nuestros cuerpos. Que comienzan a interactuar con el sistema que regula nuestras hormonas. Todavía es más probable morir de un problema cardíaco que de intoxicación por plástico. Pero no hace falta ser extremista para tomar en serio las posibilidades que investiga la ciencia: en los estudios con animales de laboratorio, ya se ha demostrado que el Bisfenol A provocaba daño en los cromosomas, hiperactividad, baja producción de esperma, agresividad y dificultad para el aprendizaje. Esta sustancia que se encuentra en discos compactos, lentes a medida, tinta de recibos de bancos, y casi cualquier recipiente reutilizable, es una de las sustancias químicas más producidas del mundo.
III
La sustancia química con la que se fabrican los biberones de policarbonato, hace medio siglo se inyectaba en los animales para aumentar su peso. Aunque su futuro comercial estaría en los plásticos, el Bisfenol A nació como una droga hormonal: fue sintetizado por primera vez en 1891 por un científico ruso, pero su uso no fue explorado hasta mediados de los años treinta, cuando el médico británico Edward Dodds identificó que tenía propiedades estrogénicas. Dodds estaba buscando un estrógeno sintético para tratar problemas relacionados con la menstruación, la menopausia, las náuseas durante el embarazo y los abortos. El Bisfenol A le permitió desarrollar un poderoso compuesto estrogénico que luego llamaría “sustancia madre”, quizás con la esperanza de resolver con ella todas las dificultades asociadas con el sistema reproductor femenino. En el artículo de 2009 «The politics of plastics: The Making and Unmaking of Bisphenol A Safety» de la Asociación Americana para la Salud Pública, Sarah A. Vogel relata que durante treinta años, este compuesto derivado del Bisfenol A —llamado dietilestilbestrol (DES)— fue recetado a millones de mujeres embarazadas y se inyectó en animales para aumentar la producción de carne. A medida que pasaban los años, parecía evidente que la sustancia tenía poco del consuelo de una madre. Algunos estudios reportaban raros cánceres vaginales en mujeres jóvenes, cuyas madres habían sido tratadas con esta sustancia durante el embarazo. Sólo después de un gran debate se consiguió su prohibición en mujeres embarazadas en los setenta, y más tarde en el ganado. Ese fue el fin de su carrera como fármaco. El Bisfenol A encontró su verdadero destino comercial cuando químicos suizos y estadounidenses lo utilizaron para sintetizar las primeras resinas epoxi —usadas como recubrimiento protector para metales—, y cuando los químicos de Bayer y General Electric descubrieron que podían fabricar con él un plástico “lo suficientemente fuerte como para reemplazar el acero y lo suficientemente claro como para reemplazar al vidrio”. Su producción creció de la mano del auge de ambos plásticos, y su pasado como droga quedó olvidado hasta 1993. Ese año —cuenta David Case en un artículo sobre la verdadera historia del Bisfenol A— un grupo de científicos de Stanford investigaba unas células de cáncer de mama que reaccionaron con un misterioso estrógeno. Las células habían reaccionado por estar en frascos de policarbonato. Desde entonces se han hecho más de cien estudios que han demostrado el daño que provoca el Bisfenol A. Tan solo en la entrada de la enciclopedia más popular de nuestro tiempo, la Wikipedia, el listado de posible efectos tóxicos del Bisfenol A incluye: efectos sobre el sistema reproductor masculino, sobre el sistema reproductor femenino, sobre el cerebro y el comportamiento, sobre el metabolismo y el sistema cardiovascular, sobre la tiroides, sobre el sistema inmune, sobre el intestino, y efectos carcinógenos. Resulta peligroso en tantas maneras, que su amenaza se siente poco creíble. Pero los efectos del Bisfenol A pueden involucrar tantas áreas porque afecta al sistema endócrino, el encargado de regular cada una de las funciones del organismo.
IV
En el hospital nacional Arzobispo Loayza de la ciudad de Lima es la hora del almuerzo, y el gineco–obstetra Alex Gubovich posterga el refrigerio para dedicarle unas horas más a una sospecha sobre el origen de la infertilidad en la que lleva pensando más de una década. Es una tarde de finales de verano del 2014. Gubovich, un hombre alto y canoso, está sentado en una oficina, al frente suyo hay un ventilador de plástico, a los costados sillas con recubrimiento de plástico, detrás del escritorio un tacho de plástico y escondida en una esquina una botella de agua en el suelo. Como a la mayoría, trabajar rodeado de plástico no le preocupa. Le preocupa cuando el plástico está en contacto directo con el interior de su cuerpo. El bisfenol A en tu cuerpo ya no es el componente que permite fabricar plásticos duros y transparentes: se convierte en un disruptor endocrino, un químico que imita el comportamiento de tus hormonas y confunde a tu organismo. Sentado con las manos reposadas sobre una barriga sibarita, Gubovich cuenta que lleva años explicando a futuros médicos que algunas moléculas de plástico dentro del organismo del hombre pueden alterar el sistema endocrino que gobierna las hormonas, y desencadenar una serie de problemas. El que concentra la atención de Gubovich es la infertilidad. El doctor recuerda las historias médicas de parejas en apariencia sanas y listas para tener hijos, hasta que uno de los dos descubre que es estéril sin ninguna justificación genética. Es cuando Gubovich piensa que la infertilidad de esos pacientes podría estar relacionada con las moléculas invisibles de Bisfenol A, uno de los disruptores endocrinos más populares. Pero hasta ahora sus diagnósticos sobre el efecto del plástico en sus pacientes sólo pueden ser teóricos. En Perú, un país donde es posible esperar más de medio año para conseguir un estudio básico en los hospitales del Estado, no se financian investigaciones para comprobar sospechas.
Pero si los cientos de estudios científicos que se realizan desde hace una década llegan a un acuerdo sobre el Bisfenol A, si prueban que afecta el sistema endocrino de las personas, entonces la conversación entre Gubovich y sus pacientes que quieren ser padres y no pueden, sería diferente. Imaginemos la escena: una pareja joven escucha que podría no tener hijos a causa de que uno de ellos estuvo más expuesto al plástico. Tal vez por calentar demasiadas veces su comida en envases de policarbonato en el microondas. La confusión incrementa cuando se explica que partículas de plástico como el Bisfenol A funcionan de hasta tres formas: suplantando a hormonas naturales, bloqueando su acción, o aumentando o disminuyendo sus niveles. Cualquiera de las tres podría ser la causante del problema de infertilidad. Tal vez ninguno de ellos hubiera alcanzado esos niveles de toxicidad en esta vida, tal vez la heredaron de uno de sus padres. Tal vez sucedió años atrás cuando eran bebés y pasaron demasiado tiempo sujetos al biberón. Tal vez. Pero cuando se trata de nuestra salud detestamos los “tal vez”. En el caso de los disruptores endocrinos hay tantas variables que asegurar que la concentración de Bisfenol A ocasiona infertilidad sería tan perjudicial como negarlo.
Mientras se acomoda unos lentes que le quedan pequeños para su rostro, Gubovich dice que la única oportunidad que tenemos es ser más cuidadosos, prevenir antes del desastre. Como sociedad sentimos que podemos derrotar casi cualquier enfermedad con nuestra invención. No por nada las clásicas búsquedas de la cura para el cáncer y el sida son las más financiadas en la farmacología. Pero cuando la solución para evitar un problema de salud pasa por modificar nuestros hábitos, preferimos creer que el peligro no existe, o que la solución está en los remedios y en las cirugías. Aún cuando la advertencia se hace explícita en los paquetes de cigarrillos, los fumadores escogen pensar que el cáncer de pulmón no les va a tocar, o que la ciencia encontrará una cura antes que tener que abandonar el tabaco. Si la toxicidad de las moléculas del plástico se confirma, tal vez sigamos actuando como fumadores empedernidos, o como unos necios enamorados del plástico que se niegan a reconocer sus defectos. Siempre queremos descubrir la cura, en lugar de hacer todo lo que esté a nuestro alcance para evitar necesitarla.