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Antonio Sueyo: el sabio harakbut que sobrevivió a dos epidemias

En los años cincuenta, cuando vivía como un no contactado, “un aire contaminado” arrasó con los sabios de su pueblo. Setenta años después, la covid-19 casi lo mata. Esta es la historia de resistencia de Antonio Sueyo, acaso el harakbut más longevo, quien pasa sus días elaborando arcos y flechas en la comunidad nativa Boca del Inambari, en Madre de Dios.

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En su comunidad Boca del Inambari fallecieron siete sabios por el covid-19. Sueyo es uno de los cinco que quedan con vida.
Foto: Cristiam Paolo Peña Allauca

Cuando la enfermera le dijo que no parara de hablarle a su padre porque muchos pacientes no llegaban con vida al hospital, Héctor Sueyo sintió un temblor en sus piernas antes de subirse a la ambulancia.

30 de junio de 2020. Madre de Dios sumaba más de 1300 infectados de SARS-CoV-2 y dos semanas atrás se había producido el primer deceso de un ciudadano indígena en la región: una mujer de 39 años del pueblo Ese Eja. Su padre, Antonio Sueyo Irangua, de 82 años, un marcapasos bicameral, inflamaciones en la próstata, desviación en la columna vertebral, y en esos instantes, aferrado a una cánula nasal, parecía estar a punto de engrosar las estadísticas.

Los harakbut fueron uno de los últimos pueblos indígenas en ser contactados por la civilización occidental

Tal como se lo pidieron, Héctor lo entretuvo con mensajes de aliento: “Te vas a salvar, papá. Tú tienes el espíritu del otorongo”, cuenta que le dijo. En realidad, era el único que podía asumir ese encargo por ser su único hijo vivo, pero sobre todo por dominar el harakbut, lengua de unos pocos, catalogada como aislada por ser la única en pertenecer a la familia lingüística del mismo nombre.

Los harakbut fueron uno de los últimos pueblos indígenas en ser contactados por la civilización occidental. Antes de que una misión de padres dominicos los encontrara en los años cincuenta, los harakbut vivían en las alturas de los cerros de los afluentes del río Ori’we (hoy conocido como Madre de Dios), donde construyeron casas a las que solo se podía ingresar trepando sogas. Comían orugas, cazaban monos e imitaban los cantos y silbidos de las aves. Se protegían de los espíritus pintándose el cuerpo de achiote, se cortaban el cabello con colmillos de picuros (roedores a los que también llaman majaz) y, en el caso de los hombres, se perforaban la nariz para diferenciarse de las mujeres y conectarse con los espíritus del monte.

Su padre era un cazador harakbut. No se llamaba Antonio como figura en su DNI, sino Sontone. Luego sería Sueyo, como su abuelo. Nombre que acabó siendo su apellido muchas décadas después, y que le transfirió a Héctor.

Aquel hombre que le enseñó a confeccionar flechas con espinas de pijuayo y plumas de guacamayo, apenas podía respirar ahora. Fueron catorce días los que permaneció en el hospital regional Santa Rosa de Puerto Maldonado, diez de ellos en la unidad de cuidados intensivos. Tiempo de incertidumbre, en el que cada vez que un médico salía a llamar a alguien solía ser para anunciar la muerte de un paciente. Milagrosamente Antonio pasó de necesitar dos balones de oxígeno a uno por día. Hasta que fue trasladado a la sala de cuidados intermedios, y el alma le regresó al cuerpo.

Antonio Sueyo junto a su hijo Héctor
Sueyo regresó a su comunidad en octubre de 2020, cuatro meses después de recuperarse del nuevo coronavirus en casa de su hijo Héctor, en Puerto Maldonado.
Archivo personal de Héctor Sueyo.

Allí la atención se complicó porque, aunque con el tiempo Antonio aprendió a pronunciar un centenar de palabras en castellano, no hacía caso a las indicaciones de los médicos porque no las entendía. Con la ayuda de un enfermero, Héctor le pidió en harakbut por videollamada que comiera todos sus alimentos, porque sino le iban a hacer un hueco en la garganta (sonda). Solo bajo esa advertencia, Antonio Sueyo comenzó a comer.

Por esos días, se hizo viral la noticia de que la vida de uno de los últimos sabios harakbut corría peligro. Sabio que, por cierto, contó su vida en un libro inédito llamado Soy Sontone: memorias de una vida en aislamiento, publicado en 2017 y escrito por su hijo Héctor, sociólogo de profesión. “En Facebook tuvo 800 mensajes de oración. A mí me alegró bastante. Fueron 800 personas que pidieron por él y dijeron amén”, cuenta Héctor un año después, en julio de 2021.

Al cabo de 14 días, cuando le dieron de alta, Sueyo no podía permanecer en pie. Sus piernas se habían debilitado tanto que salió del hospital en silla de ruedas. Pero no perdió la sonrisa. Se sabía un sobreviviente. “Me sentía morir. Ahora quiero ir a mi comunidad. Quiero comer mi sachavaca, mi carne de monte, mi pescado, mi plátano, mi yuca”, declaró a los medios locales, gracias a la traducción de Héctor.

Pero aún le faltarían algunos meses y algunos sustos para retornar a su sitio, a su lugar en el mundo: la comunidad nativa Boca del Inambari, ubicada en el distrito de Laberinto, provincia de Tambopata, en Madre de Dios. Dos semanas después de haber sido dado de alta, y pasar su convalecencia en la ciudad de Puerto Maldonado, en casa de su hijo, Antonio Sueyo volvió al hospital porque seguía dando positivo al covid-19. “Esto ya no quisimos contarlo para que estuviera tranquilo”, dice Héctor. Una semana duraría su estancia, esta vez en el hospital Santa Rosa.

En casa de su hijo, a pesar del confort y los cuidados, se sentía incompleto. Pasaba el tiempo echado en la hamaca o viendo imágenes en la televisión sin comprender muy bien las historias. De vez en cuando Héctor, su esposa o su nieto le ponían escenas de pesca primitiva en YouTube. Pescadores orientales de China o Tailandia. “Ellos hacen por hacer. El cazador no come su carne, porque estaría comiendo su espíritu. Debe distribuírsela primero a los demás. Allí veo que él mismo caza, y él mismo come”, les dijo un día. Si algo le fastidia a Antonio Sueyo es que lo vean como un salvaje. Como alguien que no vivió de forma civilizada antes de ser hallado por la civilización occidental. El libro que escribió su hijo es un testimonio de ello.

Pasó agosto, pasó septiembre, hasta que en octubre Antonio fue franco con Héctor: “Ya no quiero estar acá. Ya me aburrí. No hay nada para mirar y muy poco para oír. Necesito escuchar a las aves, conversar con los árboles y estar con mis paisanos”. No hubo nada que debatir. Héctor lo acompañó en su regreso al bosque, donde lo atiende una sobrina que vive en una casa contigua.

En su chabola, Antonio Sueyo posee algunas “comodidades”: baño con tapa, panel solar y, por lo tanto, agua hervida. Allí, junto a los suyos, acabó el 2020, sobrellevando su convalecencia. Volvió a ser noticia a fines de abril de 2021, cuando recibió su primera dosis de la vacuna contra la covid-19. Un acontecimiento que recibió la misma atención que su salvación del nuevo coronavirus.

“Si es para salvar vida, yo me vacuno. A mi edad aún quiero vivir”


Antonio Sueyo

Portando una corona de plumas y un báculo, el 27 de abril, en el colegio Dos de Mayo de Madre de Dios, Antonio Sueyo fue inoculado por integrar el grupo etario de mayores de ochenta años. En su DNI figura que nació el 20 de agosto de 1938, pero lo cierto es que su edad real y su fecha de nacimiento son una incógnita. Para aproximarse a ese dato, Héctor le hizo varias preguntas y solo así pudo obtener algunas pistas: su padre había nacido en verano, en los días en que las taricayas soltaban sus huevos en las riberas de los ríos. Si agosto es uno de los meses más calurosos del verano en la selva, y es precisamente el mes en que estas tortugas desovan, pues ese sería su mes de nacimiento. ¿Cómo eligió el día? Si Héctor nació un 26 de agosto, su padre sería registrado seis días antes como para celebrar sus cumpleaños juntos, durante dos semanas consecutivas.

Es probable que Antonio Sueyo tenga algunos años más. Pero en cualquier caso le tocaba la vacuna. Una decisión ejemplar en medio de los temores que se han esparcido en las comunidades indígenas acerca de las inmunizaciones. La Dirección Regional de Salud de Madre de Dios se puso en contacto con Héctor para que convenciera a su padre de que la vacuna es el antídoto más efectivo contra este virus, y que no contenía nada que le hiciera daño. Así como Antonio Sueyo fue el primer miembro de su comunidad que se realizó una prueba rápida de descarte en junio de 2020, también fue el primero en vacunarse.

“Si es para salvar vida, yo me vacuno. A mi edad aún quiero vivir”, dijo. Antonio Sueyo no solo ha sobrevivido al covid-19 ni al etnicidio indígena que se produjo a mediados del siglo XX debido a la explotación del oro. También escapó de la muerte poco antes de ser contactado, como se cuenta en su libro: “El tiempo que estuvimos en Wadakwe (nombre de un río) fue la última etapa de nuestro pueblo como lo habíamos conocido. Fue durante ese periodo que llegó el wawíe’, que significa algo así como aire contaminado. De un momento a otro la gente empezó a morir muy seguido, como nunca antes había ocurrido. Eso nos desesperó porque nosotros estábamos acostumbrados a morir de vejez o por accidentes en el monte, pero no por enfermedades”.

Nieto de Antonio Sueyo
Marinke, el nieto de Antonio Sueyo, desea seguir la estela de su abuelo y ya se ha iniciado en algunos ritos harakbut.
Archivo personal de Héctor Sueyo

Por esa época, en la Reserva Comunal Amarakaeri, que es donde se ubican las distintas comunidades donde vivió Sueyo, se produjo una epidemia de sarampión y viruela que cobró la vida de 15 mil habitantes. Epidemia que se llevó a los sabios, tal y como la actual pandemia amenazó su existencia en el último tiempo.

El 9 de junio, Antonio Sueyo recibió su segunda dosis de la vacuna contra la covid-19, en la institución educativa Augusto Bouroncle Acuña de Puerto Maldonado. Lo acompañó Marinke, su único nieto, quien desea seguir sus pasos y ya se ha iniciado en algunos ritos de los harakbut. De los doce sabios de Boca del Inambari, solo cinco continúan con vida. Uno de ellos falleció por covid-19. Héctor cuenta que su padre pasa sus días confeccionando arcos y flechas en su chabola. Siente que aún no es momento de regresar a la tierra y hacerse uno con ella. El árbol anämëi —de donde nacieron los harakbut— aún lo cobija.

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