Hace 25 años, con el descubrimiento de una terapia antirretroviral efectiva, el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) dejó de ser mortal. Sin embargo, las desigualdades, las dificultades de acceso a la atención en salud y la discriminación han hecho que año a año más de medio millón de personas mueran por enfermedades relacionadas a esta infección en el mundo. En su mayoría, son las poblaciones más vulnerables.
Cualquier persona puede contraer el VIH, pero tendrá menos posibilidades de tomar tratamiento y sobrevivir si vive, por ejemplo, en Condorcanqui, Amazonas. Esta provincia de frontera, donde ocho de cada diez ciudadanos son indígenas (awajún o wampis), solo volvió a aparecer en los medios de comunicación —a doce años del ‘Baguazo’— porque su capital, Santa María de Nieva, fue el epicentro del terremoto del 28 de noviembre.
El año pasado, dos amigos de Carlos*, un joven profesor awajún de la provincia, murieron por causas vinculadas al sida, la fase más avanzada y peligrosa de la infección por VIH. Uno había sido su compañero de colegio, y la otra fallecida era una colega suya. A los tres les habían detectado VIH hace algunos años. Pero hubo una diferencia en el modo en que los amigos continuaron con sus vidas luego de enterarse de su diagnóstico. Mientras Carlos tomaba sus medicamentos de manera continua, los otros abandonaron el tratamiento rápidamente. Esto no resulta inusual en Condorcanqui. Según la red de salud provincial, la mayoría de personas que viven con VIH no siguen la terapia antirretroviral (TARV), la cual es indispensable para que el virus no se reproduzca y no afecte a las defensas del cuerpo. Dicho de otra manera, indispensable para vivir como si no se tuviera VIH.
Uno de los aspectos en los que se ha avanzado a pasos gigantes en Condorcanqui en los últimos cinco años es en el diagnóstico de casos. Desde el 2017, se fueron incrementando las pruebas de VIH en la población gracias a unas brigadas móviles que recorren las comunidades realizando tamizaje y entregando el TARV. Sin embargo, no se avanzó al mismo ritmo en la continuidad del tratamiento —a pesar de que ya existen centros de entrega del medicamento en cada microrred de la provincia— ni en la disminución de muertes por enfermedades relacionadas al sida.
Condorcanqui es la provincia que cuenta con la mayor población indígena amazónica por número de habitantes de todo el país y es una localidad de especial interés para el Ministerio de Salud pues su población awajún, el segundo pueblo indígena más numeroso de la Amazonía peruana, presenta una prevalencia de VIH (porcentaje de personas con el virus) elevada. Mientras que la prevalencia nacional es de 0,3%, en este grupo es de 1,8%. Condorcanqui también se encuentra entre las siete provincias más pobres del país según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI).
Allí, la devastadora pandemia de la covid se sumó a la epidemia del VIH, presente en el territorio desde hace, por lo menos, una década. Se agudizaron así los obstáculos que ya se tenían para responder a esta emergencia. En estos dos últimos años, 27 personas con VIH fallecieron en Condorcanqui, una cifra tan grande como la tercera parte de las defunciones por covid-19 en la provincia, según datos oficiales de la red de Salud a los que accedió este medio. En años anteriores a la pandemia, la cifra de fallecidos con VIH era casi igual al número del total de fallecidos en Condorcanqui según el Sistema Nacional de Defunciones (Sinadef) del Minsa. Debido al subreporte de casos, se estima que los números son, en realidad, bastante más altos.
¿Todas las personas con VIH que fallecieron estaban en el estadío sida? ¿Fallecieron por enfermedades relacionadas a esta condición? Debido a la escasez de recursos y equipos, son muy pocos los que pasan por exámenes que puedan certificarlo, pero Martín Muñoz, coordinador de la estrategia de VIH de la red de salud de Condorcanqui, estima que sí. Es la información que ha podido recabar conversando con el personal de salud de los tres distritos de la provincia y con los familiares de las personas que murieron.
“Fallecen porque no toman el tratamiento. Por más que tú vayas a buscarlos a ellos, no quieren tomarlo. Lo relacionan con un ‘daño’, creen que es brujería, no VIH. Cuando les dices que tomen tratamiento te dicen que no, que ellos están tomando sus plantas”, comenta.
Según sus registros, desde el 2014 hasta julio de este año, 447 personas han abandonado el TARV, 174 de las cuales ya han fallecido; y solo 283 reciben el tratamiento. Sin embargo, Muñoz afirma que son menos los que realmente toman las pastillas. “A veces el paciente recoge el tratamiento, pero lo guarda, no lo toma”, explica Marveli Caillahue, encargada de VIH del centro de salud de Nieva, que ha comprobado esta práctica con sus pacientes. “A veces, luego de que fallecían, los familiares me devolvían los frascos y me decían: ‘tome licenciada, dele a otro porque no tomó’ y me daban los frascos sellados”, recuerda.
Omar Rodríguez, infectólogo que hasta el 2019 trabajaba en Condorcanqui quince días cada mes, comenta que en sus viajes por los distritos de El Cenepa, Nieva y Río Santiago pudo conversar y encuestar al personal de salud de las microrredes y a varios de sus pacientes para tener una estimación más confiable de la perseverancia en el tratamiento. Lo que encontró fue que menos del 20% de personas con VIH tomaba el tratamiento continuamente, cuando a nivel nacional, el porcentaje es de más del 80%. El resto nunca lo había empezado o lo había abandonado. “Esa fue una de las cosas que me causó impotencia y ganas de desistir. Sentí que por gusto estábamos haciendo la intervención. Ahora dábamos el TARV casi el mismo día del diagnóstico pero nadie lo tomaba”, cuenta.
Esta cifra estaría mucho más cerca de la realidad que la que maneja la red de salud. Sucede que para aparecer como “continuadores del tratamiento” solo basta recoger los frascos de pastillas del centro de salud. Y, como ya hemos visto, esto no indica que en la práctica se siga la terapia.
El pueblo awajún asocia la brujería a distintas enfermedades e infecciones, como el VIH. También sucede que los conceptos de enfermedad asintomática o ‘de por vida’ son relativamente nuevos para ellos. Por eso, lograr que continúen el tratamiento sin ningún síntoma visible, es aún un reto.
Pero el abandono del TARV no se explica necesariamente por las creencias que pueda tener la población. Carlos es un ejemplo de ello. Cuando tenía 17 años fue diagnosticado con el virus y comenzó el tratamiento inmediatamente. No obstante, no pudo aguantarlo y lo abandonó a los meses. “Me daba náusea, fiebre, no podía comer. Me quedaba en cama, si me levantaba me quería desmayar”, cuenta. “Me decían que en una semana me iba a adaptar pero nunca me adapté. Hasta que decidí dejarlo”.
Entonces recurrió a las plantas medicinales. Por un tiempo, apoyado por su familia, estuvo viajando por las comunidades de los distritos de El Cenepa y de Río Santiago para conseguir jengibre, sacha jergón, uña de gato y sangre de grado. Se sintió bien unos meses pero luego tuvo una recaída. En ese momento, pudo volver a un establecimiento de salud de Nieva, donde le hicieron análisis y le dieron un nuevo esquema de pastillas de TARV. Con este nuevo medicamento no volvió a sentir malestar.
Es normal tener efectos secundarios por las pastillas en las primeras semanas. Si esto persiste, se debe acudir al médico para una evaluación. Sin embargo, no todos los ciudadanos de la provincia pueden acceder a un establecimiento con algún doctor. En todo Condorcanqui hay más de 300 comunidades, separadas entre sí hasta por 3 días de viaje, y solo se cuenta con un hospital. Los otros 71 establecimientos de salud de la provincia corresponden al primer nivel de atención. El 87% de estos son puestos de salud sin médicos.
Durante la emergencia sanitaria por la covid-19, hubo establecimientos que cerraron porque todo su personal se contagió de esta enfermedad en determinado momento. Las brigadas de la Dirección Regional de Salud (Diresa) que llevaban los medicamentos TARV y atención integral en salud a las comunidades, no pudieron hacer su recorrido por varios meses debido a las restricciones de tránsito. Asimismo, varios pacientes no quisieron ir a recoger sus medicamentos por miedo a contagiarse de covid en los centros de salud.
Para Ximena Flores, antropóloga de la Universidade Federal de Río de Janeiro y miembro del Grupo de Antropología Médica y Salud Intercultural de la Pontificia Universidad Católica del Perú, la estrategia del Estado para hacer frente a la epidemia falla en no incluir en paralelo los saberes tradicionales en la atención, así como no dar apoyo a las personas con VIH durante todo el proceso. “Se dice que las creencias de los awajún son una limitante para la adherencia [la persistencia en el tratamiento], pero creo que no se está entendiendo un fenómeno mayor. Tiene que haber cabida a otro sistema de conocimiento y a otra forma de ver la enfermedad. También se necesita un sistema de contención, una red alrededor de la persona con VIH”, explica.
No hay evidencia científica de que estas plantas interfieran con el tratamiento antirretroviral. También se ha visto que emplearlas no es impedimento para que, si no surten efecto, las personas recurran al tratamiento con pastillas. Sin embargo, para los médicos de los puestos de salud, la toma de plantas medicinales es un obstáculo para la adherencia. Flores considera, por el contrario, que en muchos casos ya existe una confluencia de los conocimientos indígenas y médicos. Asimismo, señala que las personas con VIH, si así lo desean, deberían poder contar con la atención de miembros de su familia y del personal de salud en todos los momentos del proceso que ellos lo requieran, por ejemplo, cuando se presentan las reacciones adversas. Pero muchas veces esto no sucede.
Esta última falencia es más evidente en las comunidades indígenas, que se encuentran dispersas y con difícil acceso. Augostina Mayán, lideresa awajún del distrito de El Cenepa, indica que no hay un seguimiento personalizado a las personas que tienen el virus. Incluso, en caso de emergencias, el personal del establecimiento más cercano no los va a ver. “Cuando el paciente se sentía mal en una comunidad sin puesto de salud, y se llamaba al centro de salud para que fuera atendido, le decían que no podían ir a su hogar porque no contaban con combustible para transportarse o que no tenían el personal suficiente”, cuenta. La persona entonces, sin orientación, al sentir que los síntomas adversos no lo dejaban trabajar en la chacra o realizar con normalidad otras actividades, prefería dejar de tomar las medicinas.
Para Agustina, uno de los factores por los que el virus golpea más fuerte al pueblo awajún es la desnutrición, ocasionada por la disminución de la caza y la pesca debido a la tala y minería ilegal, y el consumo de productos ultraprocesados. Ella tiene un familiar con VIH y, como lideresa, ha escuchado las preocupaciones de varias madres de personas que también viven con el virus. Todas coinciden en que la infección se agravaba más rápido, o las pastillas provocaban mayores efectos secundarios, cuando sus hijos no se alimentaban bien. En Condorcanqui, el 40% de los niños menores de 5 años —etapa clave en el desarrollo de una persona— tiene desnutrición crónica. Augostina quisiera que las personas diagnosticadas con VIH puedan recibir por parte de la red de salud una canasta con víveres que les garantice la alimentación saludable que necesitan.
La discriminación es otra de las razones del abandono del tratamiento. Zoila* conoció recién el diagnóstico de su hermano, de 29 años, dos días antes de que falleciera en el hospital de Santa María de Nieva. Él ya llevaba un par de semanas enfermo. Quince días atrás había sufrido de tifoidea y había perdido mucho peso. En plena recuperación, se enfermó de covid. Tenía fiebre, tosía y no podía respirar. Cuando lo hospitalizaron, en un estado crítico, le sacaron exámenes de todo tipo, uno de ellos fue de VIH. El médico le dijo a Zoila que ya estaba en una etapa muy avanzada de la infección. A pesar de ello, trataron de darle el TARV. No lo aguantó. “Siento mi cuerpo como si lo hubieran apaleado”, le contó a Zoila, negándose a tomar más medicamentos. Al día siguiente, murió por una neumonía.
Ella sospecha que su hermano no le contó sobre su diagnóstico por temor a ser discriminado si la noticia llegaba a más gente. Él había trabajado en distintas instituciones estatales y podría haber pensado que su imagen profesional se vería afectada. “Si hubiera sabido, lo hubiera ayudado de alguna manera”, dice Zoila. Aún hoy persiste la discriminación hacia las personas que tienen el virus en la provincia, debido a la falta de información. Según la encuesta Demográfica y de Salud Familiar del INEI, solo el 13% de jóvenes de entre 15 a 29 años conoce sobre prevención del VIH y rechaza las ideas erróneas sobre su transmisión en Amazonas. Justamente, el grupo etario en el que se encuentra la mayor cantidad de casos.
Carlos puede dar testimonio del estigma. En uno de los colegios en los que trabajó, conoció a una profesora con VIH. Los padres de familia, al enterarse de su diagnóstico, comenzaron a exigir que no trabajara más en esa escuela. “Va a contagiar a los niños”, le decían al director. Ella entró en depresión, aunque Carlos le daba ánimos para continuar. Por eso, explica él, solo su familia conoce que tiene el virus. Él agradece que su padre y hermanas lo hayan apoyado desde el inicio, pero sabe que esta no es la realidad de varios chicos. “A otros los botan de su casa, hablan mal de ellos, los aíslan”, indica.
El miedo a la discriminación hacía que César* no llevara sus antirretrovirales cuando viajaba por semanas a las comunidades a trabajar como topógrafo con otros compañeros. Cuando estaba en casa, su esposa Isabel*, quien también tenía VIH, vigilaba que se tomara las pastillas, pero cuando iba a campo rompía con esta rutina. “Yo voy a ir a trabajar, no a medicarme”, le decía a Isabel. En octubre del año pasado, de un momento a otro, César empezó a atorarse con los alimentos, no podía pasarlos. Si comía algo, lo vomitaba, se desmayaba. En el hospital, los médicos le dijeron a Isabel que su esposo estaba desahuciado. Además de tener VIH en etapa avanzada por no tomar sus medicamentos, había desarrollado un grave cirrosis. “Señora, llévelo a su casa para que ya descanse, porque no hay nada que podamos hacer”, le dijeron. Un mes después, en noviembre, César falleció.
En Amazonas, solo el 13% de jóvenes de entre 15 a 29 años conoce sobre prevención del VIH y rechaza las ideas erróneas sobre su transmisión, según INEI.
“La vergüenza, el qué dirán, el que ‘la gente se va a enterar si me ven en el centro de salud’… todo eso influye en que tomes el tratamiento o no”, dice Marveli Caillahue. Ximena Flores también considera que se debe cambiar la manera en que se aproxima al paciente al tratamiento. Cuenta que en los centros de salud de algunas comunidades que ha visitado, el personal le da otra denominación. “Algunos llaman al TARV ‘tu vitamina’. Creo que con eso se puede comparar mejor. Es un buen punto de partida para ir pensando cómo transformar las ideas alrededor del VIH”, dice.
Además, la inconstancia en el tratamiento podría generar otra clase de problemas. “Si toman solo cuando se acuerdan o cuando se sienten mal, se va a generar resistencia a los medicamentos con el tiempo. Los medicamentos de primera línea ya no van a hacer efecto, y se van a tener que usar otros. Ahí es un riesgo tremendo”, advierte Omar Rodríguez.
Para monitorear la evolución de los pacientes, se les debe realizar análisis de CD4 (que muestra el estadío de la infección) y un examen de carga viral (que muestra si el virus se ha podido volver indetectable). Sin embargo, solo se cuenta con estos equipos en la capital de la provincia y en algunas microrredes de salud. Llevar los equipos o las muestras de un lugar a otro, por las dificultades de acceso, no se hace seguido. “Calculo que se realiza el CD4 a menos de la mitad, y el de carga viral a menos del 30% de los pacientes”, indica Rodríguez. “De esta manera, se está dando el tratamiento a ciegas —dice—, solo te guías de la parte clínica”. No se puede identificar qué tan efectivo está siendo el TARV en el paciente o incluso si lo está tomando.
El 2016 se aprobó la Norma técnica de salud para la prevención y el control de la infección por el VIH en pueblos indígenas amazónicos, con pertinencia intercultural, pero el Estado no ha tenido la capacidad para implementar lo establecido. “La norma habla de educadores de pares y visitas frecuentes para la adherencia, pero esto se incumple infrecuentemente”, indica Rodrigo Lazo, antropólogo de la Universidad de Massachusetts. En sus nueve años de trabajo con el pueblo awajún, Lazo ha podido identificar que uno de los más grandes problemas es que existe una gran brecha de confianza entre la población y el personal de salud. Esto es determinante para que las personas decidan acudir o no a los establecimientos. Para mejorar esta relación es necesario contar con más recursos para capacitaciones, contratar más personal y equipos.
La Dirección Regional de Amazonas indicó a Salud con lupa que uno de los grandes obstáculos es el limitado presupuesto destinado para la estrategia de VIH, que no ha aumentado en los últimos años. Esto afecta la capacitación del personal, la adquisición de combustible para el traslado de una comunidad a otra y el pago de los profesionales de la salud. Lo que sí se han realizado son reuniones con las autoridades locales, líderes indígenas y apus de comunidades sobre la situación del VIH en la población de Condorcanqui. “Buscamos un diálogo intercultural para encontrar soluciones a la epidemia”, señala Roxana Cubas, coordinadora regional del programa de VIH.
El próximo año finalizará el contrato del Estado con las brigadas móviles amazónicas de Condorcanqui, que ha logrado gracias al presupuesto dado por el Fondo mundial para la lucha contra el VIH- sida, la tuberculosis y la malaria. Cubas espera que se renueve por un año más ya que la Diresa de Amazonas no tendría el presupuesto necesario para suplir la labor que realizan. “Con lo que tenemos ni siquiera se garantiza la oferta de atención fija de VIH, mucho menos la oferta móvil”, dice.
El problema del subregistro
La opacidad de las cifras hace aún más difícil monitorear los indicadores de adherencia al tratamiento y de fallecidos por sida. Mientras que reportar un nuevo caso de VIH es sencillo, ya que lo hace el trabajador de salud que tomó la prueba, controlar la adherencia requiere dar un seguimiento y corroborar la ingesta de medicinas con análisis de carga viral, lo que muy pocas veces sucede. Por ello, se suele sobreestimar el número de personas que perseveran en el tratamiento.
Con el registro de fallecidos por sida sucede lo contrario: se considera que son más de los que se tiene conocimiento. La única forma de enterarse de que una persona con VIH ha muerto es hablando personalmente con la familia. Cuando un awajún fallece en su hogar, sus familiares se encargan de velarlo y enterrarlo. No dan aviso al establecimiento de salud, que en algunos casos queda a kilómetros de su casa, ni se hace un acta de defunción. Por ello, la causa de la muerte también se conoce solo consultando a la familia, y no siempre ella está dispuesta a dar esa información.
Los informes que las microrredes envían a Martín Muñoz muestran este desfase. Las estadísticas que él recibió en julio indicaban que este año, en todo Condorcanqui, fallecieron cinco personas que tenían VIH. Ximena Flores supo de cuatro fallecidos en solo una comunidad de El Cenepa hasta octubre de este año, de acuerdo con una indagación que ella realizó.
En estos días, Muñoz está visitando cada una de las seis microrredes de la provincia precisamente para corroborar dichos números. El recorrido le tomará al menos diez días. Él lleva consigo el padrón de las personas con tratamiento antirretroviral. “Nosotros pedimos la información a los familiares. ‘¿Por qué este paciente no está viniendo a recoger el tratamiento?’, les consultamos. Así nos enteramos si ha fallecido”, explica.
Lo que también sucede con frecuencia es que las personas con VIH viajan a estudiar o a trabajar a otras regiones, por seis meses o más. Entonces, dejan de recibir el tratamiento. “A veces falleció en Lima u otra ciudad, y seguramente su muerte se registra en ese lugar. Pero en mi padrón yo debo consignarlo como fallecido para saber que ya no debo hacerle seguimiento”. Hasta el momento, las cifras de abandono del tratamiento y de muertos que ha podido reunir Muñoz en estas semanas superan los datos que le habían enviado.
José Quispe, quien estuvo a cargo del área de Epidemiología de la Red de Salud de Condorcanqui el año pasado, explica que el registro que el área maneja se basa en los reportes de los establecimientos de salud. Esta información es trasladada después a la Dirección Regional de Salud para orientar la estrategia contra el VIH. Pero Quispe calcula que la red solo ha identificado al 60% de los fallecidos. Probablemente, el registro más completo de fallecidos será el que actualice Martín Muñoz.
A más de mil kilómetros de ahí, en Lima, Condorcanqui ya no es noticia. Solo han pasado dos semanas desde el terremoto y sus necesidades parecen ya no existir para la opinión pública. Así como tampoco existen los fallecidos con VIH en pandemia, registrados por Muñoz, en las bases de datos de VIH del Ministerio de Salud.
*A solicitud de las personas con VIH (o sus familiares) entrevistadas para este reportaje, se les ha asignado un seudónimo para mantener en reserva su identidad.