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Dos pueblos amazónicos fabrican hielo para un comercio de peces responsable

Las comunidades de San Fernando y Musa Karusha, que pertenecen a la etnia Kandozi, elaboran ahora su propio hielo para mejorar su actividad pesquera. Así, en medio de la crisis, han conseguido fortalecer su principal medio de subsistencia y ayudar en la conservación de los peces de río en la región Loreto.

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Guillermo Yumbatos, vicepresidente de la organización Kandozi del río Huitoyacu, carga un pescado en su comunidad, en Datem del Marañón.
EFE/ Paolo Aguilar

En las orillas del río Pastaza se ubican las comunidades de San Fernando y Musa Karusha, cuya principal fuente de ingresos depende de la captura y la comercialización de peces en las aguas que se extienden en el complejo de humedales que atesora la provincia del Datem del Marañón, en región Loreto.

En estos territorios del pueblo originario Kandozi, los hombres regresan todos los días de sus labores pesqueras cargados, como mínimo, de 50 kilos de peces, que luego transportan por río hasta las ciudades de Tarapoto y Yurimaguas, donde la mercancía se vende, en su gran mayoría, curada con sal.

El uso de esta técnica ancestral de preservar el pescado seco y salado responde a la necesidad de conservar los alimentos ante la falta de refrigeración en estas lejanas comunidades indígenas, a donde uno llega tras navegar varias horas en chalupa por las aguas del Pastaza.

Obtener hielo en este contexto es obtener un tesoro.

Pescado fresco

Desde mayo de este año, la instalación de plantas de producción de hielo por energía solar permite a los pescadores de San Fernando y Musa Karusha mantener la cadena de frío y, por tanto, conservar y transportar toneladas de pescado fresco con más facilidad, menos costos y mayor calidad.

"Antes traíamos el hielo de Yurimaguas y no llegaba. Tardaba días y días, pero ahora tenemos una planta de hielo y es más rentable porque ya no hay tantos gastos", cuenta Guillermo Yumbatos, vicepresidente de la organización Kandozi del río Huitoyacu.

Gunter Yandari, presidente de la asociación de pescadores artesanales de Musa Karusha, relata que él solía traer 200 barras de hielo desde Yurimaguas a un precio de 15 soles (3,6 dólares) por unidad, aunque estas, claro, no llegaban enteras tras tres días de viaje bajo el sol que abruma la región con temperaturas que rondan los 30 °C. "Ahora, a diario producimos 25 barras de hielo, un aproximado de media tonelada. Con eso ya no va a faltar", dice.

La puesta en marcha de estas fábricas fue gestionada por el fondo ambiental Profonanpe, una organización privada sin fines de lucro que funciona como uno de los fondos ambientales más consolidados en el Perú. Esta organización dotó a las comunidades de 120 paneles fotovoltaicos y una planta que cada ocho horas produce 500 kilos de hielo apto para el consumo.

"Los paneles captan la energía solar y, con convertidores de energía, obtenemos 10.000 watts que usamos en la producción de hielo. Bombardeamos agua en los tanques y la purificamos con un filtro de arena y otro de carbono", explica Bertha Huiñapi, bióloga responsable de la planta instalada en San Fernando.

Con lo que se produce en un día, los comuneros logran conservar hasta una tonelada de pescado, que luego transportan en las embarcaciones dentro de cajas refrigeradas en las que se mantiene fresco hasta por siete días.

Aunque son varios y diversos los peces que brindan las aguas del Pastaza -algunos, como el pacú, pueden llegar a pesar hasta 25 kilos-, el más común es el boquichico, un pescado de cuerpo ahusado y plateado que se vende al mercado de Tarapoto por un precio que oscila entre los 8 y 15 soles el kilo (1,90 y 3,60 dólares).

Mejores prácticas

Gunter Yandari, del pueblo Kandozi, navega en chalupa el río Pastaza hasta el lago Rimachi, en las profundidades de la Amazonía peruana, donde todas las noches, sin excepción, exhibe sus destrezas para capturar los peces. Lanza al agua dulce una red de malla ancha. Con ella cerca un espacio circular y lo agita desde su canoa para hacer moverlos y atraparlos.

El mismo ritual replican los pescadores artesanales de Musa Karusha y San Fernando, comunidades indígenas Kandozi que se extienden en el Abanico del Pastaza, un gigantesco complejo de humedales de más de 3,8 millones de hectáreas de bosques inundables, pantanos, ríos y lagos, en Datem del Marañón.

"Tenemos un plan de trabajo y hemos hecho un acuerdo con las comunidades de pescadores de no utilizar malla pequeña para no acabar con nuestras especies. Antes se echaban venenos, pero esto ya lo hemos prohibido totalmente", dice Yandari, quien preside la asociación de pescadores artesanales de Musa Karusha.

Antes no había una conciencia pesquera, no había buenas prácticas y todo era una guerra. Si pasaba el mijano (migración masiva de peces amazónicos) por acá, utilizaban redes de todos los tamaños, usaban dinamitas, incluso en algunos lugares donde no hay mucha corriente usaban barbasco (veneno).

Con el uso de estos productos químicos, las comunidades tenían pescado con gran facilidad, pero no estaban en condiciones de poder venderse en el mercado. Ahora, con las mallas anchas, mejora la productividad porque no se mata toda la pesca y, además, se asegura la supervivencia y la reproducción de las especies porque los peces que se capturan tienen, como mínimo, entre 20 y 30 centímetros de largo.

Y, sobre todo, las nuevas técnicas ayudan a frenar el deterioro progresivo que vienen sufriendo los humedales amazónicos, tanto por su uso insostenible como por la desecación, la contaminación y las amenazas de especies invasoras. Así, se busca conservar los exclusivos ecosistemas que alberga el Abanico del Pastaza, el humedal de importancia internacional más grande de la Amazonía peruana, declarado zona prioritaria de conservación por su alto valor de almacenamiento de carbono.

Se estima que, en este rincón de la selva amazónica, las cuencas de los ríos Pastaza y Marañón atesoran unas 3.000 millones de toneladas de carbono, lo que equivale al 2,7 % de las reservas de carbono de las turberas tropicales de todo el planeta.

De talar a escalar aguajes

Más allá de la pesca, las comunidades también están trabajando en el bionegocio de los aguajes, las palmeras amazónicas que crecen en los humedales y de las que se extrae un pequeño fruto de cáscara color vinotinto y pulpa carnosa que se consume en helados, pasteles, cócteles e incluso se usa en la industria cosmética.

En concreto, el fondo ambiental que los respalda apoya a la comunidad Recreo, donde viven indígenas Quechua, a obtener el permiso del aprovechamiento del aguaje y dota a los pobladores con una nueva tecnología de escalamiento, que no solo es hasta tres veces más rentable y segura, sino también más amigable con el medioambiente.

Antes, cuando había demanda de aguajes, los comuneros de Recreo subían con sogas hasta la cima de las palmeras para cortar el racimo y dejar caer los frutos o talaban directamente los árboles, que demoraban entre 20 y 30 años en volver a crecer. Ahora, con el nuevo mecanismo de escalamiento, no suben a soga. La tecnología incluye arneses y así suben más rápido, es más seguro y productivo. Con este sistema suben 30 palmeras al día y antes solo 10.

Una palmera, de promedio, produce ocho racimos y de cada uno salen aproximadamente 40 kilos de aguajes, unos 725 frutos, que luego se venden al mercado del poblado de San Lorenzo, capital del Datem del Marañón.

Pero más allá de los hitos económicos, este bionegocio busca también contrabalancear la deforestación de los aguajes, esenciales para mitigar los efectos del cambio climático por almacenar más de 600 toneladas de dióxido de carbono por hectárea.


Fotos: EFE/ Paolo Aguilar

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