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En la cima de los Andes, un árbol se ha convertido en la mejor arma para combatir los estragos del cambio climático. Allí donde arrecia el frío, la alta radiación y la escasez del agua, un bosque altoandino sobrevive gracias a su particular forma de adaptación: troncos con delgadas láminas para abrigarse de los vientos helados, hojas cubiertas de pelos para capturar la humedad del aire, y un piso de musgo en donde se forman microecosistemas que alimentan a cientos de aves y animales. Se le llama bosque de Polylepis (que en latín significa “cubierto de escamas”) y su protagonista es el árbol de queñual, una de las pocas especies forestales en el mundo que crecen tan cerca de los glaciares (entre los 3500 a 5200 sobre el nivel del mar), casi sin oxígeno, y soportando con entereza las tempestades de esas altas lejanías.
Pero desde hace décadas el bosque de Polylepis está desapareciendo de los Andes. Hoy sus arboladas solo perduran en mitad de los precipicios o en pendientes imposibles de surcar. Su progresiva extinción responde a múltiples factores, como la deforestación para extraer madera o la quema de arbustos para transformar dichas hectáreas en comarcas de pastoreo. Esto no solo ha ocasionado una alteración del paisaje, sino principalmente una honda fractura del ecosistema: hoy, por ejemplo, algunas especies de aves han dejado de existir y en ciertas zonas escasea el agua. Porque estos árboles no solo generan oxígeno donde casi no existe, sino que además tienen la singular capacidad de producir agua del ambiente.
A cuatro mil metros de altura, las hojas del queñual convierten la humedad y la niebla en gotas de agua que se filtran en su tronco y, a través de sus raíces, humedecen la tierra en beneficio de los cultivos. Parte del líquido también cae al suelo y termina formando pequeños riachuelos y manantiales que viajan por la ladera y se vuelven un recurso fundamental para la vida de las comunidades altoandinas. Además, las densas copas de los árboles sirven como una barrera para la ferocidad del viento y los fuertes cambios de temperatura, reduciendo los efectos negativos de las heladas, las lluvias y los granizos.
Ahora, en esas regiones inhóspitas en donde los queñuales se han vuelto una distinguida rareza, un grupo de comunidades viene recuperando su ecosistema mediante la siembra de miles de Polylepis. En la cordillera del Vilcanota, en Cusco, desde hace unos años se celebra el “Queñua Raymi”, un festival de reforestación de queñuales que se lleva a cabo en la temporada de lluvias. La Asociación de Ecosistemas Andinos (ECOAN) organiza este evento junto con veinticinco comunidades, en donde participan familias enteras bajo el ancestral modelo del Ayni (el trabajo colectivo y solidario de todos los miembros de la población). Dependiendo del número de habitantes, se suele plantar entre 15 mil y 80 mil árboles por cada comunidad. Es un ritual que dura todo un día en el que un grupo de personas abre hoyos en la tierra, coloca las plántulas (que antes han sido cultivadas en viveros comunitarios) y luego tapa los agujeros, mientras otro grupo toca música vestido con trajes especiales para la ocasión.
Aunque el proyecto de reforestación empezó en 2001 con tan solo dos comunidades, está inspirado en la práctica ancestral de la siembra de agua, una tradición que viene desde la época de los incas. Por eso, para los hombres y mujeres de esta zona, es también una forma de recuperar las costumbres pérdidas de sus antepasados. “Mis abuelos hacían esto”, suelen decir algunos cuando les preguntan por el origen de esta festividad. Pero ahora ellos van un poco más allá: no solo siembran agua para el futuro, sino que crean bosques enteros para rescatar todo un ecosistema, con sus aves endémicas, sus miles de insectos y su flora única. Una naturaleza que hasta hace poco estaba a punto de desaparecer.