Desde que un perdigón de plomo atravesó el corazón de su hermano, Pacha Sotelo ha pronunciado la palabra «justicia» como nunca antes en su vida. A veces ni siquiera la pronuncia, pero la persigue sin darse cuenta hasta en los actos más mínimos, en pequeñas arbitrariedades de la calle, o incluso en pleitos de terceros que casi nadie se compraría. En los últimos meses se ha peleado con cobradores de combi que no respetan el pasaje universitario de los estudiantes. Ha discutido con conductores de auto que cierran el paso a los ciclistas. Ha confrontado a sus profesores de la universidad cuando advierte que maltratan a uno de sus compañeros. Desde que Inti murió el 14 de noviembre del 2020, Pacha está buscando justicia todo el tiempo. Antes, en su otra vida, cuando no tenía que estar detrás de una investigación fiscal para desenmascarar a los asesinos de su hermano, este chico de veintisiete años habría pasado de largo ante un policía que amedrenta a un transeúnte cualquiera. Hoy siente la obligación inaplazable de pararse en frente y decirle a la cara que ya basta.
«He empezado a actuar como lo haría él», me explica Pacha sentado en el mueble en donde vio por última vez a Inti. Una de las cosas que más definía a su hermano era su firme repulsión a las injusticias. Cada vez que veía en televisión la noticia de un abuso de autoridad, Inti renegaba a solas contra la pantalla. Aunque no le gustaban las peleas, ese era el único escenario en que solía tener el impulso de apretar los puños: cuando contemplaba una tiranía. Un año después de haberlo enterrado, Pacha siente que se está convirtiendo un poco en él. Como si Inti se reencarnara silenciosamente en algunos de sus actos. No lo dice con un tono lúgubre o esotérico, sino con la convicción de un chico orgulloso de su hermano menor. Cuando examina su propio temperamento, Pacha se da cuenta de que ya no es el mismo: ha dejado atrás sus antiguos miedos, se ha vuelto un muchacho más arriesgado (o cómo él dice: «peligrosamente arriesgado»), y ya no se petrifica ante sus dudas. Así era Inti, me dice, siempre se mandaba con todo, en vez de medir las consecuencias (como hacía él, usualmente precavido y cauteloso), prefería disfrutar la adrenalina del instante. Cuando participaba en los juegos del barrio, elegía sin excepción la jugada más atrevida («y eso siempre nos hacía perder», recuerda Pacha, «y cada vez que perdíamos yo me enojaba muchísimo con él»). Inti, que en quechua significa «sol», experimentaba la vida como si llevara en su pecho una llama ardiente, un calor inquieto que lo empujaba a caminar al filo del barranco. Pero esta atracción por el peligro tenía una contraparte entrañable: su presencia era, literalmente, el sol de la casa. El que hacía reír a todos, el ocurrente, el más cariñoso, el idealista, el que hacía amigos por todas partes, el aventurero, el que siempre decía «qué rica tu comida, mamá», el más atento.
Ahora que ya no está, Pacha siente que necesita hacer cosas por él. No solo encontrar justicia en la vía legal, sino también preservar su memoria a través de pequeños rituales. Uno de ellos es lanzarse a recorrer todo el país en su nombre. Quienes conocían a Inti recuerdan con especial nitidez su afición por la ruta y su patriótica costumbre de viajar con la bandera del Perú. Era como su sello. En cada parada o monumento o paisaje memorable se sacaba una foto con la tela blanquirroja, un objeto que después de la tragedia se ha vuelto emblemático en la familia. Como estudiante de guía turístico, Inti había viajado a varias provincias del país y su meta era pisar cada región del territorio peruano. Ahora Pacha ha tomado esa posta. «Viajo a los lugares a donde él no pudo llegar», dice mientras toma la bandera entre sus dedos. Un hermano en duelo también es eso: una conmovedora extensión de la vida del otro. El que termina la tarea inconclusa. El que se mimetiza para cumplir una promesa interrumpida. Con este propósito estampado en su mente, en los últimos meses Pacha ha ido a Huancayo, Huánuco y Cusco, y se ha tomado fotos con la bandera en cada parada o monumento o paisaje memorable. «En otro tiempo hubiera pensado mil veces antes de subirme a un bus para viajar, pero ahora no hay nada que pensar. Es la misión que tengo», afirma el hermano mayor.
Desde el primer momento, cuando se acercó esa noche al Hospital Grau para confirmar el fallecimiento, Pacha asumió casi sin darse cuenta el rol de portavoz de la familia. Hay una escena desgarradora que me impresiona cada vez que la veo. En ella están Pacha, su madre Luzdilán, su padre Salvador y su hermana Quilla, la melliza de Inti. Todos están en la puerta del hospital y hay muchas cámaras alrededor. Les acaban de decir que el sol de la familia ha muerto. En medio del desconcierto, Salvador improvisa un discurso político embravecido mientras que Luzdilán rompe en llanto clamando a los periodistas: «No puede ser posible. Somos una familia digna, una familia honesta, una familia que se dedica al trabajo. No somos delincuentes. ¿Cómo pueden hacerle esto a mi hijo?» En eso aparece Pacha por un costado y abraza a su familia con ambas manos. Al inicio no dice nada, solo mira a su madre, hasta que de pronto empieza a gritarle a un policía con su voz enronquecida por la rabia: «Tú mira para otro lado, uno de tus colegas ha sido quien mató a mi hermano. No tienen cara para estar acá». En silencio, el hombre uniformado voltea la mirada. Y entonces Pacha se queda abrazando a su madre, abrazándola con ternura, mientras se dirige a las cámaras con una determinación y claridad inusuales para alguien que está en estado de shock.
Cuando le hago recordar esta escena, Pacha me explica que le pareció ver que el policía había hecho una mueca de burla y él no podía tolerar eso. Pienso que tal vez fue ahí, en ese preciso instante, cuando empezó a cambiar. Que ese gesto firme y corajudo inauguró su transformación no solo en alguien más parecido a su hermano, sino también en el vocero de una familia que desde entonces tendría que lidiar con la atención mediática. Pero no fue ahí, en la puerta del hospital y con la marea de micrófonos a su alrededor, en donde Pacha sintió que algo cambiaba radicalmente dentro de él. «Hubo otro instante», me dice, «otro momento que para mí marcó el inicio de todo esto». Esa noche, él había ido a la marcha con un grupo de amigos. No estaba con su hermano porque ambos sabían que no podían estar juntos en una protesta. Era como un acuerdo tácito. Sus personalidades tan distintas hacían que tuvieran conductas diametralmente opuestas en una movilización. «Básicamente, yo era el que huía de las bombas lacrimógenas y él quien se ponía al frente», recuerda con un tono sentencioso. Como hermano mayor, Pacha sentía la obligación de cuidarlo, de asegurarse de que no se metiera en problemas, pero el carácter intrépido de Inti se resistía a esa clase de protección. Y durante un tramo de la noche las cosas se dieron como ambos las habían imaginado: Pacha huyendo de las bombas mientras su hermano las apagaba en primera línea.
Un año después de haberlo enterrado, Pacha siente que se está convirtiendo un poco en él. Como si Inti se reencarnara silenciosamente en algunos de sus actos. No lo dice con un tono lúgubre o esotérico, sino con la convicción de un chico orgulloso de su hermano menor.
Pero en el momento más álgido de la protesta, ciertas imágenes comenzaron a estremecerlo. Un compañero ensangrentado en medio de la pista. Dos chicos muy jóvenes siendo llevados en camillas. Un grupo de policías acorralándolos en una esquina de la Plaza San Martín. De pronto, mientras se mojaba la cara con vinagre para aliviar el ardor de los gases, vio que unas personas se estaban ahogando dentro de un bus del Corredor Azul. «Entonces no sé qué me pasó», cuenta Pacha, «me llené de rabia y cogí una piedra y empecé a lanzarla a los policías. Me descontrolé. Mis amigos trataban de calmarme, me agarraban por atrás y yo me soltaba y seguía avanzando. Incluso en un momento casi me atropella un auto. Estaba fuera de mí mismo. Yo jamás había actuado así. Y luego de unos minutos, mis amigos me convencieron para irnos. Todo se había puesto muy feo y podía pasar cualquier cosa. Entonces sentí que vibró el celular. Era mi hermana. Me dijo que habían llamado a mi papá del hospital diciendo que Inti estaba muerto».
Unos días después, mientras analizaba obsesivamente todas las imágenes de la marcha y buscaba reconstruir minuto a minuto lo que había pasado, se dio cuenta de un detalle: su hermano murió justo cuando él experimentó esa transformación en la protesta. «Sé que puede sonar raro y que muchos no estarán de acuerdo con mi forma de pensar. Pero yo siento como si el alma de mi hermano salió de su cuerpo y se metió al mío en ese instante. Él dejó de respirar y entonces yo adopté la rebeldía que no había tenido antes. Y a partir de ese momento, no he parado». Para Pacha, la muerte de su hermano no solo significa el dolor de ya no poder verlo, de no poder abrazarlo ni conversar con él, sino también la emotiva convicción de que una parte suya lo acompaña desde entonces. Ahora Inti está en sus discusiones con los cobradores de combi, en sus ganas de recorrer todo el país, en su ímpetu de seguir saliendo a las protestas. Como el sol, hoy su hermano va con él a todos lados.
La noche anterior a su muerte, Inti estaba en la sala de su casa mirando tutoriales sobre cómo desactivar una bomba lacrimógena. Pacha lo observó con detenimiento y, por un instante, pensó que su hermano podía correr peligro. Por su experiencia en otras protestas, sabía que si alguien se coloca en primera línea acaricia dos posibles desenlaces: que la policía lo atrape o que sufra el impacto de una bomba. Pero en ese momento Pacha no imaginó que su hermano podía morir. Es lógico: nadie va a una marcha con miedo a perder la vida. Nadie piensa que salir a la calle con una pancarta marcará su destino. En ciertos sectores se ha normalizado tanto el estigma a la protesta (con argumentos falsos y mezquinos como que los manifestantes son vagos, terrucos, incendiarios, o que alguien les pagó, o que están manipulados por un partido bajo la sombra, o que un líder político los utiliza macabramente como borregos para su propio beneficio) que a muchos les parece bien, correcto o por lo menos necesario que la policía abuse groseramente de su fuerza. Está bien que los gaseen, que los golpeen, que les disparen por revoltosos y tirapiedras. Si salen heridos, es porque algo habrán hecho. Y se lo merecen.
Pero lo más delictivo que hizo Inti esa noche fue apagar bombas con un botellón de agua. Por apaciguar el fuego algunos le dicen incendiario. Desde esa fecha, además de atravesar un robusto dolor, su familia tiene que aguantar insultos en redes sociales, destrozos en los murales que se erigen en homenaje a las víctimas de la protesta, mensajes callejeros en donde los tildan de terroristas. A Inti, un muchacho que escribía cartas a su mamá diciendo cosas como «gracias mamita hermosa por ser mi madre, por ser como eres», lo acusan de ser un vándalo calculador. Esta clase de agravios ha hecho que Pacha permanezca todo el tiempo en estado de alerta, un poco a la defensiva, imponiendo su voz grave cada vez que conoce a alguien. Aunque desde noviembre del año pasado su Instagram se ha llenado de seguidores, dice que ha tenido que bloquear a más de mil personas. Al inicio le abrumaba interactuar con tanta gente. No es tan sociable como lo era su hermano, sino más bien huraño y reservado, pero ese es otro de los aspectos que ha tenido que modular en este tiempo: su tendencia a ensimismarse. «Mi hermano era un líder nato, siempre lograba que los demás hicieran lo que él quería. Yo nunca fui así, no me interesaba. Pero ahora es distinto, ahora siento que también he adoptado ese lado de él: su liderazgo”, dice Pacha.
Como una forma de combatir a los haters, a los trolls, a los que se escabullen de madrugada para derribar los murales de Inti y Bryan Pintado, en la casa de la familia Sotelo han reunido todos los dibujos, pinturas, carteles, recuerdos y regalos en general que las personas voluntariamente les han hecho llegar. Ahí también han guardado algunas pertenencias de Inti: los souvenirs que traía de cada provincia del país, la alcancía en donde ahorraba dinero para sus viajes, su querida bandera. A las pocas semanas de la tragedia, Quilla decidió guardar en folders los papeles que él había dejado (además de las cartas a su madre, hay apuntes sobre numerología y alegatos en agradecimiento a la vida) junto con todos los recortes periodísticos en donde se hablaba de su hermano. «No quería que nada de esto quedara en el olvido. No quería que nadie olvidara a Inti. Y por eso me parecía importante que los que quisieran conocerlo, pudieran hacerlo en estos folders», me dice la muchacha de veinticinco años, quien tiene dos palabras muy presentes en su vocabulario: justicia y memoria. Dos términos que resumen el duelo de la familia.
A Pacha, sin embargo, no le gusta mucho la palabra duelo. «Yo tengo otra forma de entender la muerte», afirma, «prefiero pensar más en el rol que me toca cumplir ahora, en la promesa de lucha que le hice a mi hermano, y en mi visión espiritual de la vida». Fue su abuelo Froilán Camargo, el patriarca de la familia y el hombre más sabio que ha conocido, quien le heredó esa visión espiritual que ahora rige su vida. «Él nos enseñó a respetar a los apus con ofrendas y pagos a la tierra. Y nos ayudó a comprender que la vida es cíclica, que después de morir el alma permanece un tiempo entre nosotros y que finalmente reencarna en alguien más». La figura del abuelo ha sido tan influyente para la familia que fue él quien bautizó a sus nietos. Y aunque durante muchos años tanto Pacha como Inti renegaron de sus nombres (e incluso el menor decidió a los diecisiete ponerse un segundo nombre, Jordan, para evitar que lo molesten en el barrio), con el tiempo Froilán se encargó de explicarles la importancia de esas palabras y por qué eran tan especiales. «Yo siempre supe que mi nombre significaba tierra, pero pensaba que se refería a la tierra del suelo, a la arena, al polvo donde jugaba fulbito casi todos los días», recuerda Pacha. Hasta que una vez el abuelo le explicó que su nombre representa espacio, tiempo y universo. «Tu nombre es todo», le dijo Froilán. Y fue como si le abriera los ojos al mundo.
A Pacha no le gusta mucho la palabra duelo. «Yo tengo otra forma de entender la muerte», afirma, «prefiero pensar más en el rol que me toca cumplir ahora, en la promesa de lucha que le hice a mi hermano, y en mi visión espiritual de la vida».
En 2019, luego de varios meses de enfermedad, el abuelo murió y ese evento marcó profundamente la vida de Pacha y sus hermanos. Desde entonces, cada vez que uno de ellos hacía algo memorable se lo dedicaban. Incluso la noche del 14 de noviembre, una hora antes de que el corazón de su hermano se detuviera para siempre, Pacha subió una historia a su Instagram que decía: «Gracias, abuelo, por ese espíritu de lucha». No podía saber lo que estaba a punto de ocurrir a tan solo cuadras. No tenía idea que a partir de esa noche todo lo que hiciera en adelante ya no se lo dedicaría solo a Froilán, sino también a Inti, su hermano con el que compartía tantas diferencias. Tras un año tan turbulento, hay algo más que Pacha necesita hacer por él. Una promesa que se ha impuesto a sí mismo: dejar de estar atrás en la próxima protesta y ponerse en la primera línea. «A raíz de su muerte, yo quiero estar ahí adelante, así como él», dice sin asomo de duda. Aunque para algunos pueda parecer una decisión innecesariamente temeraria, para Pacha es el mejor homenaje: luchar como lo hacía su hermano. Poner la cara y el pecho en medio de la insensatez de unos disparos que buscan extinguir lo más valioso de personas como Inti: el simple deseo de querer vivir en un mundo mejor.