Para Magda Surichaqui, empezar la batalla legal contra los militares que hace casi 40 años abusaron sexualmente de ella y de las otras mujeres de su pueblo significó —en sus palabras— volver a la vida. Según cuenta, cuando tenía 17 años, el soldado Rufino Rivera Quispe de la base militar de Manta, apodado “Conejo”, la sacó de su casa con la excusa de tomar su declaración, la llevó al campo y la violó.
Era junio de 1984 y el distrito de Manta, en Huancavelica, estaba completamente tomado por los militares. Vigilaban cualquier movimiento y sus órdenes se tenían que cumplir. Cuando terminó de abusar de Magda, Rivera le pidió que sea su pareja. Ella cuenta que aceptó por miedo a que la matara.
Como consecuencia de la violación, Magda salió embarazada. Entonces, su familia hizo que Rivera firmara un acta donde se comprometía a hacerse cargo del hijo. El soldado, sin embargo, omitió colocar su nombre completo, y cuando se fue de Manta, no supieron más de él ni pudieron ubicarlo.
La familia de Magda le dijo que no denunciara los hechos, pues temía las represalias de los militares.
—En ese tiempo, si te decían que hagas algo, tú lo hacías. Si alguien te gritaba, tú te callabas. Para mí, era como estar muerta. Creo que [las mujeres abusadas de Manta] estábamos muertas de miedo —cuenta Magda—. Pero en mi corazón decía: “algún día van a pagar, aunque sea cuando muramos, Dios nos va a hacer justicia”.
Como ella, más de 5300 mujeres fueron víctimas de violación sexual durante el conflicto armado interno, ocurrido en el país entre mayo de 1980 y noviembre de 2000, según el Registro Único de Víctimas (RUV) del Ministerio de Justicia. Estos delitos eran tolerados por jefes superiores y casi ningún caso fue investigado. Producto de las vejaciones, nacieron en Manta decenas de niños sin apellido paterno. Con el fin de que sus hijos fueran reconocidos más adelante, algunas mujeres los inscribieron con los apellidos “Militar”, “Moroco” o “Capitán”.
La esperanza de alcanzar justicia llegó a Magda el 2002, cuando la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) recorrió Manta para recoger testimonios de la época de violencia. Para Magda, fue la primera vez que pudo hablar abiertamente sobre lo que le había pasado. Ella también les hizo saber a los representantes de la comisión que quería presentar una denuncia pero no tenía el dinero necesario para un abogado. Le explicaron entonces que ellos se encargarían de conseguir apoyo legal. Magda sintió, después de décadas, que su voz era escuchada y que por fin podía soñar con obtener justicia.
Las violaciones en Manta y Vilca fueron uno de los más de cuarenta crímenes judicializados gracias a la investigación realizada por la CVR, la cual concluyó que estos abusos eran una práctica cotidiana en la zona, perpetrada ocho de cada diez veces por miembros del Ejército. Actualmente, este proceso judicial se encuentra en la fase de juicio oral en la Sala Penal Nacional, en la etapa de interrogatorio a los testigos De todas las mujeres víctimas de Manta y Vilca, fueron nueve las que finalmente decidieron presentar una denuncia contra 13 militares que pudieron identificar.
Una lucha judicial de 15 años
Llegar a denunciar un hecho tan traumático fue un proceso complejo. En 2004, luego de la presentación del informe de la CVR, la ONG Demus formó un grupo interdisciplinario de profesionales para ayudar a las mujeres de Manta a procesar sus recuerdos y a cobrar conciencia de sus derechos.
—Hubo un trabajo de acercamiento a la comunidad y a ellas, de convivencia. Pusimos a su disposición todos los recursos que el Estado tuvo que haberles dado desde un inicio —cuenta Cynthia Silva, directora de la organización.
En los espacios de encuentro generados por Demus, las mujeres podían conversar entre ellas sobre lo que les había pasado y expresar qué acciones querían tomar. Solo algunas estuvieron interesadas en presentar una denuncia. No fue una decisión fácil. Ellas ya eran discriminadas por haber pasado por estos abusos.
—Esas mujeres eran excluidas de la noción de comunidad porque ya eran propiedad de militares, ‘las mujeres de los militares’ —explica Silva—. Volver a sacar a la luz los hechos no iba a ser bien visto en su entorno.
Cuando Magda decidió ser una de las denunciantes, se encontró con el rechazo de sus familiares.
—Mi marido me decía: “Estás queriendo volver porque le estás buscando [al militar]”. Me botó de la casa. Y mis hermanos me decían: “Gran cosa te crees para denunciar a los militares. Te van a matar, nos estás arriesgando a nosotros, vas a involucrar a toda la familia” —cuenta. A pesar de todo, estuvo segura de seguir adelante con el proceso. “Yo no he hecho nada malo”, pensó.
Empezó entonces a recorrer casa por casa buscando a otras mujeres que ella sabía que también habían sufrido el abuso sexual. La gran mayoría no quiso involucrarse pues sus familiares reaccionaban igual que los de Magda: con rechazo y temor. Finalmente, en 2007 presentaron la denuncia en la Fiscalía Penal de Huancavelica, apoyada por los abogados del Instituto de Defensa de Defensa Legal (IDL). Demus patrocinó a tres de las víctimas e IDL, a seis.
Una de las mayores dificultades fue identificar a los agresores. Juan José Quispe, abogado del IDL, indica que el Ministerio de Defensa (Mindef) puso muchas trabas para brindar información.
—El Mindef no quiso dar los datos de quienes estuvieron en las bases militares, los nombres, los apelativos. También ha sucedido que los militares han dado nombres y apellidos falsos —explica—. El tema central es el Mindef, que se niega a dar la información que corresponde y no solo en este caso.
En 2009, la Fiscalía formalizó la denuncia penal por el delito contra la libertad sexual como tortura y crimen de lesa humanidad contra los militares Rufino Rivera Quispe, Vicente Yance Collahuacho, Epifanio Quiñones Loyola, Sabido Valentín Ruti, Amador Gutiérrez Lizarbe, Julio Meza García, Pedro Pérez López, Martín Sierra Gabriel, Gabriel Carrasco Vásquez, Lorenzo Inga Romero, Raúl Pinto Ramos, Dionisio Álvaro Pérez, Diomedes Gutiérrez Herrera y Arturo Simarra García. La mayoría de ellos habían sido reclutas en la época del terrorismo y ya no estaban en actividad en el Ejército.
Tuvieron que pasar cinco años más, hasta el 2015, para que la 3° Fiscalía Superior Penal Nacional presentara la acusación judicial. El expediente reunía el testimonio de las agraviadas, los peritajes psicológicos de las denunciantes, las declaraciones de testigos, diligencias de reconocimiento de acusados y un análisis del contexto histórico. El juicio oral, que empezó el 2016, tuvo una serie de irregularidades.
—Había un maltrato a las señoras, no dejaron que haya acompañamiento psicológico en las audiencias —dice el abogado Quispe—. También permitieron que los acusados estén presentes mientras ellas declaraban, cuando en esta clase de delitos de violencia sexual, los acusados no pueden estar. Además, continuamente cortaban de manera grosera las intervenciones de la parte agraviada si respondía más allá de un dato específico.
Víctor Álvarez, abogado de Demus que patrocina a una parte de las denunciantes, resalta otras deficiencias del juicio. Por ejemplo, no había un intérprete de quechua que hablara la variedad de Huancavelica.
—Es decir, se les exigía que se sometieran a condiciones que las afectaban, y no se les permitía hablar sobre el contexto [de los hechos] —comenta.
Por ello, los abogados presentaron una recusación ante el tribunal para que el juicio vuelva a empezar.
Mientras esperaban la respuesta a ese pedido, estalló el escándalo de los Cuellos Blancos, el cual terminaría influenciando en el proceso. Un colaborador eficaz del caso señaló que el empresario Mario Mendoza había intercedido ante Guido Aguila, entonces presidente del Consejo Nacional de la Magistratura, para que Emperatriz Pérez Castillo, titular de la sala que tenía a su cargo el proceso de Manta y Vilca, fuera nombrada jueza. Los abogados entonces interpusieron un segundo pedido de recusación.
No tuvieron que esperar mucho. Pérez Castillo se inhibió por propia iniciativa, al mismo tiempo que el primer pedido de recusación era aceptado y se ordenaba un nuevo juicio oral. El segundo juicio comenzó en 2019, pero se vio interrumpido por la pandemia, hasta julio de 2020, cuando se retomaron las audiencias de manera virtual.
Algunos aspectos han cambiado; por ejemplo, que ahora las mujeres cuentan con un traductor de quechua huancavelicano. Otros, como la estrategia de defensa de los acusados, permanece igual. El abogado Víctor Álvarez explica que el argumento de los acusados es que las relaciones fueron consentidas y que, en varios casos, eran sus enamoradas. “Yo la cortejeé, yo iba a su casa”, indican los exmilitares. La denuncia vendría, según ellos, de un afán de venganza porque no cumplieron sus obligaciones como padres.
—¿Cómo pueden consentir relaciones sexuales a personas a quienes les tenían terror? —se pregunta Silva, quien opina que, por el contexto sociopolítico en que vivían y por la relación de subyugación en la que se encontraban las mujeres, no se podría hablar de libre consentimiento. El abogado del IDL, Juan José Quispe, recuerda, además, que los pocos trámites que llevaron a cabo los militares para reconocer a sus hijos, fueron posteriores al trabajo de la CVR, es decir, recién cuando comenzaron a ser citados por la Fiscalía.
Actualmente, se están realizando las audiencias de declaraciones de los testigos. Luego vendrá la lectura de documentos. Se continuará con la requisitoria fiscal, donde se decidirá si se ratifica la acusación. Después, las partes darán sus alegatos finales. Finalmente, vendrá la lectura de sentencia.
—El juicio tiene para mínimo dos años más hasta esta etapa —explica Quispe—. Esa sentencia va a ir luego a la Corte Suprema, para que confirme la resolución en primera instancia, la revoque, la declare nula por algún vicio procesal, o modifique las penas.
Cuando inició el proceso, Magda imaginó que a lo mucho duraría dos años. Nunca pensó que pasarían cuatro décadas.
—Es como si estuviéramos botadas. Los papeles y audiencias de año a año vuelven. De tanto esperar, ya nos vamos a morir —dice.
Las secuelas internas de los abusos
En abril del año pasado, Magda se reunió con las otras mujeres denunciantes en el Parque La Constitución de Huancayo para conversar sobre el desarrollo del proceso. Reunirse no es habitual para ellas. Abandonaron Manta con sus familias hace mucho. Ahora viven en Junín y otras regiones. En esa ocasión, tomaron dinero de sus ahorros y emprendieron el viaje de varias horas hasta el punto de encuentro. La situación lo ameritaba.
Magda se había dado cuenta de que en las últimas audiencias las mujeres no estaban contando puntos claves de los abusos que pasaron, o divagaban mucho para responder. Una de las causas, entendía ella, era que, a pesar de tener una intérprete, siempre iban a existir problemas de comprensión de los requerimientos de los jueces. Pero la otra causa la conocía muy bien: aunque han pasado casi 40 años desde que fueron víctimas de violación sexual, recordar lo vivido las sumergía de nuevo en sentimientos de dolor y angustia. Esto afectaba sus intervenciones.
—Tantos años que estamos declarando otra vuelta, otra vuelta, otra vuelta. Nos afecta a nosotros porque recuerdas, lloras de nuevo. Es como volver a vivirlo— cuenta Magda. Por eso, ese día de abril la reunión les sirvió para recordar juntas, en un espacio donde se sentían seguras. Se escucharon, aconsejaron y les dieron fuerzas a quienes debían declarar en las próximas audiencias.
No era la primera vez que se reunían. Un par de años atrás lo habían hecho para el documental “Mujer de soldado” de la directora de cine Patricia Wiesse. En esa ocasión, retornaron a Manta y pudieron conversar sobre distintos temas de manera íntima. Ese espacio de encuentro les sirvió como catarsis. Uno de los puntos que más las movió fue hablar sobre la discriminación por parte de la comunidad y cómo esto afectó su vida familiar.
—Le conté a mi mamá [sobre la violación] y dijo que seguro yo lo había consentido. Hasta nuestros paisanos nos decían ‘amante de soldado’, ‘pellejo de militar’, ‘puta de soldado’. Por eso yo me he ido de este pueblo. Esta tierra nos odia.
—‘Hijos de perro’, ‘moroquitos’, así les decían a nuestros hijos. Hasta nuestras mamás y nuestros familiares así los trataban.
—Yo a mis hijos varones les tengo un rechazo, no los quiero. Porque mirándolos nomás dije ‘estos crecerán y, tal vez, algún día a las mujeres también las violarán’.
—Los hombres me dan cólera, por más que sea mi marido, yo no puedo querer así a fondo. No le puedo decir ‘amor, te quiero’. No puedo porque no me sale. Así nos ha marcado.
Todas las mujeres denunciantes han padecido estos tratos. Según cuentan, la mayoría se separó de sus esposos, y las que siguen con ellos, tienen una relación distante. La investigadora Mercedes Crisóstomo recogió en un informe publicado por el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) varios de los casos de abusos sexuales recopilados por la CVR. Estos mostraban que, en general, los cónyuges reaccionaron de manera desfavorable, y maltrataron a sus esposas física y psicológicamente.
—Ellos no visualizaban que sus mujeres habían sido ultrajadas. No percibían su dolor. Lo más importante era su autoestima mancillada por otro hombre, porque esa persona había tenido lo que le pertenecía a él, es decir, a “su” mujer —explica Crisóstomo.
Los hijos también han sido marginados por la comunidad. Inclusive en el mismo hogar, existió un trato diferenciado entre los hijos del matrimonio de su madre y los hijos producto de la violación.
—Ellos escuchan la historia de su nacimiento y callan. Los niños son las víctimas silenciosas y pasivas de la violencia —dice Crisóstomo.
Otros hijos, cuentan las denunciantes, se ponen del lado del esposo, juzgan a la madre y le prohíben que hable de lo ocurrido.
La comunidad, por su parte, fue y sigue siendo hostil para ellas. Hasta hoy reciben insultos, les dicen que es mentira lo que cuentan o que todo lo están haciendo por dinero. Esto ha hecho que varias abandonen el pueblo.
Poco antes de que empezara la investigación fiscal, Magda cayó en una fuerte depresión.
—Ya no quería vivir. Quería aventarme al río, al carro. Quería morir. He llegado así al hospital —dice. Sus abogados la pusieron en contacto con psicólogos. Además, comenzó un tratamiento psiquiátrico. Esas fechas coincidieron con el inicio del proceso.
—Desde ahí, como si me hubieran abierto los ojos, me han hecho revivir de lo que estaba muerta. Algo así he sentido —cuenta. El juicio representó para ella un faro de esperanza para alcanzar la reivindicación y justicia que desde los 17 años se prometió lograr.