Opinión

Desprecio

El historiador y escritor José Carlos Agüero reflexiona sobre los orígenes de los enfrentamientos y la represión de los últimos días. “La gente suele decir que estamos en una crisis política, pero es otra cosa: es un colapso social”, dice.

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Familias de Andahuaylas entierran a jóvenes fallecidos en el contexto de las protestas.
Foto: Ronald Merino / Salud con lupa

Hacer política desde el desprecio trae consecuencias graves. Frivolidad, cinismo, el descaro de los grupos de interés, acostumbrados a operar con impunidad, ha terminado por hacer estallar – una vez más – a la gente en todo el Perú (18 regiones de 24 con protestas activas en menos de una semana). ¿Esperas ofender a alguien y que se quede tranquilo en su casa llorando la humillación? ¿Esa es tu propuesta política, reírte del que menosprecias y ofrecerle como lugar el de espectador, testigo de las decisiones arrogantes que tomas en su nombre? ¿Qué los mates y encima lo expliques como que mataste a un vulgar azuzador?

El desprecio es lo que me llama más la atención. Porque es antiguo, lo sabemos, pero siempre se actualiza. Este momento encuadra el desprecio como un nudo, un catalizador de emociones y de fuerzas. Un señor en Huancavelica señala “…Doscientos años nos vienen haciendo lo mismo”. ¿Qué es ese “lo mismo”? En su mirada de la vida política, de la que él también forma parte, aunque a algunos sorprenda, es el remachar su inferioridad, vez tras vez. El excluirlo y justificar esta exclusión por su carácter de ser casi bárbaro. Una señora en Ayacucho dice: “Castillo será profesor, será ignorante, no hablará bien, pero es por quien votamos”. ¿Más claro? ¿Realmente se necesitan más pistas para cazar la idea?

No puedes humillar tanto a tanta gente. Burlarte. Mandarlos con sus alforjas de regreso a su pueblo como hizo un parlamentario conservador. Con sus llamas y alpacas a la aldea, y no a la alta esfera, donde no tienen lugar. Brindar, celebrar por haberlos colocado en su sitio, tomarse selfies como hicieron los congresistas el día de la vacancia, y esperar que esa gente te agradezca por supuestamente salvarlos de ellos mismos, de su propia incapacidad.

El lenguaje usado por los medios de comunicación y por los “políticos” (no se les puede considerar políticos reales, hay que ponerles comillas) han enfatizado hasta el hartazgo desde antes de la victoria electoral de Castillo las limitaciones, las incapacidades, la ignorancia, la torpeza, “la imbecilidad” en el dicho de un analista reconocido (¿se tomaría esa licencia de insultar con tanta autoridad a cualquiera de los muchos otros presidentes peruanos, todos (TODOS) procesados por esquemas de gran corrupción y también, evidentemente, ineficaces y mediocres?).

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Congresistas celebran la vacancia del presidente Pedro Castillo.
Foto: Congreso de la República

Otra líder de opinión señala refiriéndose a la presidenta actual, Boluarte “No tiene capacidades, pero ya es algo mejor que Castillo”. ¿Para estos peruanos, qué es ser capacitado para un cargo de elección? ¿Eran capaces Fujimori, Toledo, García, Humala o PPK? Evidentemente no. Fuera de cualquier prejuicio, sus resultados lo demuestran. Fueron no solo pésimos presidentes. Fueron mucho más que malos gestores. Ahondaron el colapso institucional y social del país. Destruyeron lo poco que quedada del tejido social, criminalizaron los espacios regionales y municipales, permitieron que las mafias se hicieran de los poderes más altos. ¿Cuál es pues este estándar de la capacidad al que parecen aludir todos?

No pues, no se trata de capacidad. Están cambiando unas palabras por otras. Esas personas eran terriblemente dañinas. Pero pertenecían a grupos de poder que generaban identidad por diversas razones respecto de los grupos económicos y mediáticos: étnicos, culturales, redes de privilegio, redes económicas, círculos familiares, finalmente, parte del sistema mercantilista. ¿Castillo es mejor, es más capaz? No, claro que no. Es un incapaz más. Solo que no viene de este sector. Y les generó desde el inicio la sensación de riesgo, de falta de control total, de posible pérdida de la hegemonía absoluta al tomar las decisiones sobre la administración tanto del poder, como de la corrupción, finalmente, bienes en disputa.

Tres Pedros

Un político tradicional. - El primer Castillo es el más transparente. Un pésimo gestor. Un personaje que no pudo o no supo o no quiso romper con el modo de organizar la cultura de administración en el poder ejecutivo. Hizo lo que sus antecesores. Se rodeó de su propia argolla, se alejó de todo programa, de toda idea, de toda aspiración de mediano o largo plazo que hiciera posible una reforma social y política. Sus metas eran inverosímilmente pequeñas, mezquinas, minúsculamente coyunturales. Su primera medida como presidente lo expresa: aprobó la inscripción de su sindicato de maestros, paralelo a su rival, el antiguo SUTEP. Luego de 200mil muertos por COVID, en medio de una polarización extrema, con problemas macroeconómicos, él dedicó su primer esfuerzo a su lucha gremial, vulgar.

Como todos los otros presidentes, entendió su ubicación privilegiada al frente del aparato público como un sitio para obtener ganancias para él y sus adeptos, a partir de las inversiones públicas y la corrupción. Quizá lo peor de todo: se aisló de sus aliados, y concentró sus decisiones siempre cortoplacistas, siempre de sobrevivencia, en un grupo de personajes inescrupulosos. Estos produjeron un daño a estas alturas difícil de dimensionar: prácticamente dejaron de gobernar por un año. El país vivió en piloto automático. Sólo como un ejemplo, tuvimos más de medio centenar de ministros en un año y algo, lo que nos da una idea de la absurda inestabilidad y de la imposible gestión en tales condiciones.

En un contexto mundial adverso, dejar de gobernar ha sido grave. Cierto que una parte importante de la atención de este señor se tuvo que concentrar en defenderse de los grupos mafiosos y antidemocráticos que tienen secuestrado el poder legislativo y parte del judicial, pero también está claro algo: sí que le alcanzó la vida y el tiempo para articular su sistema de ganancias ilícitas. Angustiado por las consecuencias de sus propios actos delictivos, amenazado por sus enemigos, dio un golpe de Estado, que no por no haberlo logrado imponer deja de ser un golpe. Y con ello se convirtió en la promesa autocumplida de la derecha más irracional: ser un “dictador comunista”. No fue ni dictador ni es comunista, claro. Es solo un político tradicional, solo que, de otra rama de la política peruana, lejana de Lima, corrupto y desapegado de los valores democráticos.

¿Pedir que regrese? Si no bastara el golpe de Estado fracasado que lo desautoriza para cualquier rol en el futuro del país (espero), aún hoy sigue contribuyendo con su irresponsabilidad a incrementar el riesgo de los ciudadanos. Sus mensajes donde se reclama aún presidente, son de una terrible negligencia criminal, porque sabe que eso afecta emocionalmente a muchas personas que saldrán a protestar por ese llamado. Pedro Castillo y la gente de la que se ha rodeado este año y meses ha mostrado qué tan profundamente herida esta la izquierda, que se muere por falta de principios y no por falta de votos.

Pedro el tapón. - Ahora vemos que Castillo, allí en su lugar de presidente, aunque no gobernara en estricto, cumplía una función social. La naturaleza de la última campaña electoral, de confrontación violenta entre cruzados (terroristas y comunistas versus fascistas-fujimoristas corruptos) creaba un marco de violencia contenida. Ya hemos escrito mucho sobre ello, así que solo diremos como resumen que el nivel de agravio, de mentira, de manipulación no sería fácil de procesar ni de olvidar. Quedó cada palabra grabada, latente. Para los que votaron por Castillo, les quedó más claro que quizá en ninguna otra época de la república, lo que pensaba la élite, los grandes medios y buena parte de la ciudadanía de Lima sobre ellos y sus votos: eran votos perdidos, vacíos de contenido, viciados de origen por provenir de gente inferior, indios, ignorantes y encima, terroristas.

Pero Castillo por más de un año, pese a la campaña de sabotaje de las mafias del Congreso y de los medios, pese a los casi tres procesos de vacancia, pese a la investigación de sus familiares, se mantuvo en el Ejecutivo (haciendo nada, degradando la gestión sí, pero manteniéndose en el puesto). Su falta de pericia y su mezquindad estaban casi fuera de toda duda, incluso para la mayoría de sus votantes. Pero que ocupara ese lugar sostenía la voluntad expresada por la población pese a la campaña gigantesca de humillación y estigmatización que habían recibido en el proceso electoral. Pedro Castillo gobernando sin gobernar, robando, mintiendo y afectando incluso la subsistencia de la población, contenía la ira de un enorme sector agraviado. Uno puede comerse su rabia si estima que recibe algo a cambio. En este caso: un presidente puesto por uno. Fuera Castillo, ya no quedó contención alguna para esas emociones acumuladas y remordidas. Y la violencia se ha expresado.

Castillo símbolo. – Castillo como personaje político real, es el que ya describimos. Pero no es difícil reconocer que para la gente hay otro Castillo. Uno que vive paralelo al que come y respira en la prisión de la DINOES. Este Castillo es un símbolo, o una proyección. En las protestas lo hemos oído: es nuestro, es por quien votamos, es el que elegimos, es uno como nosotros, es cholo, es pobre, es indio, es excluido, es campesino, es un “nadie”. La verdad es que no es campesino, ni indio, ni siquiera es rondero en estricto, y a estas alturas dudo que sea muy pobre, pero es esa imagen la que la gente defiende. O sea, se defiende a sí misma, defiende su voto, la voluntad popular. Defiende pues, un valor fundamental de la democracia. Si alguien representa una fuerza con razones democráticas detrás, en este momento, son los que protestan en las diferentes regiones del país. Mi opinión es que no tienen razón respecto del programa de sus protestas ni en sus métodos, pero están defendiendo una cadena indispensable para creer en algo (al menos en algo): votamos, elegimos, aceptamos los resultados, gobierna alguien que nos representa.

Por eso el dolor con que se ha vivido su caída. Porque es la caída de una fe. La fe de que, pese a todos los insultos, de luchar contra los grandes grupos de poder, del terruqueo y la burla, a la hora de votar, somos iguales. Se puede ganar. Uno “como nosotros” puede ganar. ¿Por qué saldrían niños de colegio a protestar y morir si no los uniese algo subjetivo fuerte a este símbolo, a esta fórmula? La fe en la democracia, como reducto para los excluidos ha sido quebrantada por la caída de Castillo.

Es cierto que Castillo se suicidó políticamente, pero es mentir, mentir descaradamente, no reconocer que estaba siendo llevado a una posición imposible que tarde o temprano terminaría con su vacancia o suspensión. Y para hacerlo no primaron las razones justas (la lucha contra la corrupción), sino las injustas, las que empezaron antes de que siquiera asumiera y que jamás se detuvieron. Por lo tanto, si bien es un golpe de Estado, digamos que fue un golpe ayudado, un golpe acompañado por el sabotaje del Congreso. Otra profecía cumplida: los perdedores en la elección “salvaron al Perú del comunismo”, pero lo entregaron a sus propias fauces mafiosas.

En los comentarios de una noticia que daba cuenta de las muertes en las protestas de esta semana, que ya suman al menos siete personas, incluyendo dos niños, podían leerse: “que los militares acaben el trabajo de Fujimori (que maten a los terroristas, quieren decir, refiriéndose a la población movilizada)”, o “un par de llamas qué importan”. Escritos estos comentarios desde cuentas identificables, reales. En el centro de Lima un manifestante que no se veía muy terruco ni usaba un lenguaje muy clasista señalaba que pedía el regreso de Castillo porque era al que ellos habían elegido. Y que el golpe, en realidad, lo había dado el Congreso.

Irresponsables

Jugar a las palabras, tiene límites. Y estos suelen ser los cuerpos. Sobre todo, los ajenos. Ya son demasiados años de sostener el embrujo, esta ilusión de que tenemos sistema de partidos, representantes, padres de la patria, instituciones democráticas, medios de información. Estos eufemismos buscan encubrir que lo que hay son grupos de interés y lobby, redes de privilegio, monopolios abusivos, mafias y organizaciones criminales, todos ocupando los rótulos antes dedicados a las organizaciones políticas. Los hay de varios tipos, algunos más tradicionales, otros más cholos, algunos de alcance limeño-nacional, otros más territoriales. Estos actores han secuestrado las instituciones. El Congreso, sobre todo, pero también el sistema de justicia y los gobiernos subnacionales. No solo son abiertos grupos de interés particular o grupal, ajenos por completo a la idea de interés colectivo o público, sino que además son ferozmente antidemocráticos. Ejercen el poder de modo abusivo, discrecional, sin atenerse a reglas, ni las administrativas de sus reglamentos, ni las constitucionales, sin temor a nada porque gozan de impunidad. Pero cuando escuchamos la televisión o la radio, tenemos que oírlos nombrar por años como “los políticos”. Y este lenguaje los legitima, casi que los hace reales.

Cuando Pedro Castillo dio su golpe de Estado fracasado, su fracaso se dio en dos sentidos. El primero más simple, porque era incapaz de imponerlo, de hacerlo realidad. Nadie le iba a hacer caso, carecía de poder y “capacidad de chantaje” sobre otras fuerzas. Pero fracasó también de un modo más interesante. Realmente, en un lenguaje más primario, no había cómo dar un golpe, no había dónde, no había a quién o a qué. Los actores en disputa eran rivales para ejercer la antidemocracia. Ambos son elementos nocivos, destructores de los vínculos de confianza, de las relaciones entre personas e instituciones, de la gente con las ideas y los argumentos. No se puede dar “un golpe” así, sobre un contexto que ya ha colapsado. No un golpe a la antigua, al menos. Es como golpear el agua. O el aire.

Pedro Castillo pese al deseo de la gente, pese a la identificación simbólica o cultural o social que la está movilizando, no debe regresar. Es además de parte del problema, un enemigo de la democracia. Pero lo es también el Congreso. En un escenario donde el que gana y celebra, también es el malo, no basta con el piloto automático. No puede esperar la presidenta interina a que la gente aplauda y se siente a esperar. La manera en que es leída su presidencia para grandes sectores de la población, lo estamos viendo, es como una traición. Y eso es algo grave. Porque no hay peor pecado que la traición, no hay regreso y no hay posibilidad de esperar virtud alguna, depositar mínima confianza en alguien traidor. Quienes vienen protestando lo han expresado con claridad. Quieren que renuncie porque la entienden, no sin razón, como una presidenta del Congreso. Es decir, una especie de secretaria de los malos. La represión brutal, las declaraciones de sus ministros y su propia actitud banal, consolidan esta mirada.

Qué hacer

¿Hay razones para marchar? Desde luego. El Congreso es un actor antidemocrático y potencialmente golpista. Eso está claro. Castillo se les adelantó, porque no es muy diferente. Pero eso no quita que lo sean. No se puede esperar que de ellos florezca súbitamente un afán reformista. Van a hacer lo que puedan para sostener sus presencias y sus intereses. Si hay muertes, podrán justificarse en el enorme archivo mágico de invención de conspiraciones, comunistas y terroristas. Llamaran a aplicar mano dura. Harán invocaciones al principio de autoridad y a reinstaurar el orden cueste lo que cueste.

Dina Boluarte ha actuado con increíble irresponsabilidad. Ha dejado que pase tiempo valioso antes de ofrecer lo obvio: elecciones anticipadas y generales. Mientras, poco a poco, el país se fue levantando, indignado. Y esas muertes se explican por esa demora en ofrecer un horizonte razonable, un tiempo para que la población pudiera organizar al menos precariamente su futuro y sus expectativas. Ha elegido muy mal a su premier, que ha mostrado rápidamente ser de los que convierten población en subversivo y protesta en “turba”. Necesita conectarse con la realidad. Dejar de reprimir. Y dejar de reprimir significa claramente controlar a una policía, quitarle prerrogativas y responsabilidades -que deben de ser políticas- a unas fuerzas de seguridad que han tocado fondo.

Finalmente, y no menos importante, la violencia debería dejar de ser un recurso en disputa más. Generar condiciones que ponen en riesgo a las personas es perverso. Los cuerpos y no las palabras deben de ser el límite. Los trabajadores de las instituciones atacadas por los manifestantes también son ciudadanos, los policías no tienen que ser objetivos de agresiones potencialmente graves, lo hemos visto, desde secuestros, vejaciones hasta golpes con ladrillos y adoquines. Pescar a río revuelto entre tanta rabia, pena y luto, es más que irresponsable, es no empático. Si los dirigentes gremiales, o comunales o comunicadores locales, o políticos de izquierda tienen que usar el lenguaje en esta coyuntura, donde la gente puede sufrir seriamente, deben de cuidar su lenguaje, y deberían (deberían…) moderar, pensar, reflexionar, sus expectativas. Machacar el metal en caliente es una vieja práctica que hemos visto lo que ha significado para el siglo XX. Esgrimir ciegamente programas máximos (restitución del ex presidente, defenderlo en su decisión inconstitucional de dar un golpe, no dar tregua a la idea de una asamblea constituyente) no ayuda a encontrar respuestas, sino que exacerba los ánimos, cierra alternativas (todo o nada) y eleva el umbral de confrontación. Y como dicen por allí, es fácil ser guapo con la cartera del otro. En este caso, qué bonito, qué heroico queda ser rebelde con el cuerpo que pone un ajeno.

Si hay que marchar, no será, lo confieso, como en otras jornadas. No quiero defender a Castillo. Me parece que debe ser juzgado con arreglo al debido proceso. Tampoco quiero su restitución, ni que necesariamente caiga el gobierno de transición. Sí quisiera que este reaccionara rápidamente. Que leyera el escenario en su complejidad. Que rectifique su pésimo inicio. Que cambie de premier, porque no se puede tener a alguien que empieza su gestión justificando violaciones de derechos humanos. Y que se asuma como lo que es, un escalón breve y sobrio, eficaz si fuera posible, hacia otro momento que esperemos sea superador del actual, para lo cual, debe desprenderse de su dependencia hacia este Congreso. Que es difícil, pero es imprescindible.

Está difícil marchar así. Porque las consignas no me generan al menos a mí, suficiente razonabilidad. Pero al menos, hagamos el esfuerzo de mostrar un respaldo ante las muertes producidas por tanto desprecio e irresponsabilidad. Y ojalá todos los que tienen real influencia, pongan su mayor esfuerzo en desescalar la violencia, y procurar un contexto con posibilidades de diálogo. Más muertes no generan más épica. Ayudar a resolver, se sabe, es mucho más difícil que ayudar a destruir. El tiempo no se acaba esta semana, ni estos meses. Y la tarea en el país es grande y difícil. Tenemos para muchos años de paciencia y reconstrucción de nuestras instituciones, vínculos y respetos. Miremos un poco más allá.

Esta columna fue originalmente publicada en Noticias Ser

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