¿Y si tiene un tumor en el cerebro? No, lo más probable es que sea esquizofrenia. O quizás es su personalidad, solo que está estresada. Después de todo, siempre ha sido algo “excéntrica”.
Esa es la conversación que me imagino tuvieron mi novio, mis amigas y mi mamá cuando se reunieron de forma clandestina para encontrarle una causa a las actitudes, bastante cuestionables, que estaba teniendo.
No solo había abandonado abruptamente la casa que compartía con mi novio porque sentía que “tenía una misión más grande que cumplir”. También me había pintado el pelo de azul eléctrico, creía que podía ver el futuro, cortaba de raíz la amistad con cualquiera que me diera la contraria y había dejado de dormir. Motivos suficientes para que mis seres queridos empezaran a preocuparse.
Pero, a pesar de sus esfuerzos, nunca consiguieron que “entrara en razón”. Y la explicación está en que, cuando tienes un trastorno mental, no es posible controlarlo solo porque alguien te sugiere que lo hagas. Para regresar a la “realidad” necesitas, además de soporte emocional y apoyo económico, un tratamiento que se adapte a tu contexto y necesidades.
Y, en mi caso, no podía tenerlo, porque el diagnóstico todavía no llegaba a mi vida. Tuvieron que pasar algunos meses después de experimentar mi primer episodio de manía para que por fin me atreviera a pisar un hospital psiquiátrico en busca de respuestas.
Cuando escuché las palabras “trastorno bipolar” saliendo de la boca del doctor, sentí un alivio que no sé cómo describir. Por fin había una explicación, totalmente razonable, de por qué mi cerebro se sentía como si estuviera bajo los efectos de alguna droga muy poderosa, pero sin haber tomado ninguna.
Lo primero que hice al salir de ese edificio gigante, lleno de personas igual de confundidas y asustadas que yo, fue contarle orgullosa a mis amigas y a mi novio lo que me había dicho ese señor con bata blanca.
“¿Sabes por qué actuaba así? Resulta que tengo trastorno bipolar”, fue una oración que pronuncié varias veces, durante un par de semanas, a todos los que consideré debían estar enterados.
Las personas con las que tenía más confianza se mostraron confundidas, pero aliviadas. No tenían idea de qué significa exactamente tener trastorno bipolar.
Como todo lo nuevo, el miedo se apoderó del ambiente. “Significa cambiar de opinión a cada rato, ¿no?” Era una pregunta recurrente.
“¿Eso es grave?”, “¿es considerado una enfermedad?”, “¿lo vas a tener toda la vida?”, “¿necesitas tomar pastillas?”, son otras preguntas que también aparecieron con frecuencia por esos días. Pero muy pocas personas me preguntaron si necesitaba ayuda.
Y no los culpo. En ese momento había y todavía hay, lamentablemente, muchísima desinformación en torno a esta condición. Eso generaba que algunas personas pensaran que no era tan grave o que, como dije líneas arriba, se puede controlar si le pones un poco de ganas.
Felizmente, al menos mi novio, con el que regresé a vivir tiempo después, se preocupó por aprender qué significaba vivir con un trastorno psiquiátrico, tener que tomar pastillas, cancelar planes por sentirme incapaz de levantarme de la cama, no dejar de llorar por varias horas sin una razón aparente o despertarme con un sentimiento incontrolable de euforia.
Sin embargo, hubo personas que hicieron comentarios desafortunados como: “Ahora entiendo por qué actuabas como loca”, “siempre supe que tenías algo” o “mejor mantenlo en secreto para que no tengas problemas”.
Esos comentarios son los que recibe la gran mayoría cuando menciona, incluso a familiares, que han sido diagnosticados con trastorno bipolar.
Comentarios cargados de un fuerte estigma y de ignorancia que, si se repiten en el tiempo, pueden definir el futuro de esa persona. Para mal.
Ahora, ¿cómo transformamos esta realidad? Psicoeducándonos. Es mucho más difícil acompañar el proceso de alguien si no nos informamos primero sobre su condición, en qué consiste, qué la empeora y cómo podemos ayudar a que su vida sea menos dura de vivir.
Que una persona con trastorno bipolar reciba validación, comprensión y amor al recibir su diagnóstico puede salvarle la vida.
Yo soy una prueba de eso. Si todavía respiro y tengo fuerzas para hacer lo que me apasiona y cumplir mis sueños es, en gran parte, gracias a que mi círculo cercano no me hizo la vida imposible al enterarse que, a partir de ese momento, me había convertido en una paciente psiquiátrica. Y que, a pesar de que seguía siendo en esencia la misma persona, muchas cosas iban a tener que cambiar.