América Latina asoma la cabeza

El peligro de la pandemia según los colores del semáforo

A partir del decreto de la "nueva normalidad", los mexicanos tendrán que advertir por dónde transitar según los colores del semáforo. Las áreas en emergencia presentarán una etiqueta roja mientras que las que permiten desarrollar cualquier actividad sin mayor riesgo llevarán una señal de color verde.De sus 32 estados, México tiene 31 en rojo.

MEXICO CHRISTIAN PALMA.jpg
Un vendedor circula frente a Palacio Nacional, en un Zócalo desierto.
Foto: Christian Palma / COPAL

Han pasado 90 días desde que la vida se convirtió en un simulacro de vida. A las seis de la mañana del viernes 28 de febrero la noticia se esparcía como una plaga: aparecía en México el primer caso de una persona contagiada con el coronavirus. Lo trajo de Italia un hombre de 35 años que había estado recientemente allá.

Desde entonces, y como en casi todo el mundo, se aplicó en seco un freno a la esencia de la humanidad: desde entonces hemos probado a qué sabe la ausencia de las personas y los efectos del miedo cuando se infiltra en la vida.

La memoria de esta pandemia está ya compuesta de imágenes: los rostros exhaustos de médicas, enfermeras, paramédicos y personal de apoyo, chocando en la primera línea con la muerte, con la conciencia de que en cualquier momento pueden sucumbir al contagio, como las y los directores de clínicas en ciudades tan distintas y distantes como Mexicali, Monclova o Nezahualcóyotl; como el director de la clínica Wuchang, en Wuhan.

La idiosincrasia mexicana es tan particular que también provee imágenes impensables en una circunstancia como esta. Qué decir de esa pequeña horda que al grito de “los están inyectando para matarlos, el covid no existe”, irrumpió el 2 de mayo en un hospital local y se dedicó, con sus pequeñas Atilas liderando la violencia, a abrir las bolsas de las personas fallecidas y agredir al personal de salud.

La memoria colectiva aún conserva la huella de la epidemia que en 2009 exportamos al mundo, la del AH1N1. Los encierros, los cubrebocas, la soledad de las calles, el aislamiento. Por eso quizá en México estamos un poco, sólo un poco, más acostumbrados a toda la parafernalia epidémica.

Quizá por eso la estrategia de combate a la enfermedad ha sido polémica, por eso tenemos un Modelo Centinela que casi nadie aplica en América Latina, por eso se han hecho muy pocas pruebas, por eso desde adentro y desde afuera se critica severamente al Gobierno; por eso tenemos una heroína diseñada ex profeso: “Susana Distancia”, que materializa y difunde con un éxito insospechado las recomendaciones sanitarias, aunque a estas alturas ya se ha degastado.

Estos días de pandemia han estado marcados también por las angustias de muchos de los 125 millones de mexicanos por sobrevivir, gente que debe salir a las calles porque vive al día y no puede darse el lujo de no ganar algún dinero, aunque los clientes escaseen. El dilema, ya se sabe, es morir por contagio o de hambre.

Los cubrebocas se han incorporado a la vestimenta, al paisaje urbano; la sana distancia es una etiqueta social y el uso de alcohol y desinfectante ya es habitual, por más que un sector pequeño de la población siga sin creer en la existencia del virus y durante semanas ha abarrotado los mercados ambulantes y las plazas comerciales informales.

México es uno de los pocos países de América Latina en que la cuarentena no es forzosa y las autoridades apelan al cumplimiento voluntario, a la responsabilidad de la sociedad. La mayoría se ha quedado en casa. Bueno, casi todos.

Casi todos porque los autores de asesinatos y matanzas vinculados al crimen organizado no se han intimidado ante el virus. Acostumbrados a morir y matar, lo de la COVID-19 debe ser un cuento de lobos para ellos.

La máquina de violencia no ha parado ni siquiera en estos días. Los reportes no cesan. Un día sí y otro también. El país ha alcanzado en estas fechas cifras récord de asesinatos. No tienen nada qué ver con el virus. Esos muertos también cuentan.

La angustia, el estrés, el encierro ya son en sí mismos, una carga para todos, pero el 11 de mayo el gobierno federal tenía preparada una sorpresa adicional, ahora en forma de decreto presidencial: el ejército saldrá a las calles a cumplir funciones de policía. No sólo en tiempos de pandemia. Desde ahora y hasta diciembre de 2024.

Ya se conocen en América Latina los efectos de eso en materia de derechos humanos: detenciones, desapariciones forzadas, torturas, ejecuciones.

La gente está desgastada, agotada y en buena medida sin los recursos para seguir aguantando. Otras más están a media paga o de plano sin trabajo. En abril-mayo, según los reportes oficiales, un millón de mexicanos se quedaron sin empleos formales.

Todo muta. El lenguaje oficial también. El miércoles 13 de mayo palabras como “volver” o “regresar” han aparecido, junto con un concepto llamado la “nueva normalidad”.

La “nueva normalidad” es quizá la mejor manera de decir que las formas de vida que siguen no se parecerán en nada o muy poco a los que eran antes.

Con esa frase el gobierno mexicano ha anunciado lo que será un largo proceso de regreso a la vida en las calles, universidades, trabajos, espacios públicos. Y le ha puesto fecha de arranque: 1 de junio.

Y lo hará “a la mexicana”. Aprenderemos a vivir como si fuéramos automóviles. Un semáforo regional que, a partir de indicadores de salud, concentración poblacional o infraestructura hospitalaria, etiquetará zonas en rojo (emergencia sanitaria), naranja (riesgo alto, con paro de algunas actividades no esenciales), amarillo (nivel intermedio) o verde (desarrollo de cualquier actividad).

Dependiendo dónde viva uno, habrá restricciones mayores o menores. Algunas zonas del país podrán ir al cine, los comercios estarán abiertos, y en otros no. En unas se podrá tener acceso a las librerías, y en otras no, por ejemplo.

Por lo pronto, el rojo de la Ciudad de México es el más intenso. Aquí es el epicentro de la epidemia. Aporta la mayor parte de los contagios y los muertos. Y, en castigo, tendremos que estar encerrados por lo menos hasta el 15 de junio.

Hoy sabemos que nuestra salud y nuestra vida dependen de un descuido en el aseo, del roce de unas manos, del abrazo de un amigo o del beso de la pareja.

Un ente inerte ha venido a exhibir las profundas carencias del sistema de salud. Hizo evidente, además, que la pobreza económica y educativa es el caldo de cultivo perfecto para la enfermedad y la muerte.

Ya viene la “nueva normalidad”, con más de 84 mil 600 contagios confirmados y poco más de 9 mil 400 fallecimientos. Cifras imparables que crecen día con día. Aunque son números estruendosos, las autoridades juran que pudieron haber sido un horror.

El escenario en el que llega la nueva normalidad es escalofriante: 31 de 32 estados del país se encuentran en “riesgo máximo” y aun así saldremos a las calles. “Será un regreso gradual, ordenado y cuidadoso a las actividades de la vida pública”, argumentan las autoridades y saben que existe el peligro de los rebrotes. En ese caso, ya avisaron, se dará marcha atrás y se pondrá el semáforo en rojo en pleno.

En dos semanas los mexicanos nos asomaremos a las calles, titubeando a la hora de colocar el primer pie en la acera. Un virus adelantó el reloj de nuestras vidas. Sólo queda saber si fueron minutos, días, meses o años.

Más en Salud con lupa