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El incesante código verde

A través de los parlantes del principal hospital de San Salvador se podía medir el pulso de la pandemia. Un enfermero del Hospital Rosales cuenta lo que él y sus colegas sentían a diario cada vez que escuchaban las palabras “código verde”. El anuncio de un nuevo caso de COVID-19.

Un enfermero del Hospital Rosales en San Salvador.jpg

Al principio era una o dos veces al día que se escuchaba “código verde” en los parlantes del Hospital Rosales. Después eran cinco, seis, diez veces. Hubo un turno en el que lo escuché cada quince minutos: código verde, código verde, código verde. Ese anuncio nos avisa que alguien ha dado positivo al COVID-19 y nadie puede atravesarse por su camino mientras lo trasladan al área designada exclusivamente para esta nueva enfermedad. Solo el personal que va atrás desinfectando con lejía. Así lo estableció el protocolo del Ministerio de Salud para todos los hospitales en El Salvador.

Escuchar estas dos palabras era un recordatorio de la emergencia. Los parlantes nos repetían la velocidad del virus y la acumulación de los casos. Cuando un anuncio señalaba que un paciente sospechoso de COVID sería trasladado al piso donde yo estaba de servicio, me ponía muy tenso. Pensaba en cómo lo atendería sin tener el traje de bioseguridad adecuado y en el riesgo que significaba para los otros pacientes. No podemos confiar en las pruebas. Aunque tengan una que diga negativo, sabemos bien que no son infalibles. Que días después se puede aplicar otra y el resultado salir positivo. Sin lugar a duda, el mensaje más triste era: “Código verde, de Gripario a morgue”.

Hace algunas semanas giraron otro memorándum en el hospital donde se prohibía que se anuncie por el altavoz cada uno de los traslados de los pacientes sospechosos de COVID-19. Sólo deben anunciarse los trayectos muy largos. En la noche no se debe escuchar nunca “código verde”. Uno tiene que hacer la coordinación internamente entre las áreas respectivas y el personal de limpieza. Los vigilantes se encargan de avisar con unas banderas verdes en los pasillos. Mis colegas y yo pensamos que esta nueva y discreta medida quizás es para aliviarnos el estrés y cambiarnos la percepción de que el sistema de salud no está fallando. Un intento de levantarnos la moral, pero nosotros en el día a día comprobamos que la carga de casos de coronavirus no ha bajado.

Es difícil desprenderte de la presión del hospital aun cuando termina tu turno. Un día llegué a casa y me puse a llorar. Les dije a mis dos roommates que quizás me iría de allí porque no quería contaminarlos y que si uno de ellos muere, yo no me perdonaría. Ellos me abrazaron y me dijeron “igual nos vamos a contaminar todos algún día”. Fue su manera de darme fuerzas, de normalizar la pandemia. Lo más duro ha sido no poder ver a mi novio en cinco meses. Él también es enfermero en otro hospital y ha estado muy expuesto. Un día tuvo que trasladar a veinte pacientes, se le rompió el traje y se le cayó la mascarilla de tanto esfuerzo. Hemos sobrevivido a puros mensajes y alguna videollamada. Solo hicimos una excepción el día que cumplíamos ocho años de novios, pero no pudimos abrazarnos ni besarnos. Él entró a mi carro, sacamos unas toallitas desinfectantes y nos dimos la mano. Los dos nos quedamos viendo con las mascarillas puestas.

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