Después de completar mis ocho horas de trabajo, dejo mis cosas en la base de la empresa Innova Ambiental en el Jirón Chota del centro de Lima. Me aseo, me cambio, agarro la pancarta que preparé una noche antes, y camino quince cuadras hasta el frontis de la municipalidad para unirme a mis compañeras, trabajadoras de limpieza como yo, y pedir a todo pulmón que no nos quiten nuestro empleo. Según su cronograma, el primero de julio la municipalidad de Lima contratará a una nueva empresa para limpiar las calles y 800 operarios nos quedaremos sin trabajo.
Desde que me enteré que nos despedirían, hace tres semanas, tardo cuatro horas más en llegar a mi casa y ver a mis dos hijos de 13 y 15 años porque debo ir a defender mi trabajo. Ellos se quejan porque mis días se han divido en dos: me la paso trabajando o luchando para que la municipalidad nos reconozca como sus empleados. Antes compartía mis tardes con ellos, conversando y ayudándolos a hacer sus tareas, pero ahora casi no los veo. Me levanto muy temprano para preparar nuestro almuerzo, salgo a las 5:15 de la mañana para conseguir un bus casi vacío que me lleve desde mi casa en San Juan de Lurigancho hasta el centro de Lima. Trabajo de 6:15 a 3:00 pm y terminando mi turno, me toca ir con mi cartel a protestar. Por eso, llego a mi casa cerca de las nueve de la noche para cenar con mis hijos. Inmediatamente después me pongo en contacto con mis compañeras para organizarnos, ver qué pondremos en redes sociales y cómo nos dividiremos para alzar nuestra voz al día siguiente. Pese a lo mucho que extraño compartir con mi familia, en mi mente solo está evitar que me despidan porque eso provocaría quedarme sin un sustento para mantenerlos.
A diferencia de muchas personas, yo jamás dejé de cumplir con mis labores y en medio de esta cuarentena me expuse a un peligro mayor: me toca limpiar los alrededores del hospital Arzobispo Loyza y cada día debo recoger mascarillas, guantes, mandilones de los médicos, frazadas que tiran los pacientes antes de entrar a emergencia, entre otros desechos hospitalarios que podrían estar contaminados y poner en peligro mi vida. Sin importar que pocos lo noten, yo sé que mi trabajo es necesario para enfrentar al virus y por eso no me detengo.
Durante once años, he caminado por las calles del centro de Lima, empujando mi carrito y mi escoba, para dejar limpia nuestra capital. Siempre pasé desapercibida. Todos seguían su camino sin prestarle atención a lo que yo hacía. Pero ahora veo como personas y autos se detienen unos minutos para aplaudirnos. Siento que en medio de esta pandemia algunos por fin valoran lo que hacemos. Solo quisiera que las autoridades también lo hicieran y que me respalden a mí y a los 800 operarios de limpieza que desde el 15 de marzo estamos luchando contra la COVID-19.