Una mujer que trabaja en una planta procesadora de ají, en la costa norte del Perú, acude ante su supervisor agobiada por un ardor insoportable en los genitales. Acaba de usar el baño y no ha podido evitar que el picante llegue a su cuerpo. “Deberían darnos más guantes, joven”, reclama llorando; “ya no sabemos cómo limpiarnos”. La escena transcurre en la novela Los retornos, del escritor cajamarquino Luis Cruzalegui, y captura con acidez la anarquía empresarial contemporánea. Si alguna vez el boom de la gastronomía le dio al neoliberalismo peruano cierto carisma cultural, en Los retornos aquel asomo de proyecto nacional ha sido engullido totalmente por el individualismo y la desregulación. El ají ya no es un símbolo de orgullo sino una mercancía carnívora de exportación.
En la planta procesadora, Lucio, como se llama el joven supervisor y protagonista, le concede el día libre a la trabajadora. Enseguida el jefe lo reprende y le aclara que la solución es insostenible, pues otros empleados igualmente adoloridos esperarán la misma benevolencia. Lucio no quiere contaminarse con el cinismo de la empresa, y renuncia para aceptar un puesto en una fábrica cerca de Lima, mucho más formal, aunque lejos de su tierra y su familia. En la tercera década del siglo XXI, la gran capital sigue atrayendo y desarraigando a los habitantes del resto del país. Unos años más tarde –con un departamento frente al mar y una novia de clase media alta–, Lucio es el “inmigrante” que no encuentra su lugar y hasta parece desilusionado de su propio “éxito”. ¿Cómo disfrutas de una cena romántica en un restaurante de lujo cuando sabes que los productores tuvieron que dañarse los genitales para que ese plato llegue a tu mesa?
Los retornos retrata una Lima hedonista aunque fatigada, que ha perdido la ilusión de las tempranas promesas neoliberales. Lucio observa ese paisaje con el escepticismo del inmigrante dividido entre el lugar que habita y el que dejó atrás. El Perú de la novela es un país estrangulado por el centralismo, y la búsqueda del éxito y las oportunidades es una odisea que los “provincianos” libran cientos de kilómetros lejos de casa pero sin posibilidad de retorno. Lucio dejó Sócota, un distrito de poco más de diez mil habitantes, en Cajamarca, a los dieciséis años, persiguiendo el sueño de sus padres de tener un hijo profesional. El desarraigo lo enferma de nostalgia, aunque su pueblo se vuelve el referente que le permite sospechar de la atmósfera limeña, una ciudad donde se apiña un tercio de la población del país, y donde los jóvenes aprovechan las alturas de los edificios, ya no para admirar el horizonte, sino para lanzarse al vacío, como si acabaran de descubrir que no hay adónde seguir migrando. La novela comienza cuando Lucio regresa a Socota para asistir al entierro de su abuela. Entonces, agobiado por el malestar de su vida adulta en Lima y la idealización de su infancia en el campo, acaricia el proyecto de retornar a su pueblo para siempre. ¿En qué trabajarás acá?, le preguntan sus paisanos, que no logran entender por qué alguien que logró irse y triunfar ahora pretende volver.
Desear retornar a los Andes, después de haber sido desarraigado a causa de la pobreza, la violencia o la falta de oportunidades, parece un contrasentido equivalente a añorar la vida en la época de las cavernas. Irse a vivir a Lima o las ciudades de la costa es el paso lógico en la épica neoliberal del peruano emprendedor: allá está el futuro. Retornar a tu pueblo en los Andes no es lógico: allá está el pasado que dejaste. La fuerza de este sentido común no radica solo en los estereotipos racistas que asocian la sierra con el atraso, y que absorbemos desde que empezamos a respirar. La imposibilidad de imaginar un retorno feliz a las tierras que dejamos atrás se debe también a la forma de nuestra economía; es decir, al lugar que el capitalismo local le da al campo. Los Andes, y en especial sus geografías menos urbanizadas, son vistos desde el poder como despensas potenciales de materias primas o paisajes vacíos en espera de desarrollo. No importa que haya gente viviendo en esas localidades: el verdadero valor del campo es que puede alojar una mina, un yacimiento de litio, sembríos industriales o que simplemente puede ser entregado en concesión. Es muy difícil visualizar un mundo rural poblado y próspero, en el Perú, no solo porque somos un país pobre, sino porque nuestra economía primario exportadora cancela nuestra capacidad de imaginar un país diferente.
El vaciamiento del campo y las grandes migraciones han sido argumentos centrales del siglo XX. Comunidades rurales enteras desaparecieron debido al éxodo, pero debido a ese mismo desplazamiento los pueblos indígenas penetraron las urbes criollas y hasta crearon ciudades nuevas. El poder no ha sabido hasta ahora lidiar con este movimiento de placas tectónicas: marginalizan a las nuevas comunidades, se aprovechan de ellas en tiempos de elecciones y controlan de forma obsesiva la manera en que los “serranos” se identifican, narran y piensan. “Ustedes no son indígenas”, retumban los ecos del siglo pasado. “Ustedes ya son mestizos”. En las últimas décadas, hijos y nietos de inmigrantes serranos se sacuden cada vez con más notoriedad de esas formas de control y autocensura, y expresan con vitalidad formas nuevas de pensar, sentir y vivir lo andino. Con diferentes riesgos y desde diferentes lugares de enunciación, recorren los paisajes físicos y emocionales del desarraigo y examinan el hipotético retorno a los Andes (¿a lo indio?): desde la poesía de Gloria Alvitres y Antonio Chumbile hasta las crónicas de Natalia Sánchez Loayza y Rocío Quillahuamán pasando por las novelas de Jack Martínez, Jeremías Gamboa y Esteban León y el activismo tiktokero de Alessandra Yupanqui. La novela de Luis Cruzalegui destaca en esa constelación por su interés puntilloso en el trasfondo económico de la migración y del retorno. Si uno emigra en busca de educación y trabajo –parece preguntarse el autor–, ¿es la nostalgia motor suficiente para retornar y volver a echar raíces?
Hacia el final de la novela, Lucio pasea por la ribera de un río dejándose llevar por los recuerdos bucólicos de su niñez en Sócota. Los flashbacks de sus aventuras infantiles se intercalan con la textura actual de un cauce salpicado de desagües y basura. En un momento, se topa con dos hombres que trabajan cerca de la represa donde él solía jugar. Uno de ellos es un antiguo compañero de escuela, alguien que no tuvo el privilegio de irse a estudiar a una universidad de la costa, como Lucio, y que ahora canaliza las aguas del río para extraer piedras y arena que luego venderá como material de construcción. Lucio siente el impulso de reprenderlos porque están destruyendo el río de sus recuerdos; sin embargo, sigue de largo, aplastado por una repentina constatación: la expansión del capitalismo no es un fenómeno para nada ajeno al campo, y ha transformado a la gente de su pueblo igual que al resto del mundo.
Ciudad y campo no son mundos separados ni opuestos, como el día y la noche, el presente y el pasado, sino un tejido continuo. El narrador describe así la epifanía de Lucio: “Aquel paisaje le hizo pensar que el desorden no era propio de la gran ciudad, sino que los pueblos, grandes o pequeños, se destruyen también mientras se construyen sin orden”. Agobiado por esa visión, Lucio se tumba en las aguas del río, y se deja llevar por la nostalgia y la rabia. “Y se preguntó por qué aquella contradicción adentro suyo (...) por qué el dolor y el vacío y el miedo”. ¿Es posible el retorno? ¿Se puede retornar a un lugar que ya no es el que dejaste? ¿Es el retorno la escapatoria a esa sensación de vacío?
Cruzalegui ha escrito una novela inesperada, intensa y profunda, que no intenta responder a esas interrogantes pero sí nos empuja a contemplarlas desde el punto de vista del desplazado. En un país definido por la migración y el desarraigo, preocupa que la crítica local no haya advertido este libro. Los retornos registra con delicadeza el pesimismo de la época, el impulso millenial de querer huir hacia alguna parte segura y, quizá como una solución, examina las posibilidades del regreso a las zonas rurales. Como ocurre con la mayoría de países en América Latina, el Perú es una máquina que desarraiga a la gente del campo. La faja transportadora opera en un sentido único (la problemática “búsqueda de oportunidades” en la ciudad) y no existen aún los mecanismos económicos para que los que se fueron o sus descendientes vuelvan a las tierras que dejaron atrás, salvo como visitantes efímeros. El retorno es un derecho por conquistar incluso en el terreno de la imaginación.
Los retornos
Luis Cruzalegui. Lima: Hipocampo Editores, 2022
De venta en librerías El Virrey y Lancom. Y a través del mismo autor: [email protected]