Patricia* dice que ella nunca busca a las mujeres, son ellas las que siempre van a su encuentro. En el pueblo de Ayacucho, ciudad de la sierra de Perú, donde vive esta mujer quechua hablante de cincuenta y dos años, su trabajo como partera es muy famoso y bien solicitado. Su éxito se debe, entre otras cosas, a la habilidad que tiene para “arreglar” un vientre materno.
Hasta su casa, que también es su taller de curandería, llegan embarazadas de su comunidad y comunidades aledañas con sus dudas y sus temores. Que según la ecografía el bebé está en una mala posición para el parto natural, que hará falta una cesárea, que les van a cortar el pellejo y eso duele. Entonces Patricia, segura y parsimoniosa, hace lo que sabe desde los dieciocho años, eso que aprendió de su papá quien, a su vez, aprendió de su papá:
―Con la punta de mi dedo busco su cabeza del bebé. Es como una piedrita, eso busco y luego lo preparo para el parto. Despacio le sobo su barriguita, lentamente ―cuenta Patricia del otro lado de la línea.
Luego de varias sesiones, a lo largo de varios meses, su técnica da buenos resultados. El niño termina en la posición correcta y ya no se realiza la cesárea. Tan sorprendente es la efectividad de Patricia que hasta los médicos locales la han buscado para preguntarle cómo lo logra, cuál es su secreto. La partera ha visitado más de una vez el centro de salud de su pueblo para compartir ese saber familiar y ancestral con los doctores y las enfermeras.
―Me han dicho que tengo que sacar no sé qué papel del Ministerio de Salud para trabajar en la posta, pero no lo he hecho. Por mi cuenta nomás trabajo ―añade.
Durante esta pandemia por el COVID-19, su trabajo de partería no ha perdido fama aunque tal vez sí un poco de frecuencia. Por ahora, Patricia hace su labor en el inmenso distrito de Villa El Salvador, en el Este de Lima. Hasta allí llegó antes de que se declarara el Estado de Emergencia, para visitar a su hijo por un par de meses. Pensó que serían unas breves vacaciones, pero ya lleva casi cinco meses en la capital.
En Villa El Salvador Patricia también es conocida como partera: cada vez que pasa allí una temporada, al menos una mujer llegará a verla. Dice que durante el encierro ha logrado “arreglar” a tres mujeres del distrito. Todas debían pasar por cesáreas, pero con la ayuda de sus frotaciones al final tuvieron partos naturales. “En hospitales han dado a luz, parto natural, aquí conmigo no, no se puede”, aclara Patricia, cautelosa.
Aquello de lo que casi no querrá hablar durante la conversación, tal vez por orgullo o por recelo, es que a pesar de haber ayudado a traer a decenas, a cientos de niños al mundo, ahora nunca o casi nunca puede hacerlo.
Un oficio muy antiguo
La partería tradicional, el oficio de Patricia y otras miles de mujeres en el mundo, es casi tan antigua como la vida misma. En su artículo “Parteras tradicionales y parto medicalizado, ¿un conflicto del pasado?” Hilda Argüello-Avendaño y Ana Mateo-González hacen un breve recuento de la historia de este oficio. Dice más o menos así:
Las parteras, se presume, aparecieron cuando los antiguos pueblos nómadas se asentaron en comunidades. Desde entonces y hasta los siguientes 10 000 años, la tarea de atender los partos estaría destinada casi exclusivamente a las mujeres.
En la época egipcia eran personas reconocidas, mientras en el periodo griego tenían niveles de especialización e incluso recibían honores públicos. No se sabe mucho de las parteras en la época romana, pero se estima que fue un oficio establecido y practicado por mujeres preparadas.
El declive de su estima oficial empezó a finales del siglo XV, cuando la medicina se estableció como disciplina académica. En el siglo XVI empiezan a aparecer hombres parteros, algo que antes hubiera sido impensado. Finalmente, desde el siglo XVIII, comenzó el cuestionamiento sostenido y agudo hacia las parteras que hasta hoy no ha dado tregua. En muchos países la creencia popular las tiene como mujeres inexpertas y supersticiosas, que ponen en riesgo la vida de la madre y los niños.
Estas mujeres, sin embargo, han seguido existiendo y ejerciendo. Millones de niños han venido al mundo gracias a sus manos, sus hierbas medicinales y sus rituales sanadores. Sobre todo en sitios donde los servicios oficiales de salud están alejados o son inaccesibles. Los ámbitos rurales de Latinoamérica, por ejemplo.
Aún es difícil determinar cuántas existen en el mundo. La Federación Latinoamericana de Obstetras (FLO), en base a cifras dadas por asociaciones de parteras, calcula que hay alrededor de 65.000 en la región. Una cifra tal vez inexacta pues en varios países, Perú es uno de ellos, existen parteras que no quieren revelar su ocupación por temor a la condena o el hostigamiento. Esto ocurre, sobre todo, con las “parteras tradicionales” o “parteras empíricas”, aquellas que han aprendido todo lo que saben de sus familiares o de su comunidad. Patricia, la partera de Ayacucho, sería una de ellas. El otro grupo, el de las “parteras formadas” o “parteras profesionales” sería el de las obstetrices u obstetras.
En el contexto del COVID-19 diversos organismos internacionales como el Fondo de la Población de las Naciones Unidas (UNFPA), el Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe (FILAC) o la Organización Mundial de la Salud (OMS) se han pronunciado sobre el papel crucial que deberían cumplir las parteras durante la pandemia. Ellas son quienes supervisan los embarazos, que no se detienen, y atienden los partos, que son inminentes. Para muestra, un número: solo durante el primer mes y medio de la cuarentena de Perú (entre la quincena de marzo y fines de abril) según el Ministerio de Salud nacieron algo más de 53.000 niños. Las parteras deberían tener las facilidades y la seguridad para ejercer su oficio.
Es por eso que el Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas (ECMIA) en un informe que elaboró en mayo de este año, recomendó a los estados de la región promover el trabajo seguro de las parteras indígenas para atender a las embarazadas de sus comunidades, en caso estas no tengan modo de llegar a los centros de salud más cercanos.
En Perú, Magaly Blas, médica especialista en salud pública y epidemiología, ha podido sondear la situación en medio de la crisis sanitaria de algunas madres y parteras de más o menos 84 comunidades amazónicas de Loreto. Gracias a su proyecto “Mamás del río”, que nació hace algunos años con el objetivo de mejorar la salud materno infantil de las áreas rurales de la Amazonía peruana, la doctora Blas ha constatado, por ejemplo, que solo están atendiendo el 15% de centros de salud de la zona. “En ese sentido la atención materna y neonatal ha bajado drásticamente”, comenta la especialista, “por eso ha sido muy importante la labor de las parteras y de los agentes comunitarios”. En las zonas rurales peruanas, donde, según la Encuesta Demográfica y de Salud Familiar (ENDES) de 2018, el 21,2% de partos son atendidos fuera de un centro de salud autorizado y sin personal médico "calificado", el acompañamiento de una partera durante el embarazo y el parto es muy importante, muchas veces crucial. Con o sin pandemia.
La barrera del distanciamiento social
Isidora, partera de 52 años de la nación amazónica Shawi, habla con soltura y naturalidad de los nacimientos que por más de tres décadas ha asistido. “Yo solita he aprendido”, dice a través del teléfono desde Loreto, “mi abuelita y mi mamá también me han enseñado, pero ellas ya están muertas”. En esta pandemia, cuenta Isidora, ha atendido el parto de tres mujeres de su pequeña comunidad. Un pueblo loretano de apenas unos centenares de habitantes y que se encuentra a más o menos ocho horas, en lancha, de la ciudad de Yurimaguas.
―A una jovencita he atendido el jueves de la semana pasada. No quería ir al hospital, tenía miedo de esa enfermedad porque es embarazadita. Tranquilo nomás ha sido todo, aquí en mi comunidad.
Ver el parto como un acto natural, no como una enfermedad. Luis, uno de sus siete hijos, cuenta que tanto él como sus hermanas y hermanos fueron dados a luz en casa. La abuela fue quien asistió los nacimientos de todos. En su pueblo las mujeres pasan por sus controles prenatales en la posta, pero prefieren dar a luz en sus casas. “Es por vergüenza”, dice Luis quien ayuda a traducir las palabras de su madre, “la mayoría de las mujeres no quieren que las vean”. Y parir con parteras, aseguran Isidora y Luis, nunca les ha traído problemas.
Si bien el trabajo de la partera Shawi no ha parado en la pandemia, así como el de otras tantas parteras de comunidades apartadas, ese no es necesariamente el caso de sus demás compañeras. Debido a la cuarentena y el distanciamiento social la labor de algunas de estas expertas se ha visto afectada. Así lo cuenta Tarcila Rivera, activista indígena y directora de Chirapaq, Centro de Culturas Indígenas de Perú. “Como no podían trasladarse de una comunidad a otra para atender algunos casos se han visto limitadas en su actuar”, dice Rivera, “esto lo sabemos por los testimonios que hemos recibido de parteras de Ayacucho”.
Un testimonio similar ofrece Mónica, obstetra y partera de Lambayeque, quien tiene comunicación con varias de las parteras tradicionales de la región: “No están trabajando mucho, se han aislado en las alturas. Como la mayoría son ancianitas sus familias les han pedido que se cuiden mucho”. El problema mayor de esta situación es que si las parteras no pueden ejercer, entonces las madres no reciben la atención que necesitan.
Desde Ayacucho habla Doris, una partera de 41 años: “en este tiempo solo he visto a una gestante, jovencita es. Ella siempre viene a mi casa para el ‘arreglo’. Yo le oriento, le digo cómo va a ser tu parto”.
Hasta el momento, solo ha ayudado a traer un niño al mundo. Según dice, comenzó a aprender tarde la partería porque se dio cuenta de cuán señalada y perseguida era por las autoridades sanitarias de su localidad. En las postas cercanas, los médicos les decían a las madres que confiar en una partera era peligroso, que podían morir si lo seguían haciendo. Si insistían en visitar alguna, amenazaban, no tramitarían las actas de nacimiento de sus hijos ni les aplicarían las vacunas necesarias.
―Desde niña me gustó esta práctica, porque veía a mi abuelo y a mi mamá cuando lo hacía. Pero luego comenzaron a marginarla. Hasta a las parteras más ancianas se olvidaban de su trabajo ―dice Doris.
Incluso hoy recuerda muy bien el primer y único parto que ha asistido. Cómo preparó el té de matico para aliviar los dolores de la parturienta. Cómo llevó a la mujer hasta el lugar más cálido de su casa, para hacerla sentir abrigada y más tranquila. Cómo dejó que esta eligiera la posición en la que se sentía más cómoda. “No les puedes obligar a lo que tú quieras”, reflexiona, “tienes que respetar la decisión de la madre gestante”.
Doris quisiera volver a ayudar en algún un parto, pero reconoce que eso sería difícil. Sabe que no puede, que debe derivar a las mujeres con los doctores del pueblo. Por eso por ahora, se contenta con ayudar a la jovencita embarazada. A cambio recibe maíz, habas, papas. “Yo no hago lo que hago por dinero”, dice la partera aprendiz, “sino por amor al bebé, a la madre y también por amor a mi trabajo”. Además cuenta con el apoyo y la admiración de sus hermanos: un odontólogo y un enfermero que esperan, algún día, trabajar con Doris en la misma posta.
Un intercambio justo
La medicina tradicional peruana tiene siglos de historia y de práctica. Pensemos, por ejemplo, en la cultura preinca Paracas y sus trepanaciones craneanas. Pero a pesar de su ancestralidad y su utilidad, la práctica de los “agentes de medicina tradicional” (como curanderos, hierberos o parteras) aún no está regida bajo ninguna ley. Tampoco se sabe cuántos hay, cuáles son sus especialidades y dónde es que exactamente están.
De acuerdo a Graciela Navarro, trabajadora social del equipo técnico del Centro Nacional de Salud Intercultural (CENSI), la “Norma Técnica de Salud para la Atención del Parto Vertical en el marco de los Derechos Humanos con Pertinencia Intercultural”, creada en 2005, es la única normativa donde se reconoce el valor de muchas de las prácticas de la partería y también se sugiere que tengan una participación activa en un parto. Eso sí, precisa la especialista “siempre y cuando este se lleve a cabo en un establecimiento de salud”. Sobre el número de “agentes de medicina tradicional”, la doctora Navarro cuenta que actualmente el CENSI se encuentra elaborando un directorio nacional.
La cirujano pediatra e investigadora Raquel Hurtado, que participó en la elaboración de la norma técnica, reconoce que la iniciativa tiene muchos méritos. Su finalidad es la de proponer la institucionalización del parto vertical como una opción más saludable y económica para combatir las complicaciones y muertes de madres e hijos. Parto vertical: aquel en el que la mujer da a luz parada, sentada, de rodillas, en cuclillas, que es de hecho la forma en que las parteras conducen los partos. Todo esto bajo un enfoque intercultural, es decir, uno en el que se complementan la medicina occidental y la medicina tradicional. Sin embargo, dice Hurtado: “la partera debería aparecer como el personal o el recurso humano más importante para la atención del parto, pero solo está en la parte del acompañamiento”.
En cuanto al diálogo intercultural debe ser de “ida y vuelta”. “El tema intercultural no solo debe estar puesto en el papel”, dice Tarcila Rivera de Chirapaq, “no lo estamos entendiendo: se interpreta que la interculturalidad es solo para nosotras las indígenas cuando debe ser entendida por ambas partes”. Si las parteras tradicionales tienen que aprender de algunas prácticas de la medicina occidental, del mismo modo esta disciplina tendría que acoger, respetar y sumar recursos de la partería.
Un camino distinto
Ruro Caituiro se decepcionó de la obstetricia mientras estudiaba el segundo semestre de la carrera. Recuerda que en ese entonces, visitaba un hospital en el que veía cómo cortaban a las parturientas sin su consentimiento y sin anestesia, cómo las echaban a pesar de que sus protestas y quejidos, dice que vio mucha sangre y dolor. Entonces ella era una veinteañera, de eso ya pasaron más de dos décadas.
―La violencia obstétrica era terrible. Una vez una enfermera le mostró a una madre su bebé recién nacido, el niñito tenía labio leporino “mira, tu hijo te ha venido con regalo” le dijo. Todas esas cosas a mí me mataban ―cuenta Ruro desde Cusco, su ciudad.
Por eso dejó los estudios luego de un tiempo, pero regresó decidida a emplear su paso por la universidad de una forma distinta. Al salir comenzó a estudiar por su cuenta sobre el parto vertical y el parto bajo el agua. Pagaba cientos de dólares por esos cursos que dictaban especialistas extranjeras. Un día, se dio cuenta de que muchos de esos conocimientos provenían de las prácticas de las parteras tradicionales. Entonces fue en su búsqueda.
En 2014 Ruro abrió su casa de nacimiento, ahí en Cusco. Un lugar en donde los embarazos y los partos combinan algunos conocimientos de la obstetricia (ecografías, exámenes clínicos) con sus conocimientos de la medicina tradicional (rituales, curandería, parto vertical). Ruro pertenece a una nueva estirpe de parteras, un oficio híbrido que poco a poco va ganando más adeptas.
Durante la cuarentena Ruro ha atendido a mujeres no solo de Perú, sino de otros países del mundo:
―He trabajado mucho toda la cuarentena. Han habido muchos partos. Todo súper bien, las mujeres trabajaban muy bien.
Todos fueron partos atendidos por videollamada. Algo que Ruro ya practicaba antes de la pandemia. Con el COVID-19 esa modalidad solo se ha extendido mucho más.
Así como Ruro, hay otras mujeres que han hecho este “aprendizaje inverso”: de la obstetricia hacia la partería tradicional. En algún punto de sus vidas comprendieron que la gran variedad de plantas y alimentos y prácticas ancestrales para cuidar y tratar el cuerpo humano no deberían de desperdiciarse ni perderse en el olvido. Mucho menos ser menospreciadas bajo la hegemonía de una disciplina, en este caso la medicina occidental. Al respecto Angela Broker, doctora fundadora de la casa de nacimiento Pakarii dice: “Vivimos en una sociedad donde le creemos siempre a los médicos. Son personas y seguro tratan de hacer su mejor esfuerzo, pero no necesariamente lo que proponen es lo mejor”.
En Lambayeque, la partera y obstetra Mónica Salazar también tiene una casa de nacimiento. Así como su colega cusqueña, ella también se desilusionó de la obstetricia durante la época de sus estudios universitarios. Luego viajó a Suiza y por allá ejerció la partería y también aprendió otras técnicas.
Dice que durante la cuarentena, bajó el ritmo de su trabajo. Muchas mujeres la buscaron en el momento de sus partos, pero ella no pudo atenderlas: “yo debo acompañarlas durante todo el embarazo para también asistirlas en el parto”.
Salazar trabaja junto a otras colegas para encontrar a las parteras de la región y así preservar sus conocimientos. El 2019 lograron un encuentro en el cual las asistentes, parteras de distintas ciudades de Perú, compartieron sus experiencias e historias. Hubo muchas que llevaron sus mantas repletas de hierbas curativas. “Uno de esos días una de las parteras me dijo ‘nosotras ya te enseñamos lo que hacemos, ahora tú enséñanos lo que haces’”, cuenta Mónica Salazar a través de la línea telefónica, “pero ¿qué les voy a enseñar yo? ¿qué podrían aprender de mí? Me quedé perpleja, las sabias son ellas”.
*Por su seguridad, las parteras que dan testimonios en este reportaje prefieren mantener sus apellidos y ubicación exacta en reserva.