Hace más de cinco años, el movimiento “Son niñas, no madres” llevó ante el Comité de Derechos Humanos y el Comité de Derechos del Niño de las Naciones Unidas los casos de cinco niñas latinoamericanas obligadas a continuar embarazos resultado de violaciones sexuales. Fátima, de Guatemala; Norma, de Ecuador; Lucía y Susana, de Nicaragua; y Camila, de Perú, enfrentaron no solo el estigma social, sino también el maltrato en los servicios de salud y la ausencia de justicia en sus países de origen.
Estas historias no son casos aislados, sino reflejo de una alarmante realidad regional. América Latina y el Caribe es la segunda región del mundo, después de África Subsahariana, con las tasas más altas de niñas menores de 15 años obligadas a convertirse en madres. Se estima que 2 de cada 100 mujeres dieron a luz antes de esa edad, un hecho que les roba la posibilidad de decidir sobre su futuro. Forzar a una niña a la maternidad no sólo pone en riesgo su vida, con una probabilidad de mortalidad cuatro veces mayor que en una mujer adulta, sino que también afecta profundamente su salud mental y perpetúa un ciclo de pobreza. Estas niñas, forzadas a abandonar sus estudios para dedicarse al cuidado de un bebé no deseado, enfrentan cada día el recordatorio de la violencia que sufrieron, atrapadas en una vida que no eligieron.
Diversas organizaciones, entre ellas el Centro de Derechos Reproductivos, Planned Parenthood Global, Mujeres Transformando el Mundo (MTM), el Observatorio en Salud Sexual y Reproductiva de Guatemala, Surkuna y el Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Sexuales y Reproductivos (Promsex), lideran la lucha por justicia y reparación para Fátima, Norma, Lucía, Susana y Camila. En 2019, presentaron demandas individuales contra Guatemala, Ecuador y Nicaragua, y en 2020 añadieron el caso de Camila ante el Comité de Derechos del Niño, el único hasta ahora con un dictamen oficial. Se espera que los fallos pendientes en los próximos meses definan el futuro de estos casos.
Estas organizaciones no solo buscan justicia para estas niñas, sino también visibilizar las graves violaciones de derechos humanos que sufren miles de menores, especialmente las sobrevivientes de violencia sexual. Pretenden establecer un precedente que impulse a los países a garantizar el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo. En naciones como Nicaragua, El Salvador, Haití, República Dominicana, Surinam y Honduras, el aborto está completamente prohibido. En contraste, en Perú, Guatemala y Ecuador, donde la ley permite el aborto en casos específicos para proteger la salud y la vida de la gestante, las barreras burocráticas y sociales siguen restringiendo su acceso, dejando a muchas niñas sin opciones ni apoyo.
“Con nuestra estrategia de litigio internacional queremos exponer que esta grave violación a sus derechos tiene que ver con la falta de acceso a servicios de salud sexual y reproductiva, que incluye por supuesto el aborto, la falta de educación sexual integral, y de provisión de anticoncepción oral de emergencia”, explica Carmen Cecilia Martínez, directora asociada de Estrategias Legales del Centro de Derechos Reproductivos.
La salud y los proyectos de vida de Fátima, Norma, Lucía, Susana y Camila quedaron marcados por el maltrato, la indiferencia, el estigma social y la ausencia de justicia en sus países. De los cinco agresores responsables de destruir sus infancias, solo uno recibió una condena de cadena perpetua; otro murió en libertad, mientras que los tres restantes continúan impunes. A continuación, presentamos sus historias y la situación actual de cada caso, como un reflejo de la deuda pendiente con estas niñas y con miles más en la región.
Guatemala: Fátima
Fátima creció en una comunidad rural de Guatemala junto a sus cinco hermanos y no tuvo oportunidad de terminar la escuela. Su madre, que se hizo cargo sola de la familia, trabajaba arduamente para mantener el hogar, mientras Fátima pasaba sus días en una guardería pública, donde recibía alimentos, apoyo escolar y un espacio para hacer sus tareas. Fue allí donde conoció al director del centro, un profesor universitario que, con gestos aparentemente desinteresados como regalarle libros, ropa y zapatos, se ganó su confianza y la de su madre. Por su título profesional, Fátima lo llamaba con afecto “papá lic”, creyendo haber encontrado en él una figura paterna.
En 2009, cuando Fátima tenía 12 años, el profesor convenció a su mamá para que la pequeña lo acompañara a un evento educativo en la capital. Pero todo fue un engaño: en la noche entró a su habitación y abusó sexualmente de ella. Fátima no contó lo que le había sucedido y varias semanas después empezó a sentir malestares y a ver que su barriga crecía sin entender por qué. Fátima nunca recibió clases de educación sexual integral en la escuela a pesar de que son importantes para que las niñas, niños y adolescentes aprendan sobre la importancia del cuidado de su cuerpo, tomen decisiones informadas sobre su sexualidad e identifiquen y denuncien situaciones de abusos.
“Tenemos la expectativa de que a nivel de Latinoamérica se ponga en la palestra la importancia de la educación sexual integral, que tengamos herramientas para protegernos, mencionar lo que está pasando y que haya mecanismos de respuesta inmediata para prevenir la violencia sexual que ha ido en aumento en los últimos cinco años. En Guatemala, más de 1,500 niñas violentadas sexualmente se convierten en madres cada año”, cuenta Paula Barrios, abogada y coordinadora general de Mujeres Transformando el Mundo, la organización que apoya legalmente a Fátima.
Ante la persistencia de los malestares, la madre de Fátima decidió llevarla al médico, donde ambas se enfrentaron a una dura realidad: la niña tenía cuatro meses de embarazo. Aterrada y vulnerable, Fátima no pudo relatar lo ocurrido hasta una segunda consulta médica, en la que finalmente reveló el abuso. Su madre presentó una denuncia contra el director de la guardería, y en 2010 un juez emitió una orden de captura. Sin embargo, hasta el día de hoy, el agresor sigue en libertad. Incluso cuando la familia proporcionó información concreta sobre su paradero, las autoridades no actuaron para detenerlo, perpetuando la impunidad.
La violación y el embarazo dejaron una profunda huella en la salud mental de Fátima, llevándola a experimentar pensamientos suicidas. A pesar de su corta edad y su estado vulnerable, no se le informó que en Guatemala existe la posibilidad de interrumpir un embarazo si la vida de la mujer está en peligro. “El aborto terapéutico es el único permitido en el Código Penal, pero tiene una redacción confusa y es complicado el acceso al procedimiento. Dos profesionales de la medicina deben garantizar que la vida de la madre está en riesgo, y que la intervención médica no pretende en ningún momento lastimar o acabar con la vida del feto o embrión”, explica Paula Barrios.
Durante sus atenciones médicas, Fátima enfrentó violencia obstétrica que agravó aún más su sufrimiento. El personal de salud la humilló, reprochándole que era “buena para abrir las piernas”. Tras dar a luz por cesárea, un procedimiento complicado en el que casi pierde la vida debido a problemas de presión arterial, fue obligada a sostener y amamantar al bebé, un acto que le causó un profundo dolor emocional.
A pesar de todo, Fátima intentó reconstruir su vida y retomó sus estudios en Guatemala. Sin embargo, al intentar inscribirse en un instituto público, le negaron el acceso argumentando que no podía ser admitida por tener un hijo y no estar casada. Si ahora es profesora, no es gracias al Estado, sino a una beca que le otorgó el Proyecto Miriam, una organización que ayuda a niñas y adolescentes sobrevivientes de violencia a continuar con sus estudios.
“Fátima ejerce su profesión y ha podido construir una familia, tener un proyecto de vida, pero no es la realidad de todas las niñas. Una de las medidas de reparación que queremos son las garantías de no repetición para que otras niñas no tengan que pasar por estos hechos y, si los enfrenta, que el Estado pueda proveer mecanismos para garantizar la resiliencia y la restitución de sus derechos”, dice Barrios.
Ecuador: Norma
Las probabilidades que tenía Norma de ser abusada sexualmente eran altas. Vivía con un agresor, pero las autoridades ecuatorianas no la protegieron. Cuando tenía 5 años, su padre golpeó a su mamá hasta casi matarla, lo que hizo que huyera de casa con sus demás hijos y dejó a Norma con el abusador.
Un día, el papá de Norma violó a una de sus sobrinas de 12 años, pero el delito quedó impune y no fue encarcelado. Desde entonces, Norma vivió en varios hogares: la cuidó una prima, luego una amiga de la familia hasta que finalmente se mudó con su mamá. Su nuevo hogar, sin embargo, era inseguro, porque su padrastro violó y embarazó a la mayor y a la menor de sus hermanas. Al advertir el peligro a la que estaba expuesta, uno de sus hermanos mandó a vivir a Norma con sus abuelos.
Durante cinco años, la pequeña se sintió segura: iba a la escuela, jugaba con sus compañeros y no tenía ninguna preocupación, hasta que en 2011 falleció su abuela y regresó a vivir con su papá. Desde entonces, Norma sufrió reiterados abusos sexuales y como consecuencia quedó embarazada en 2013 cuando tenía 13 años. Para que nadie se enterara de su delito, el papá de Norma dejó de enviarla a la escuela y ningún profesor preguntó por ella ni reportó la deserción escolar.
El cuerpo de Norma empezó a cambiar, pero ella no sabía lo que le sucedía porque nunca recibió educación sexual integral. Se enteró que esperaba un bebé a los siete meses de gestación cuando una de sus hermanas la llevó al médico porque le dolía la barriga. Cuando ocurrió este delito, en Ecuador ya estaba permitido el aborto terapéutico, para proteger la salud y vida de las gestantes, pero se le negó este derecho y fue forzada a llevar un embarazo de alto riesgo.
Además del aborto terapéutico, desde el 2022 está despenalizado el aborto por la causal violación en Ecuador, pero aún hay trabas para que las niñas, adolescentes y mujeres accedan al procedimiento. En 2023, por ejemplo, sólo se practicaron 80 abortos, a pesar de que ese año más de 1,600 niñas menores de 14 años fueron madres.
“Los médicos suelen decir que han atendido a varias niñas embarazadas, como si fuera algo normal, y se niegan a realizar un aborto terapéutico o por la causal violación. Los precedentes más importantes de este litigio apuntan a desnaturalizar la violencia sexual contra las niñas y adolescentes, y sobre todo la maternidad en edades tempranas”, dice Mayra Tirira, abogada y coordinadora de Acciones Legales Estratégicas de Surkuna, la organización que impulsa el litigio de Norma.
Norma dio a luz por cesárea y el personal de salud la obligó a lactar, a pesar de que no quería ver al bebé porque le causaba sufrimiento. Quería darlo en adopción, pero tampoco recibió información sobre ese proceso. Después del parto, Norma no terminó la secundaria por falta de apoyo para cuidar a su hijo. Se dedicó a trabajar y ahora con 24 años formó una familia con la que vive en una zona rural de Ecuador.
Varios años después, el papá de Norma falleció sin haber sido juzgado por sus delitos. Pero este no es el único caso. En Ecuador se presentan unas 3,200 denuncias por violencia sexual cada año, pero sólo se resuelve un caso de cada diez.
Nicaragua: Lucía y Susana
A Lucía le gustaba cantar y solía asistir a los ensayos del coro juvenil de la parroquia de su barrio. En 2013, cuando tenía 13 años, el director del coro, un sacerdote, empezó a acosarla con llamadas telefónicas y mensajes de texto. Aunque las comunicaciones eran incómodas para ella, Lucía no estaba asustada porque confiaba en él. Luego de un ensayo, el cura la invitó con engaños a una de las habitaciones de la iglesia y la violó. Los abusos continuaron durante un año y cada vez que ocurrían su abusador le daba una pastilla anticonceptiva de emergencia que Lucía tomaba sin saber qué era.
Un día, Lucía sintió un fuerte dolor en el estómago, su mamá la llevó al médico y se enteraron de que estaba embarazada. La niña no quería tener al bebé, pero no pudo interrumpir su embarazo porque en Nicaragua el aborto está penalizado en todos los casos. El nuevo Código Penal, que entró en vigencia en 2008, derogó todas las excepciones que existían para practicar un aborto, como en situaciones en la que está en riesgo la salud o la vida de las mujeres, y en algunos casos de violación.
“Negar el acceso a servicios de aborto legales y seguros puede causar demoras en la aplicación de tratamientos, lo que supone una amenaza para la salud y la vida de mujeres y niñas nicaragüenses. La penalización del aborto acarrea dolor físico, temor, depresión y estigma. En muchos casos, el sufrimiento puede llevar a la muerte o al suicidio”, destaca Amnistía Internacional en una de sus publicaciones.
Lucía enfrentó un profundo estigma en su comunidad y en la escuela, donde la llamaban despectivamente “la querida del cura” o “la mujer del padre”. Estos insultos y el constante maltrato la llevaron a abandonar sus estudios. El Estado nicaragüense le dio la espalda: no recibió ningún tipo de apoyo, y aunque su madre presentó una denuncia contra el sacerdote y existía una orden de detención en su contra, el agresor nunca fue llevado a prisión. Además de ser forzada a la maternidad, Lucía quedó con secuelas físicas debido a un procedimiento deficiente durante el parto, lo que añadió más sufrimiento a su situación.
El caso de Susana ocurrió también en Nicaragua y fue llevado al Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Cuando tenía 7 años, su abuelo la llevó al campo con el pretexto de que lo ayudara con algunas tareas y abusó sexualmente de ella. Susana se desmayó y al despertar fue amenazada con un machete para que no contara lo sucedido. Las violaciones continuaron durante seis años. En 2014, cuando tenía 13 años, su abuela notó cambios en su cuerpo y con engaños la llevó al médico, quien confirmó su embarazo.
Susana y su abuela buscaron refugio en un albergue para mujeres maltratadas, aterrorizadas por las amenazas del agresor, quien pertenecía a una organización criminal. Ambas temían por sus vidas. Durante el embarazo, Susana no recibió ningún tipo de atención médica, y al momento de dar a luz, fue víctima de violencia obstétrica, lo que agravó su ya vulnerable situación.
La abuela de Susana intentó denunciar al agresor en cinco ocasiones, pero las comisarías a las que acudió rechazaron las denuncias sin brindar apoyo. Cuando finalmente Susana logró interponer una denuncia penal, el caso permaneció estancado por cuatro años sin avances significativos. Actualmente, su abuelo sigue en libertad; las autoridades justificaron su inacción argumentando que no podían arrestarlo porque vivía en una zona controlada por grupos armados, perpetuando así la impunidad y el riesgo para Susana y su familia.
Perú: Camila
En junio de 2023, el Comité de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas responsabilizó al Estado peruano de vulnerar los derechos de Camila, una niña indígena víctima de abuso sexual, al impedirle acceder a un aborto terapéutico en 2017, pese a que este procedimiento es legal desde hace cien años en Perú. En su dictamen, el Comité estableció 10 recomendaciones para reparar a Camila, pero luego de un año y medio, sólo cumplió una: publicar el dictamen en castellano y en quechua, el idioma natal de Camila.
Camila creció en Huanipaca, una zona rural de Apurímac, y desde los 9 años fue víctima de violación por parte de su padre. A los 13 años, cuando quedó embarazada, uno de sus familiares la llevó al hospital de Abancay y, a pesar de que no quería tener al bebé y el riesgo al que estaba expuesta por su corta edad, los médicos no le dieron información para acceder al aborto terapéutico.
Durante las investigaciones por las violaciones de las que fue víctima, la fiscal ordenó que tanto Camila como su padre declaren conjuntamente sin ningún tipo de medidas para proteger a la niña. En el proceso, Camila tuvo una pérdida espontánea y fue denunciada por el delito de autoaborto por la misma fiscal que llevaba su caso. Las únicas pruebas de la funcionaria eran las reiteradas declaraciones de Camila en las que decía que no quería continuar con el embarazo. La investigación por autoaborto se archivó y su agresor fue condenado a cadena perpetua.
De acuerdo con el Comité de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas, el Estado peruano tiene que brindarle una indemnización económica a Camila para reparar los daños, entregarle una beca integral de estudios, facilitarle el acceso gratuito a los servicios de salud mental, entre otras medidas. Pero todavía no las cumple.
“Después del dictamen, la Procuraduría Pública Especializada Supranacional debió elaborar un informe en el que determina qué instituciones del Estado van a implementar cada una de las recomendaciones, pero hasta el momento no se nos ha informado oficialmente de esto”, cuenta Edith Arenaza, asesora de Litigio Estratégico de Promsex, la organización que apoya legalmente a Camila en Perú.
Arenaza explica también que el único camino que tiene Camila para recomponer su vida es a través de los estudios. Sin embargo, cada año que pasa, es un año frustrado para ella: se siente estancada, porque el Estado no cumple con las recomendaciones
“La demora impacta en su revictimización, porque siente que el círculo no se cierra y no hay una justicia real. No existe preocupación por parte del Estado para recomponer la vida de Camila”, añade la abogada.
Camila, ahora de veinte años, quiere estudiar la carrera de enfermería para ayudar a otras niñas en su misma situación y para brindarles información sobre sus derechos sexuales y reproductivos. Mientras espera una respuesta del Estado peruano, trabaja esporádicamente en una chacra para subsistir.
La atención psicológica con enfoque de género, que aún no recibe Camila, es también uno de los pilares para su reparación, más aún cuando carece de un círculo familiar de apoyo: su mamá falleció durante la pandemia y su familia paterna la rechaza y la juzga porque su papá está preso.
Como el Estado tampoco se ha pronunciado sobre la reparación económica, Promsex presentó un peritaje, elaborado por expertos, que calcula el daño ocasionado por parte del Estado al proyecto de vida de Camila y donde se determina el monto de la reparación. Pero tampoco ha tenido respuesta del Estado ni de las recomendaciones que dieron para actualizar la guía de aborto terapéutico en el Perú, otras de las acciones que debe cumplir, según el Comité de los Derechos del Niño.
“Enviamos una propuesta para que se modifique la guía de aborto terapéutico, se incluya el enfoque de niñez y se analice el riesgo que tienen las niñas por su edad ante la continuidad de un embarazo. Sin embargo, no hemos recibido ninguna respuesta sobre cómo se vienen implementando estos insumos”, dice Arenaza.
Estos casos representan una batalla crucial contra el gigante de la impunidad y la ola antiderechos que amenaza con perpetuar la injusticia hacia las niñas en América Latina. Las próximas decisiones del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas sobre los casos de Fátima, Norma, Lucía y Susana trazarán el camino hacia un futuro donde las niñas sean protegidas de la violencia y respetadas en su dignidad y derechos. Nos mantendremos vigilantes para que estas niñas alcancen la justicia que merecen, una justicia que desafíe estructuras opresivas y reivindique el derecho a una infancia libre de violencia.