Los Estados miembros de la Unión Europea tenían previsto votar en Bruselas el 13 de octubre sobre la prórroga del glifosato, pero no lograron ponerse de acuerdo. Tampoco lo han conseguido en otra votación en noviembre, de manera que la Comisión Europea ha optado por renovar los permisos de uso del herbicida durante 10 años más.
En un contexto de controversia científica sobre los efectos para la salud de la molécula, los grupos de presión siguen teniendo peso. en las instituciones europeas
En 2017, ya se prorrogó el glisofosfato por cinco años. ¿Qué ha cambiado desde entonces? El verdadero cambio es el grado de cobertura mediática y de concienciación pública sobre sus efectos. Como resultado, hemos visto un cambio en las posiciones oficiales y una creciente concienciación por parte de los gobiernos, como muestran las reservas expresadas por Francia y por Alemania sobre el tema.
La raíz del problema es que los Estados miembros carecen actualmente de una estrategia de salida del glifosato para los agricultores. No se ha hecho nada para apoyar el cambio en el sector.
En 2017, la batalla por la opinión pública estuvo principalmente liderada por las ONG. En 2023, muchos ciudadanos también han hecho suya la causa. Pero sigue habiendo una gran resistencia económica: el glifosato es la piedra angular de todo un sistema agroquímico del que depende el modelo agrícola dominante. Avanzar hacia un mundo sin glifosato supondría replantear la estructura de la industria agroalimentaria.
El glifosato no solo provoca cáncer
Otro cambio desde 2017 es que las críticas de los científicos en la esfera pública abarcan todos los posibles efectos del glifosato en el organismo. Durante mucho tiempo, el debate científico sobre el glifosato se centró únicamente en sus posibles efectos cancerígenos, como lo demuestra el caso Dewayne Johnson, que causó conmoción en Estados Unidos en 2018 y condujo a la condena de Monsanto y a la publicación en línea de los Monsanto Papers, que permiten conocer los métodos utilizados por la empresa para confundir el debate científico.
Hoy en día, el debate es mucho más amplio. Atiende, entre otras cosas, a los efectos neurológicos de la molécula. Así lo demuestra también la reciente cobertura mediática de una sentencia judicial que sugiere un vínculo entre la exposición al herbicida durante el embarazo y la aparición de malformaciones graves en niños.
Parecidos con el caso del amianto
Se puede establecer un cierto paralelismo con otras controversias científicas en las que la ciencia va en contra de los intereses de la industria, como ocurre el amianto. Pasaron varios años entre el momento en que se estableció un consenso científico, cuando las autoridades públicas tomaron conciencia del problema y abandonaron el uso del amianto en la construcción, y el lanzamiento de los planes para eliminarlo.
El factor común de estas polémicas suele ser la pretensión de las industrias o los grupos de interés de hablar en nombre de la ciencia. Esta cuestión está muy presente también en el caso del glifosato: sólo una institución internacional, el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (CIIC), que depende de la ONU, ha emitido una declaración contra la molécula, clasificándola como “probable carcinógeno”.
Pero se trata de una agencia que tiene en cuenta la literatura científica no financiada por la industria, mientras que otras agencias, como las de la UE, tienen en cuenta también las publicaciones producidas por la industria o sus aliados, con documentos a veces firmados por científicos pero escritos por expertos de las empresas.
Resulta interesante analizar el clamor contra el glifosato a través del prisma de lo que los investigadores Aaron McCright y Riley Dunlap denominan movimientos antirreflexivos. No se trata sólo de desdibujar el estado del consenso científico a los ojos de los responsables políticos, sino más ampliamente de privar a la sociedad de las formidables herramientas de reflexión que ofrece la ciencia.
Interés en mantener el glifosato en el mercado
En 2017, los Estados miembros de la UE acordaron una prórroga de cinco años. En el período previo a esta decisión, la industria formó un grupo de trabajo sobre el glifosato, que más tarde se convirtió en el grupo de renovación del glifosato. La financiación de este grupo de presión es bastante transparente e incluye a fabricantes de pesticidas que tienen interés en mantener el glifosato en el mercado. La lista de financiadores incluye a Bayer y Syngenta, así como a Albaugh Europe, Barclay Chemicals, Ciech Sarzyna, Industrias Afrasa, Nufarm y Sinon Corporation.
Estas empresas han reunido los estudios que apoyan su postura, así como las revisiones bibliográficas que, en su opinión, demuestran que el producto es inocuo. Y han solicitado oficialmente la renovación del producto.
El procedimiento clásico en estos casos es pedir a un Estado miembro que lea y resuma estos estudios de impacto. En este caso, dada la dificultad del tema, esta tarea se encomendó en mayo de 2019 a cuatro Estados miembros diferentes (Francia, Hungría, Países Bajos y Suecia). Esta agrupación llamada grupo de evaluación del glifosato sólo excluyó dos estudios presentados por la industria y elaboró un informe de síntesis que retomaba las consignas de la industria abogando por restricciones sólo para ciertos usos del glifosato.
El informe se presentó, de acuerdo con el procedimiento, a dos agencias reguladoras europeas: la Agencia Europea de Sustancias y Preparados Químicos (ECHA) y la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), que consideraron que no había obstáculos para una renovación. En septiembre de 2023, la Comisión propuso una primera propuesta de texto para renovar el producto.
El principal problema es que la ECHA trabaja principalmente sobre la base de los datos presentados por la industria. Este modo de funcionamiento está vinculado al reglamento europeo REACH, que ha externalizado la carga de la prueba de la seguridad de los productos a la industria. En su momento, se consideró un progreso pedir a los fabricantes que demostraran que sus productos no eran peligrosos. Pero no se previó suficientemente que estas agencias tendrían que tener su propia capacidad de investigación sobre temas como el glifosato y no limitarse a releer los documentos presentados por la industria.
Tener asesores científicos no es suficiente
Existe una ambivalencia fundamental hasta en el organigrama de estas agencias: la ECHA, por ejemplo, se creó con la Dirección General de Empresa y la Dirección General de Medio Ambiente como sus dos órganos supervisores, por lo que tuvo que conciliar las cuestiones económicas con los conocimientos científicos.
Las cosas están cambiando poco a poco, pero agencias como la AESA siguen otorgando un papel central a grupos de expertos cuyos vínculos con la industria se restringen constantemente. Hay que replantearse el funcionamiento de las instituciones europeas para que los científicos tengan una voz estructural, y no sólo mediante el nombramiento de un “asesor científico” por el presidente de la Comisión Europea.
Las agencias adscritas a la Comisión se concibieron inicialmente para regular a mínimos la circulación de mercancías en un mercado común. Pedirles que revisen el funcionamiento de un sector agroindustrial queda absolutamente fuera de sus competencias.
Cambiar las cosas exigiría complejas reformas de las instituciones europeas, pero no es seguro que el contexto político actual lo permita, con el telón de fondo del Brexit, las tensas relaciones con Hungría y el auge de los liberalismos.
Si sumamos todos estos elementos, no hace falta una teoría de la conspiración para explicar la llegada a la mesa de esta propuesta sobre el glifosato y la prevalencia de los lobbies en Bruselas. Todas las grandes empresas lo hacen: presentan sus posiciones industriales en nombre de la ciencia a través de un grupo de interés. Y el Grupo de Renovación del Glifosato es sólo una de las 1 200 asociaciones empresariales que operan en Bruselas.
Agencias que apoyan la comercialización de productos
En el aspecto institucional, estas agencias están haciendo precisamente lo que se les ha encomendado: apoyar la comercialización de productos garantizando que los fabricantes puedan rellenar expedientes que demuestren que su producto no es tan peligroso si se cumplen ciertas normas de exposición.
Esto no es ciencia. Es, en el mejor de los casos, ciencia reguladora. Los científicos no tienen acceso a los conjuntos de datos de todos estos estudios presentados por la industria (algunos de los cuales están protegidos por el secreto industrial). E incluso cuando Bayer anuncia que va a proporcionar total transparencia sobre las publicaciones que transmite o financia, no tenemos acceso a los conjuntos de datos en bruto, sino como mucho a los abstracts.
Aquí tenemos una ciencia que ve obstaculizados sus principios de libre comunicación de datos, y no podemos estar seguros de la replicabilidad de estos estudios: se trata de una distorsión de lo que es realmente la ciencia.
Las decisiones de la Unión Europea sobre cuestiones como el glifosato no siempre están “basadas en pruebas”. En este caso, entre la “ciencia reguladora” y la ciencia como tal existe un vacío, una laguna que a la industria le gusta ocupar y que las autoridades públicas se esfuerzan por tapar.
Sylvain Laurens Sociólogo, director de estudios de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (EHESS) e investigador del Centro Maurice Halbwach.
Este artículo fue originalmente publicado en The Conversation bajo la licencia Creative Commons.