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Foto: Omar Lucas
Cuerpos rotos, vidas por reparar

El padre que vivirá con una bala
por el resto de su vida

[Alexander Salas Condori, 28 años]

Una bala acaba de traspasarle el pecho a un muchacho. Es el domingo 15 de noviembre, en el cruce de los jirones Cusco y Lampa, en las vías del Metropolitano, y a Alexander Salas Condori el pecho le arde. La indignación de saber que dos jóvenes murieron la noche anterior lo ha lanzado a las calles junto a unos amigos del trabajo. Pero ahora que empieza a brotarle sangre desde un agujero por debajo de la tetilla derecha la ira se ha convertido en miedo. Miedo por ser el tercero de una lista mortal, pero miedo sobre todo por no volver a ver a Said, su único hijo de tan solo tres años.

En este punto de la marcha, justo frente a un supermercado, un grupo de policías vestidos de civiles sacó sus armas de repente y comenzó a disparar al aire. La multitud se desintegró y se echó a correr. Y fue en pleno trote, huyendo de las ráfagas, que una bala alcanzó a Alexander. Pero él siguió corriendo. Unos diez metros más, con la mano conteniendo la sangre caliente, hasta que unos brigadistas lo atendieron. Antes de subir a la ambulancia que lo conduciría al Hospital Dos de Mayo tuvo fuerzas para decir su nombre y luego se desvaneció.

Cuando despertó tenía un tubo incrustado en las costillas y una cicatriz enorme del tamaño de una regla en el vientre. Durante cuatro horas los médicos intentaron extraerle la bala que se había alojado entre el hígado y el riñón, pero fue inútil. “Me han dicho que si me la sacan me puedo desangrar y quedar allí”, dice Alexander tres semanas después, en pijama y tumbado en su cama, en la Agrupación Familiar 31 de marzo, en San Juan de Lurigancho. Una casa que no figura en los GPS, en la cima de un cerro donde los gallos cantan durante todo el día. Aquí lo cuidan desde que le dieron de alta el dos de diciembre sus dos hermanas y su madre, quien se vino desde el Cusco, donde nació toda la familia.

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La madre y las hermanas de Alexander Salas están al pendiente de la evolución de su salud en su casa de San Juan de Lurigancho.
Foto: Omar Lucas

A Said, su hijo, lo ha visto por videollamada. Agradece que solo tenga tres años y baste con decirle que su papito está enfermo. Pero le preocupa no tener cómo mantenerlo. No sabe cuándo podrá volver a vender ropa en Gamarra, que es como se ha ganado la vida en los últimos años. Ni siquiera sabe cuándo podrá correr junto a él y menos cuándo tendrá las energías para enseñarle a jugar fútbol.

Algún día tendrá que quitarse el polo frente a Said para mostrarle las cuatro cicatrices que lo acompañarán a partir de ahora: el orificio por donde entró la bala, los otros dos agujeros por donde le colocaron el tubo que durante dos semanas le drenó la sangre de los pulmones y la sutura mal hecha, como si de un saco se tratase, desde el ombligo hasta la mitad del tronco. Algún día tendrá que decirle, aunque le cueste, que su padre vivirá con una bala por el resto de su vida. Que un día salió a marchar y, entonces, todo cambió para siempre.

Coordinación y edición general: Fabiola Torres / Texto: Miriam Romainville / Fotografías: Omar Lucas / Edición de videos: Jason Martínez


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