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Foto: Liz Tasa
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El duelo de Morayma

Para miles de peruanos, la noche en la que Jack Pintado murió, la lucha contra el autoritarismo ganó un héroe, pero para Morayma Sandoval fue la fecha en la que perdió a su nieto, su cómplice y protector.

A veces, cuando Morayma Sandoval piensa en el día en que falleció su nieto, siente tanto dolor que parece que solo hubieran pasado unas cuantas semanas. Incluso unas horas. En otros momentos, por el contrario, diría que ese 14 de noviembre de 2020 nunca sucedió. Bloquea inconscientemente esa fecha y siente que Jack —como ella siempre lo llamó— solo está de viaje, que pronto lo verá entrar de nuevo por la puerta de su casa. A un año de su pérdida, ella sigue oscilando entre ambas sensaciones.

Una psicóloga del Seguro Integral de Salud le ha dicho que si ya han transcurrido doce meses y ella aún no supera la muerte de su ser querido, significa que su duelo se ha convertido en una enfermedad. También le ha recomendado que trate de estar tranquila y que evite el llanto. Morayma no lo comprende. ¿Cómo puede ser “anormal” seguir sintiéndose desolada y ganas de llorar por haber perdido al niño que ella decidió criar y amar como si fuera su hijo?

—Yo me quedé callada. Qué iba a decir. Lo siento mucho, pero no puedo evitarlo —cuenta.

En realidad, no existe un plazo que marque por cuánto tiempo está permitido sentir desasosiego ante la ausencia de una persona. El duelo no viene con una fecha de vencimiento. Un día, Morayma siente que puede convivir con la muerte de su nieto, y al otro, se derrumba por completo al ver algo que le recuerde a él.

Ocurre que algunos días, cuando ella está ordenando la casa, Jack acude a su llamado.

Antes, cuando Morayma sentía dolores en las piernas o en la espalda —sus achaques, como ella los llama— por levantar un mueble al barrer, o por agacharse para recoger un objeto, era su nieto quien le hacía masajes hasta que se le pasaran. Cuando se quedaba por mucho tiempo sentada viendo televisión y le costaba levantarse del sofá de la sala, era él también quien corría en su auxilio y la sujetaba cuidadosamente para alzarla. Ahora, cuando le vuelven esas súbitas punzadas o no puede pararse, llama a Jack. “Hijito, cúrame”, susurra al aire. Pronto el dolor se esfuma, el mueble ya no le pesa tanto y sus piernas recobran la fuerza para ponerse en pie.

—No sé si solo es creencia, fe, no sé. Pero yo le pido a mi Jack y me mejoro —cuenta Morayma—. Me hace caso.

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Morayma guardará los murales de papel que realizaron amigos de su nieto.
Foto: Liz Tasa

Pero otros días, la ausencia del nieto la golpea de manera repentina. Al abrir los ojos por las mañanas, en esos primeros segundos en los que uno está recuperando la consciencia, Morayma mira el espacio donde solía estar la cama de Jack en el cuarto que compartían. Ese vacío es una brusca constatación diaria de la muerte de su nieto. Ahora trata de dormir con el cuerpo hacia otro lado. Hasta ha cambiado de posición los muebles con tal de evitar que sus ojos vayan a ese rincón, pero no siempre lo logra.

Morayma también lo recuerda al realizar las tareas domésticas. Abuela y nieto hacían todo juntos. Limpiaban, lavaban, ella cocinaba, él se encargaba de los platos. Luego se iban a descansar.

—Le rascaba la espaldita, la cabecita, eso le gustaba. Algunas veces me echaba con él para hacerle dormir —recuerda—. Para mí, no era un joven de 22 años sino un niño de 12.

A Morayma también le gustaba consentirlo con sus comidas favoritas: bistec de res, saltado de pollo, lomo saltado, caigua rellena y ceviche. El 14 de noviembre del año pasado, Jack almorzó el lomo saltado que le había preparado su abuela, antes de ir a la marcha. Morayma no ha vuelto a comer ni a cocinar ese plato desde entonces. No puede ni ver los ingredientes porque comienza a llorar.

Morayma se enteró de que Óscar, el penúltimo de sus siete hijos, iba a ser papá, cuando su enamorada Rubiela ya tenía cinco meses de embarazo. Ambos eran menores de edad y ella aún no acababa el colegio. A Morayma la noticia la tomó de improviso, pero no tuvo dudas de que debía apoyarlos. Sabía bien las dificultades que significaba convertirse en madre tan joven: ella había tenido a su primogénita a los 15 años. Así que acogió a Rubiela en su casa, como una hija más.

Jack nació cuatro meses después, una madrugada de septiembre, en el Hospital Regional de Iquitos. Óscar pudo ver al bebé solos unos minutos antes de ser retirado por uno de los médicos pues no era horario de visitas. Morayma, con amplia experiencia en estos casos, pudo quedarse más tiempo, ya que había llevado una mochila con mantitas, pañales y ropa para el bebé. Jack era su primer nieto varón.

Morayma, una mujer fuerte y bastante joven para ser abuela (tenía solo 46 años), se las ingenió para intercalar su trabajo con la crianza de su nieto. Por las mañanas, salía muy temprano al mercado de Belén a comprar frutas y abarrotes para abastecer la pequeña bodega que tenía en el jirón Putumayo, a unos 20 minutos del centro de Iquitos. Rubiela, como toda mamá primeriza, necesitaba ayuda, y Morayma estaba feliz de dársela. Durante el día, a veces llevaba en brazos al bebé mientras atendía en la bodega, le daba el biberón, le cambiaba los pañales. En las noches, también lo cuidaba, mientras su mamá asistía a clases nocturnas para terminar el colegio.

Óscar pronto partió a estudiar Zootecnia a Yurimaguas. Para entonces, la relación con Rubiela había terminado. Cuando Jack tenía un añito, Morayma también dejó Iquitos, luego de que su hija mayor se casara y la quisiera llevar con ella a Lima. Tenía mucha pena, pero sabía que el bebé debía quedarse con su mamá. Todos los meses, sin embargo, no dejaba de enviarle un sobre con plata para su nieto.

Morayma no pudo estar mucho tiempo alejada de Jack. Al año siguiente lo fue a visitar. Para su sorpresa, lo encontró viviendo en condiciones muy precarias. Su mamá había tenido otra hija y no tenía los recursos para poder mantener a ambos. Rubiela, con mucho pesar, aceptó que no podía continuar haciéndose cargo de Jack. “¿Quieres que me lo lleve?”, le preguntó directamente Morayma.

—Sí, señora —le dijo Rubiela con aflicción—. Quiero que se lo lleve porque no puedo cuidarlo.

Morayma recuerda ese día como una bendición. En ese momento, ella se volvió a convertir en madre. Jack tenía dos años. Era pequeño y flaquito, por lo que le comenzó a decir “enano” de cariño. Luego de una breve temporada viviendo con Óscar en Yurimaguas, se establecieron en Lima, en la casa de su hija mayor, donde se quedarían definitivamente.

Uno de los recuerdos más preciados que Morayma guarda de Jack es su primer día de clases de primaria en el colegio José Sabogal. Una de sus compañeras no quería entrar a clases. Tenía miedo, lloraba, quería irse con su mamá. Jack, al verla, se le acercó, la tomó de la mano y la hizo pasear por el patio mientras le conversaba. A las profesoras les pareció tan tierno el momento que les tomaron una foto. Cuando terminaron de dar una vuelta, la niñita ya estaba tranquila y entró al salón sin reparos. Esa escena, para Morayma, definía el gran corazón de su nieto.

Jack siempre fue un chico amiguero y entusiasta. No había actuación en la que no participara. Le gustaba bailar las danzas típicas y los ritmos modernos. Morayma siempre se encargaba de conseguir sus vestuarios. A veces, tenía que hacer trabajos extra, limpiando casas o lavando ropa. Si no alcanzaba, realizaba una colecta en casa. Todo valía la pena si era para apoyar a su nieto, para no quitarle la ilusión.

A los diez años, Morayma lo llevó a Iquitos de paseo. Aunque había nacido ahí, para Jack fue como ir por primera vez. Le fascinó nadar en los ríos, ver el Amazonas desde el mirador, sentir los climas extremos: mucho calor y mucha lluvia. Esa vez también conoció a su abuelo Óscar, esposo de Morayma. Este prometió regalarle el terreno que estaba al costado de su casa cuando fuera mayor. A Jack le gustó tanto la ciudad que volvió a ir con Morayma dos veces más.

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Morayma Sandoval había cuidado de Jack desde que era un niño de dos años. Aquí juntos en una actividad escolar.
Foto: Archivo familiar

La adolescencia suele ser una etapa complicada para los padres, pero con Jack no lo fue. Si en primaria se había abocado a las actuaciones escolares, en secundaria las reemplazó por diversas actividades: Boy Scouts, lucha libre, boxeo, gimnasio. Por esa época, su mamá se mudó a Trujillo con sus otros hijos. Jack los fue a visitar un par de veces, apoyado por Morayma. En total, tuvo cinco hermanos de madre.

Óscar, el papá de Jack, ya vivía con ellos en Lima, y compartía con su hijo su gusto por los videojuegos. Óscar recuerda las tardes en las que iban juntos a las cabinas de internet y se quedaban jugando algunas horas. En el colegio era muy querido.

—El día de su velorio estuvieron todos: los profesores, los amigos, las mamás de los amigos, todos vinieron —recuerda Morayma.

Jack comenzó a estudiar Derecho en la Universidad César Vallejo pero tuvo que abandonar las clases después del primer ciclo por motivos económicos. Había elegido esta profesión para defender a las personas de las injusticias, le había dicho a su abuela. Para Jack, no había trabajo que no quisiera realizar con tal de juntar dinero para retomar su carrera: ayudante de albañil, empaquetador, mozo, y hasta mecánico. Ser profesional era una de las promesas que le había hecho a su abuela.

En sus cumpleaños no quería celebraciones. Le pedía a su familia que, en vez de una fiesta, le regalasen una entrada para un concierto. Porque a Jack le encantaba la música: cumbia, hip hop, baladas románticas, reggaeton. El último año le había dicho a Morayma que quería aprender a cantar. Durante tres meses llevó clases con un amigo y luego practicaba en su cuarto improvisaciones de rap. “Mami, voy a ser cantante”, bromeaba.

Cuando se enganchaba con una canción, la repetía una y otra vez. Óscar comenta que una de las últimas que más escuchaba es ‘Los caminos de la vida’ de Vicentico. Aquella donde el cantante habla sobre el esfuerzo desmedido de una madre por sacar adelante a sus hijos. Y como el hijo responde a ese amor: “Por ella lucharé hasta que me muera / Y por ella no me quiero morir”, dice la letra.

Morayma no quiere que el recuerdo de Jack se convierta en una pieza en una sala de museo. “Ojalá que la gente nunca se olvide que ha muerto salvando a la patria, al país. Que los chicos se fueron así”, dice. Por eso le gusta que le cuenten que las personas pintan muros, hacen carteles, le dedican canciones. Que lo reconocen como héroe, pero que tras su muerte, siguen celebrando su vida. Eso la reconforta.

La noche del 14 de noviembre, Jack fue impactado por diez perdigones de plomo en su cabeza, cuello y tórax. Falleció por hemorragia interna y un corte en la aorta. Él se encontraba a metros de la barrera policial de la avenida Abancay. Un video lo muestra a las ocho de la noche, por el centro comercial El Hueco, con dirección a Nicolás de Piérola. Estaba ensangrentado, se tocaba el cuello y corría en busca de ayuda. Avanzó unos metros más antes de caer al suelo. Una brigada médica lo subió en una camilla y lo trató de reanimar. Era demasiado tarde. Al Hospital Almenara llegó sin vida. Meses después, las pericias balísticas confirmaron que las municiones coincidían con el tipo de arma que usó la Policía.

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Morayma Sandoval y su hijo Óscar Pintado esperan que el crimen de Jack no quede impune.
Foto: Liz Tasa

Ese día, a las nueve y media de la noche, la familia Pintado vio que las noticias reportaban un fallecido en la marcha contra Manuel Merino.

—Pobre familia, cómo estará sufriendo —le dijo Óscar a Morayma.

Ellos no sabían que Jack había ido a la manifestación. Días antes, lo habían escuchado criticar la violenta represión policial, pero no dijo que fuera a asistir.

—Tal vez por no preocupar a su abuela —piensa ahora Óscar.

En las horas siguientes, la familia Pintado entraría en desesperación. Una amiga de Morayma la llamó para avisar que el nombre de Jack estaba circulando como uno de los fallecidos. Luego, un amigo de Jack tocó el timbre de la casa. Se había acercado a dar el pésame a Óscar porque había escuchado el nombre de su hijo en las noticias.

Morayma estaba desesperada y al borde de las lágrimas, mientras Óscar le repetía que debía ser una confusión para tranquilizarla (y tranquilizarse a sí mismo). Una de las primas de Jack encontró en redes sociales un banner en el que habían puesto su nombre pero con la foto de otro chico. Fue un efímero descanso de su angustia. Morayma, sin embargo, seguía exasperada. Tenía un mal presentimiento. Algo andaba mal, lo sabía. Cuando Óscar marcó al celular de Jack y sonó apagado por tercera vez, ambos partieron a la morgue.

Solo Óscar entró a la sala a ver el cuerpo. Lo reconoció de inmediato: tenía la ropa con la que lo había visto salir esa tarde. Se quedó estupefacto y solo pudo pensar en cómo se lo iba a decir a su madre. Cuando salió de la sala y vio los ojos expectantes de Morayma, no pudo pronunciar ninguna palabra, solo atinó a asentir con la cabeza y a acercarse a ella para abrazarla.

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El guante con el que Jack desactivó bombas lacrimógenas durante las marchas es uno de los objetos que guarda con cariño su abuela Morayma.
Foto: Liz Tasa

Desde ese momento, Óscar sintió que tenía que ser el soporte de la familia. Es él quien comenzó a dar las entrevistas a los medios, a participar activamente de la asociación de víctimas del 14 de noviembre, a reunirse con las autoridades para hacerles llegar sus demandas de justicia y reparación. Cada mes que pasó sin un avance, lo sintió como un gran fracaso. A Morayma le cuenta muy poco sobre eso, prefiere mantener a su madre alejada de estas frustraciones.

Poco después de que Jack falleció, acordaron que Morayma iría a Iquitos para que tenga un poco de tranquilidad. Ella había contemplado la posibilidad de quedarse allá indefinidamente, pero no pudo. Regresó a los cinco meses, le preocupaba el estado de su hijo. Encontró a Óscar muy delgado y deprimido.

—Necesitaba una mamá que le diera ánimo, valentía A mí me preocupa mucho. No va a escuchar más la palabra papá —dice Morayma—. Él no lloraba, pero lo tenía todo adentro. Estaba mal, tuvo que ir al psiquiatra. Yo me sentía mal de verlo mal también.

Ella ha decidido quedarse a vivir en Lima al lado de su hijo. Cree que su papel debe ser acompañarlo, ahora que ambos se encuentran en esa orfandad a la inversa.

Desde hace un año Morayma no ve los noticieros. Tampoco puede ver a jóvenes de la edad de su nieto por las calles, porque se quiebra. Hace un mes, Morayma sacó la ropa y las cosas de Jack que seguían en su cuarto. En la sala, las repisas, que estaban llenas de sus fotos, ahora solo tienen un óleo de su rostro que les regaló un artista.

—Tengo más hijos, tengo más nietos. Pero ninguno es… Me vienen a ver, vienen a mi lado... Pero ellos no me llenan ese vacío —dice Morayma—. Yo trato pero no puedo.

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Solo ha quedado un óleo de Jack y un papelógrafo en la sala de la familia.
Foto: Liz Tasa

Hace seis meses falleció el papá de Óscar. Morayma recuerda que en las últimas semanas, cuando estaba muy enfermo, le comentaba que veía a Jack, que él lo miraba también.

—Cómo será. No sabemos qué pasará cuando uno se muere. Cómo será. ¿Nos encontraremos con la familia? Cómo será— dice ella. A veces piensa mucho en eso.

Cada mes, Morayma prende una vela por Jack. En septiembre, por su cumpleaños, la familia fue al cementerio, le compraron una torta y le cantaron happy birthday. “Ya estarás con tu abuelito”, le susurró.

Este 14 de noviembre Morayma estará en Iquitos, la ciudad donde Jack le dijo una vez que iba a construir una casa para los dos, sobre el terreno que su abuelo le había regalado.

Tenían pensado ir de visita para allá en marzo del año pasado, pero la pandemia se los impidió. Morayma recuerda que le prometió llevarlo en diciembre, en época de vacaciones. Al regreso del viaje, Jack planeaba retomar los estudios a como dé lugar.

—Cuando sea profesional, lo primero que voy a hacer es juntar mi platita para tener una casa— le había dicho Jack—. Ahí vamos a estar, mamita. Yo te voy a cuidar.

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