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Estoy cansada de juzgar las decisiones de los demás sobre la covid

Me pregunto hasta cuándo dejaré de ver con desconfianza a los demás, preguntándome si son una fuente de gérmenes. Hoy, quiero comunidad.

OPINION FEATHERSTONE COVID CHOICES-0

Los pingüinos del Acuario de Nueva Inglaterra se veían relajados. Algunos estaban de pie sobre rocas, graznando en el aire húmedo. Otros respondían a esos graznidos. Parecían interactuar de manera juguetona e íntima entre sí. No se podía decir lo mismo de mi familia ni de los demás visitantes del acuario. Todos actuábamos con cautela para no invadir el espacio personal de los demás. En el café, una madre se disculpaba por su hijo de brazos que, con un ávido interés, tenía la mirada fija en mí (y mis papas fritas). “No sale mucho”, me dijo y sonrió.

Tras un recorrido por la vida marina, mi hermana y yo salimos a la luz gélida que se hace pasar por rayos de sol en el marzo de Boston. Cada una llevaba de la mano a un niño de preescolar: mi hijo, de 4 años, y mi sobrina, de 3. Estábamos un poco nerviosas. Había pasado mucho tiempo desde que alguna de nosotras había estado en un espacio de entretenimiento infantil tan concurrido. Un edificio lleno de desconocidos había sido abrumador para todos y estar otra vez solo los cuatro nos pareció un alivio y nos tranquilizó.

Una vez afuera, me pregunté hasta cuándo dejaría de ver con desconfianza a los demás, preguntándome si eran una fuente de gérmenes (del coronavirus, o de los resfriados comunes que de todos modos mantienen a mis hijos sin ir a la escuela hasta que llegan los resultados de la prueba PCR). Me pregunté cuánto más iba a durar esto y me preocupó que la respuesta fuera para siempre. Me pregunté cuánto tiempo más tendría que pasar para que dejara de sentirme tan enojada.

Mi hermana y yo nos preguntamos dónde podíamos comprar una taza de té. Mientras nos decidíamos, una mujer de mediana edad sentada cerca de nosotros con su hijo adulto nos escuchó y dijo que ella también quería un té; ¿dónde podría comprar uno? Luego nos preguntó de dónde éramos. Las dos nos habíamos mudado hacía poco del Valle de Delaware a Rhode Island. “¿Les gusta?”, quiso saber.

Mencioné, porque me resulta difícil no hacerlo, que mi madre había muerto la semana anterior a mi mudanza. Y así nos contó sobre la muerte de su madre hace cuatro años y la de su padre en diciembre de 2021.

Inclinó la cabeza hacia atrás, para sentir los rayos de sol, y nos contó que había hablado con su madre todos los días antes de perderla, y que internar a su padre, quien sufría demencia, en una institución de asistencia durante la pandemia había sido muy duro. Ahora él también había partido. Mi hermana y yo asentimos. Todos queríamos té y sol. Todos queríamos a nuestras madres.

Mi hermana y yo anhelamos la normalidad, pero vemos con regularidad a nuestro padre, anciano e inmunodeprimido. La esposa de mi hermana tiene una enfermedad crónica y nuestros hijos en edad preescolar no están vacunados. Nos tomamos la COVID-19 con mayor precaución que algunas otras personas y con menor precaución que otras. Qué fácil es sentir que las personas que no son iguales a nosotros son paranoicas, por un lado, o imprudentes, por otro.

Puede que estas caracterizaciones alivien por un instante las heridas que todos hemos acumulado: la eugenesia natural presente en las desestimaciones de las muertes de personas con enfermedades preexistentes; el sexismo imprudente presente en la indiferencia ante la disponibilidad de la escuela presencial; la cruel pérdida no compensada de sueldos, clientela y consumidores; la violencia de pareja y el abuso de sustancias que ha crecido a puertas cerradas; la aplastante soledad que supone trabajar con la cara cubierta o ver a pocas personas fuera de casa. La gente se ha dividido en facciones beligerantes en torno a medidas como el mandato de usar mascarilla y el cierre de escuelas, y cada bando minimiza los daños que preocupan al otro. Muchos nos sentimos desamparados.

En ese momento, con aquella desconocida —nunca nos dijo su nombre— fue fácil recordar que los últimos dos años han sido brutales para muchos, por muchas razones.

Tanto en mi labor como trabajadora social como entre mi propia red de amigos y familiares, he observado los estragos de los últimos 25 meses. Las mujeres me han preguntado, con una urgencia aterradora, cómo pueden seguir viviendo todo el tiempo en sus hogares cuando un miembro violento de la familia hace que el hogar sea inseguro. He visto a personas recurrir a sustancias para aliviar las presiones de la pandemia, y luego entrar a rehabilitación a regañadientes o esperanzadas; he escuchado a sus familiares y amigos relatar las recaídas; la vergüenza y el miedo hacen que sus palabras sean casi inaudibles.

Quienes han trabajado en la primera línea de la pandemia me han hablado de los abusos que han sufrido por parte de los pacientes que no creían en la COVID-19 ni en las medidas de precaución; también han compartido su frustración por la incesante cautela de quienes se han permitido el lujo de permanecer enclaustrados durante dos años. “Me siento tan sola”, me confesó una amiga.

Muchos de nosotros estamos destrozados, dolidos, recelosos y anhelamos calidez. La burbuja satisfactoria de la indignación justificada (o incluso el ardor de la ira) por lo que otros han hecho o dejado de hacer es más fácil de sentir que el dolor agudo del duelo o el dolor sordo de la tristeza y la preocupación prolongadas.

Todos hemos sufrido; algunos más que otros, claro está. Hay quienes menos. Pero estamos reuniéndonos otra vez, nos guste o no. Las empresas están exigiendo a sus empleados que vuelvan a la oficina. Incluso los distritos escolares más cautelosos con respecto a la COVID-19 han comenzado a optar por el uso optativo de cubrebocas para profesores y alumnos. En medio de todo esto, la subvariante ómicron BA.2 se está colando en los titulares, y en las fosas nasales y gargantas. Tal vez se vuelva a discutir sobre la “mejor” manera de responder. Hay que prevenir la ola, o esperar y ver. Usar o no usar cubrebocas. Comer fuera o pedir comida para llevar. Viajar por diversión o cancelar el vuelo. La gente tomará diferentes decisiones. Esto es difícil.

No tardo en enfadarme o indignarme ante medidas que me parecen perjudiciales, como que los niños (¡o los adultos!) tengan que usar cubrebocas por tiempo indefinido o levantar precauciones —como las pruebas o las medidas de cuarentena— de formas que me parecen claramente dañinas. Sin embargo, desahogarme con mi marido mientras navego por Facebook es dejarme engañar.

La culpa no recae en los individuos por el desastre polarizado y lleno de gérmenes en el que estamos ahora. La culpa es de nuestro gobierno, y de los sistemas que no han conseguido mantenernos a salvo de la COVID-19 y sus daños colaterales: ofrecer indemnizaciones por bajas laborales, atención sanitaria asequible, pruebas, escuelas presenciales seguras, orientación congruente, información veraz sobre las partículas transportadas por el aire y las mascarillas. La culpa es de aquellos con grandes plataformas que se han aprovechado de la desconfianza legítima de algunos estadounidenses hacia la medicina para su propio beneficio.

¿Qué puedo hacer, en lugar de dirigir mi ira contra los demás, con la esperanza de que los haga reflexionar? Puedo escribir correos electrónicos a los responsables, y luego cerrar mi computadora portátil e ir a la biblioteca. De momento, puedo usar cubrebocas. Hablaré con la bibliotecaria y con los otros padres en la sala de niños. Nuestros hijos evitarán los libros que seleccionamos. Y jugarán, juntos.

Solo nos quedan los demás. No quiero que mi hijo pequeño y mi sobrina se sientan aislados. Quiero comunidad. Por supuesto que quiero un mundo mejor, pero a falta de eso, quiero este mundo, y eso incluye a todas las personas que lo componen. Reconocí en esa mujer en duelo una especie de pena velada y desesperada por la alegría y la conexión. Quería contarnos su historia. Quería tomar una taza de té con su hijo en una habitación cálida. “Después de que mi padre se fue”, dijo, “pude pasar por el duelo de perder a mi madre. No tuve tiempo de hacerlo antes. Tenía que mantener vivo a mi padre. Ahora tengo tiempo. ¿Me entienden?”. Nos miró para ver si entendíamos. Asentimos. Sí lo entendíamos.

Estoy cansada de juzgar las decisiones que gente que no conozco toma con respecto a la COVID-19, personas cuyas experiencias desconozco. Me tomo con moderación —quizá de manera arbitraria— eso de ir a cenar a un espacio cerrado. Pero creo que no me molesta si esta mujer toma té todos los días en un café repleto de gente. Usaré cubrebocas para proteger a otros, pero no sé si ella lo haya usado al interior de los edificios que visitó antes o después de hablar con nosotros. Y decidí que voy a dejar de preocuparme o molestarme en caso de que no lo haya hecho.

Pensaba en ella —ahora huérfana, no importa si le pasó a los 50 años— mientras conducía a casa desde acuario. Nunca encontramos ningún lugar donde comprar té, pero en nuestro salón de juegos mi hijo me preparó mi taza de té invisible número 500 en una taza de juguete amarilla, de la cual fingí dar un sorbo.

El virus sigue entre nosotros. Sus efectos irán cambiando con el paso del tiempo. Tendremos que vivir con eso, y con los demás. Pero yo, por mi parte, quiero pararme en la roca más alta y graznar al aire: un grito de lamento por todo lo que hemos perdido. Y quiero que la mujer que conocí cerca del puerto de Boston escuche mi grito, y quiero que me acompañe.


c.2022 The New York Times Company

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