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Juliaca: la memoria de una bandera ensangrentada y perforada por las balas

Se ha cumplido un año del inicio de la represión policial y militar por las protestas en contra del Gobierno de Dina Boluarte y el Congreso. En Juliaca murieron 18 peruanos y decenas quedaron heridos por bombas lacrimógenas y balas disparadas al cuerpo. Cuatro sobrevivientes conversaron con Salud con lupa sobre las secuelas físicas de sus lesiones que les impiden trabajar y continuar siendo el sustento de sus familias.

Pedro Samillán Sanga guarda una bandera manchada con la sangre de varias de las personas asesinadas en Juliaca, Puno, durante las protestas en contra del Gobierno de Dina Boluarte y el Congreso. El lunes 9 de enero de 2023, en las inmediaciones del Aeropuerto Internacional Inca Manco Cápac, la Policía reprimió a los manifestantes -y también a los que no participaban de las protestas- con bombas lacrimógenas y proyectiles de armas de fuego disparados al cuerpo. A Pedro lo alcanzó un disparo en el hombro izquierdo, pero se salvó de morir en un día donde perdimos a 18 peruanos y decenas quedaron heridos. Informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y Amnistía Internacional han considerado que el abuso de la fuerza policial y militar tuvo todas las características de ejecuciones extrajudiciales.

Dos días después de esta masacre, Pedro Samillán tuvo que ir a la morgue del Hospital Carlos Monge Medrano a recoger el cuerpo de su hermano Marco Antonio Samillán, un joven interno de medicina ejecutado de dos disparos mientras auxiliaba a los heridos. En los exteriores del hospital observó en el suelo una bandera ensangrentada y agujereada por las balas, la levantó y desde entonces la convirtió en el símbolo de su lucha para alcanzar justicia. “Nosotros vamos a continuar hasta lo último. Si no encontramos la justicia acá, tendremos que ir a instancias internacionales”, dice Pedro desde la casa donde velaron a su hermano y que ahora se ha convertido en el centro de reuniones de la Asociación de Mártires y Víctimas del 9 de Enero, de la que forma parte.

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Puno ha sido una de las regiones más olvidadas por los diferentes gobiernos durante años y la presidenta Boluarte intentó minimizar las protestas al señalar que “Puno no es el Perú”. “Para ellos, nuestros muertos son un número. Nunca vivimos una represión así, se comitieron asesinatos”, apunta Pedro.

A pesar de su herida cerca de la clavícula, Pedro Samillán no dejó de trabajar como comerciante porque tenía deudas con el banco, pero en mayo empezó a dolerle el hombro izquierdo de manera intensa. Ahora no puede alzarlo y los médicos le han dicho que tiene artrosis. “Nosotros estábamos preparando comida para la gente que venía de provincia. No era que nos pase esto”, añade.

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Las investigaciones sobre la masacre de Juliaca avanzan lentamente debido al constante cambio de fiscales y la derivación del caso a Lima. El expediente ha pasado por cinco fiscalías y ahora está a cargo del Equipo Especial de Fiscales para Casos de Víctimas durante las Protestas Sociales. “No están avanzando al ritmo debido. Quizás la naturaleza de las investigaciones presenta una desventaja para las familias que tienen que viajar en lugar de que lo haga la Fiscalía”, advierte Roberta Clarke, comisionada de la CIDH.

Las más de cien personas que resultaron heridas desde que iniciaron las protestas los primeros días de enero tampoco han recibido la debida atención del Estado. Varias han quedado con secuelas físicas que les impiden trabajar o desplazarse sin dolor. Así nos lo cuentan Julia Pacci Condori, Diego Quispe Livisi y Elisbán Blas Mamani, a quienes visitamos en sus casas en Puno. Ellos han recibido, por única vez, el apoyo económico que el Gobierno acordó entregarles por ser heridos de gravedad, pero el dinero ha sido insuficiente para atender su salud física y mental.

Los olvidos de Julia Pacci

Julia Pacci Condori se queda en silencio con la mirada fija. Después de unos segundos reacciona, pero no recuerda lo que estaba diciendo. Esta escena le sucede con frecuencia desde el 7 de enero de 2023 cuando un proyectil de arma de fuego impactó en su cuello, a pocos milímetros de la yugular, una vena que lleva sangre de la cabeza hacia el corazón.

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Aquel día Julia salió de su casa -ubicada cerca del aeropuerto de Juliaca, en Puno- con un balde de agua para auxiliar a las personas que se ahogaban con los gases de las bombas lacrimógenas. Estas armas químicas habían sido lanzadas por la Policía para reprimir a quienes protestaban en contra del gobierno de Dina Boluarte y el Congreso.

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Julia sintió sangre que recorría su cuello, ingresó a casa y junto al mayor de sus tres hijos, Roger, fue a varias clínicas, pero no pudo atenderse porque sólo tenía un billete de diez soles en el bolsillo. Cinco días después acudió al Hospital Carlos Monge Medrano, pero le dijeron que no podían operarla porque carecían de médicos especialistas en cuello y cabeza.

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El 25 de enero, siempre en compañía de su hijo, Julia llegó a Lima por su cuenta y, sin conocer la ciudad, fue al Hospital Hipólito Unanue donde después de varias evaluaciones y días de internamiento lograron sacarle el perdigón. Desde que fue herida, Julia no puede trabajar vendiendo pollo broaster cómo lo hacía antes por el dolor intenso que siente.

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“Cuando hago esfuerzo, me duele como si me estiraran el rostro y el oído, como si una pita me jalara los ojos”, cuenta esta mujer de 43 años. También ha empezado a usar un inhalador porque a veces le falta el aire, y a tomar pastillas para aliviar su dolor.

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Desde un pequeño cuarto donde vive, en Juliaca, Julia alienta a sus tres hijos a estudiar. El mayor se prepara para postular a la carrera de derecho; la mediana, de 12 años, quiere ser policía y la pequeña, de 5 años, doctora. Sobre sus hombros recae el futuro de todos, porque el padre de sus hijos la abandonó cuando resultó herida y pocas veces la ayuda económicamente.

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Vivir con 100 perdigones en el cuerpo

Diego Quispe Livisi no puede permanecer muchos minutos bajo el sol: su cuerpo empieza a arder como una terma porque lleva incrustados un centenar de proyectiles de armas de fuego que la Policía le disparó el 9 de enero de 2023. Los impactos los recibió cuando buscaba de prisa, cerca del aeropuerto de Juliaca, en Puno, una miniván que lo llevara a la mina donde trabajaba desde hace un año.

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Diego fue auxiliado hacia una posta y luego, debido a la gravedad de sus heridas, fue llevado al Hospital Carlos Monge Medrano. Sin embargo, tras dos horas de espera en una silla de ruedas, las enfermeras le dijeron que no podían atenderlo porque el hospital había colapsado. Se fue donde un familiar y el 11 de enero llegó al hospital de la provincia de Azángaro donde le extrajeron sólo 8 perdigones.

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Los proyectiles están en todo su cuerpo: cabeza, piernas, cadera, abdomen y brazos. Su brazo izquierdo es la zona más afectada porque entre su hombro y dedos tiene 41 perdigones. Se le dificulta moverlo y ello le impide trabajar. Como herido con secuelas permanentes y vicepresidente de la Asociación de Mártires y Víctimas del 9 de Enero, exige al Gobierno que “reconozca lo que ha hecho con los hermanos de Puno y otras regiones”.

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Ante la falta de profesionales y equipos médicos en Puno, Diego ha viajado a La Paz, Bolivia, en busca de ayuda. En el Hospital Sagrado Corazón de Jesús le han dicho que pueden retirarle en seis operaciones hasta 24 proyectiles de su cuerpo, porque la mayoría se encuentra en zonas peligrosas, cerca de nervios y tendones. Sin embargo, no puede operarse porque necesita más de 36 mil soles para hacerlo. Ha regresado a Azángaro donde vive con Leonencia Condori, su madre y cuidadora.

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Leonencia se dedica a la crianza de vacas, pero el negocio va de mal en peor, porque la crisis climática, agravada por el fenómeno El Niño, ha hecho que llueva menos y no haya pasto para alimentar a los animales. Por eso todas sus vacas están esqueléticas: no puede venderlas y la poca leche que saca de ellas la consumen en casa.

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La bala que recibió en la pierna y cambió su vida

Dos veces por semana después del almuerzo, Elisbán Blas Mamani solía jugar fútbol con sus amigos en la posición de delantero o arquero. Ahora no puede hacerlo porque desde hace once meses lleva en la pierna derecha unos fijadores externos para que su fémur fracturado se cure.

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La tarde del 9 de enero de 2023, mientras se dirigía a la cancha de fútbol, recibió un disparo en las inmediaciones del aeropuerto Inca Manco Cápac, en Juliaca, Puno, al intentar apagar una bomba lacrimógena que cayó cerca de él. En vez de ser auxiliado, los policías lo llevaron a la comisaría del aeropuerto, donde estuvo desangrándose por siete horas hasta que su esposa Flor de María Flores llegó y lo llevó a EsSalud.

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Como no tenía seguro, Elisbán fue derivado al Hospital Carlos Monge Medrano, pero allí le indicaron que no podían operarlo porque carecían de material médico. Varios días después, el 14 de enero, su esposa decidió llevarlo al Hospital Honorio Delgado de Arequipa donde sí realizaron la cirugía. Los médicos le han dicho que probablemente necesite una nueva operación, pero primero debe regresar a la Ciudad Blanca para su consulta.

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Durante estos meses, Elisbán ha tenido que dejar de trabajar en su empresa donde fabrica cocinas industriales y muebles de metal. No puede estar mucho tiempo en movimiento porque la pierna empieza a dolerle. Por eso se encarga de supervisar a sus trabajadores y, en la medida de lo posible, conseguir clientes.

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“Pienso que una persona débil o delicada no soportaría lo que estoy viviendo. Siento molestia, cansancio y ardor. A veces creo que es normal porque es una herida”, dice Elisbán. Él camina con ayuda de dos muletas y, cuando necesita moverse un tramo más largo, su esposa lo ayuda a subir a la parte trasera de una mototaxi que han adaptado para que viaje sentado con las piernas estiradas.

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