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Un grupo de académicos se enfrenta a las farmacéuticas para reducir los precios de los medicamentos

Durante años la industria farmacéutica ha presionado a los gobiernos de América Latina para que paguen precios muy caros por medicamentos que no siempre traen beneficios a la mayoría de la población. Para frenar esta dinámica de poder, una comunidad de expertos de toda la región impulsa una iniciativa para revertir la balanza y lograr que los gobiernos tomen mejores decisiones en salud.

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Uno de los mayores logros de DIME ha sido consolidar a un grupo de expertos para generar un impacto más relevante entre los tomadores de decisiones de la región.

Una noche de 2013, en un salón del viceministro técnico de Salud de Colombia, ocurrió algo que cambió la relación de poder entre el gobierno de ese país y la industria farmacéutica. Empezó como una reunión amable y cordial sobre la metodología de regulación de precios para un grupo de medicamentos, pero poco a poco se convirtió en una conversación tensa y muy seria que puso en jaque a los tres representantes de la industria que estaban presentes. En medio de las negociaciones, una de las asesoras de la viceministra de Salud, la académica y química farmacéutica Claudia Vaca, planteó una propuesta que afectaba a medicamentos como el Rituximab (una medicina para un tipo específico de leucemia), porque estaba muy caro y el Gobierno ya no podía costearlo. “Ustedes no pueden imponernos esos precios”, respondió de súbito uno de los hombres de la industria. Y enseguida, en nombre del laboratorio, amenazó con irse del país.

“No se van a ir”, replicó Vaca con seguridad y entonces desplegó sobre la mesa una serie de documentos. “Quiero que miren estos papeles. Nosotros les pagamos mucho más que otros en el mercado nacional. Lo que planteamos sencillamente es reducir el precio al promedio normal del mercado”. Los tres agentes de la industria farmacéutica se miraron las caras y negaron con la cabeza. No estaban acostumbrados a este tipo de negociaciones con el Estado: con frecuencia eran ellos quienes imponían las condiciones de venta. Llegaban con sus informes y estudios especializados y explicaban a los políticos por qué debían pagar tanto por un medicamento. Del otro lado nadie objetaba nada, porque carecían de la información técnica y comparada para replicar, hacer observaciones y finalmente negociar un precio justo. Bajo ese vínculo desigual en el conocimiento, la industria siempre sacaba provecho.

Para entonces, Claudia Vaca llevaba muchos años haciendo lo que ella llama “activismo” a favor del acceso a medicamentos. Comprendía muy bien que para luchar por una regulación que evitara los abusos, la clave era tener la información adecuada. Con el conocimiento sobre los precios de determinado medicamento en distintos países del mundo, con la evidencia científica de cuán eficaz y pertinente es dicho medicamento, con el análisis de su seguridad en relación a efectos secundarios, y finalmente con el estudio de cuántas dosis son convenientes de aplicar a los pacientes, con toda esta información sistematizada y comparada, se pueden tomar decisiones más acertadas y seguras para el gasto público y, a fin de cuentas, para toda la población de un país.

Vaca sabía que la información es poder, y esa fue la estrategia que adoptaron junto con el resto de asesores y ministros durante la reunión con la industria farmacéutica. Ante la primera negativa de regulación, al equipo no le tembló la voz para contraatacar con el segundo argumento: el Estado colombiano no solo estaba pagando mucho más dinero en relación con otros compradores dentro del país, sino que en comparación con otros gobiernos de Europa la diferencia en el precio era muchísimo mayor. Colombia era uno de los más grandes pagadores en el mundo del medicamento Rituximab (y de otros más, por supuesto) y nadie se había enterado. Salvo la industria farmacéutica, y hasta ese momento su mayor interés era que esa información no fuera de conocimiento público.

Los agentes de la industria no estaban acostumbrados a este tipo de negociaciones con el Estado: con frecuencia eran ellos quienes imponían las condiciones de venta. Llegaban con sus informes especializados y explicaban a los políticos por qué debían pagar tanto por un medicamento

Sin embargo, esa noche de 2013 se convirtió en el inicio de una batalla que se expandiría a toda la región. Cuando el equipo asesor del Ministerio mostró los datos de cuánto pagaban otros países por el medicamento y la diferencia abismal con el precio que pagaban los colombianos, los tres hombres de la industria se quedaron callados. “Yo creo que ellos dijeron: aquí nos van a querer regular en relación a otros países, y esa idea los convenció de echarse para atrás”, comenta Vaca ocho años después. Porque la propuesta en ese momento no era regular el precio en relación a los demás países, sino desembolsar casi lo mismo que pagaban otros (laboratorios, aseguradoras, dispensadores de medicamentos, etc.) en el mismo territorio colombiano.

Los tres hombres de la industria no tuvieron más opción que aceptar. Se estrecharon las manos con los demás asistentes, siempre amables y cordiales, pero salieron de la sala con el semblante desconcertado de quien sabe que ha perdido una contienda importante.

“Colombia era el paraíso de las farmacéuticas hasta 2013”, asegura Gustavo Morales, hoy presidente ejecutivo de la Asociación Colombiana de Empresas de Medicina Integral y quien antes representó al gremio farmacéutico. Sin embargo, la reunión de ese año entre dicho gremio y el Gobierno colombiano demostró que con la información correcta y un verdadero respaldo político sí se podía hacer frente a la industria farmacéutica. Una de las industrias más poderosas y enigmáticas que existen y que tiene sus propias estrategias (todas muy sofisticadas y minuciosas) para imponer sus intereses en distintos niveles de la sociedad. Sin embargo, luchar contra este enorme conglomerado de mil cabezas requería de una iniciativa más articulada, pensada y sistematizada que pudiera englobar a distintos tipos de expertos en salud.

¿Cómo el equipo de trabajo del Ministerio pudo reunir la información necesaria para discutir en igualdad de condiciones con la industria farmacéutica? ¿Cómo descubrieron que el Rituximab se vendía a un precio mucho menor en Europa? ¿Cómo hicieron para cerciorarse de que los estudios y análisis que consultaban eran realmente una evidencia confiable?

“Ése es el trabajo técnico detrás”, explica Claudia Vaca. Para saber si lo que pagaban a la industria era un precio justo, tuvieron que zambullirse en toda la información pública que había sobre dichos medicamentos. Miraron en Europa, en donde fue sencillo conseguir los datos de costos, eficacia, seguridad y conveniencia, pero al buscar en países de América Latina descubrieron que la información era escasa o sencillamente inexistente. Aun así, mediante colegas y conocidos, lograron reunir todo tipo de data y en menos de una semana acumularon información sobre 12 medicamentos, casi todos para el cáncer. Abrieron un Excel y pusieron casilleros que decían: ¿Cuánto se paga por este medicamento?, ¿Para qué tipo de patología se paga?, ¿Quién lo paga?, etc. Y elaboraron un cuadro y sistematizaron la información en fichas.

Una ficha para el Rituximab, otra para el Bevacizumab (un medicamento para el cáncer de colon), otra para la Capecitabina (usado generalmente para el cáncer de mama), y así con otros nueve medicamentos.

En ese momento nadie podía saberlo, pero estas fichas fueron el origen de un proyecto mucho más grande, competitivo e innovador para la región. En su jerga técnica y en sus cuadros llenos de cifras, las fichas revelaban una necesidad impostergable: la de crear una plataforma regional que pudiera reunir toda la información posible acerca de los medicamentos que los países de América Latina compraban a la industria farmacéutica. Una suerte de repositorio en donde los expertos pudieran entrar y verificar si sus negociaciones se ajustan al mercado internacional.

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La industria farmacéutica suele presentar demandas judiciales para bloquear la competencia de otros medicamentos y así obligar a los gobiernos a pagar precios altísimos por su productos.
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Fue así que Vaca comenzó a reunirse con otros especialistas de muy alto nivel –como Carolina Gómez, su colega cofundadora del Centro de Pensamiento de la Universidad Nacional de Colombia, el doctor Mario Tristán, director del centro Cochrane en la región y profesor asociado de la escuela de Medicina de la Universidad de Harvard, la economista e historiadora Tatiana Andia, directora de la Escuela de Posgrados de la Universidad de Los Andes Colombia, la consultora en financiamiento de sistemas de salud pública Úrsula Giedion, de la Red Criteria del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Francisco Rossi, médico y epidemiólogo quien trabajó en la Organización Panamericana de la Salud y fundó Ifarma y Acción Internacional para la Salud en Colombia, entre otros– para crear este espacio y emprender la lucha por el acceso a medicamentos de una forma más organizada y articulada. Gracias al apoyo del BID, lograron conseguir los fondos para abrir una plataforma web y compartir información comparada de cobertura, precios y competencia sobre 20 medicamentos en tres países de la región.

Llamaron al proyecto DIME: decisiones informadas sobre medicamentos y otras tecnologías médicas de alto impacto financiero. Y le asignaron el rótulo de “bien público regional”, que no es otra cosa que un bien o un servicio que debe ser producido y consumido de manera colectiva para el beneficio de las mayorías.

Pero todo esto era la parte burocrática. En esencia, lo que estaba sucediendo era el inicio de una historia de expertos que decidían librar una batalla para detener los abusos en los precios altísimos de los medicamentos. La historia de un grupo de farmacéuticos, epidemiólogos y médicos que salen de las aulas para pelear en otro terreno menos amable y seguro, como es el campo de la política, esa dimensión en donde hombres y mujeres bien vestidos se pasan la vida dando discursos solemnes, representando intereses y discutiendo entre ellos, muchas veces sin llegar a ninguna parte. Es una historia de poder difícil de contar porque se esconde tras un lenguaje técnico que pocos privilegiados pueden entender. Pero es una historia que finalmente nos involucra a todos, porque tarde o temprano las enfermedades nos alcanzan y en ese momento, cuando nuestra vida depende de una inyección o de un tratamiento farmacológico, necesitamos del medicamento exacto y la dosis adecuada para sobrevivir. Y es en ese instante cuando las grandes decisiones que se toman a nivel gubernamental, esas decisiones en mayúsculas que por lo general las personas de a pie no se enteran, terminan siendo cruciales y determinantes.

Lo sabe muy bien Alejandro Gaviria, el exministro de Salud de Colombia, quien durante su gestión reguló un medicamento para el cáncer sin imaginar que tiempo después se lo aplicarían en una sala de quimioterapia, gota a gota, cuando cayó grave por esta enfermedad.

Y lo saben también las miles de mujeres colombianas que un día se enteraron de que el precio que pagaban por sus anticonceptivos era cinco veces más de lo que costaban en Europa. “Eso fue algo bonito que hicimos en esa primera etapa”, recuerda la socióloga y economista Tatiana Andia, una de las ideólogas del proyecto DIME en sus orígenes. “Todo este tema de los medicamentos puede ser muy árido, muy técnico, muy poco sexy, pero nosotros hicimos un gran esfuerzo por hacerlo irresistible”, explica. Y la mejor forma de volverlo sexy fue impulsar una política regulatoria a los anticonceptivos, un medicamento de uso masivo por el que las mujeres pagaban alrededor de 25 USD por caja, cuando su precio real en otros mercados era de 5 USD.

Cuando finalmente la regulación se hizo efectiva, el tema se volvió muy mediático en Colombia. “Es como que le digas a la población: te han estado robando durante más de 15 años y ya no te van a robar más. Eso creo que fue muy emblemático y acabó deteriorando el prestigio de la industria farmacéutica en el país”, comenta Andia. Porque en el fondo no se trataba solo de pagar más barato o de ahorrar dinero, sino de pagar el precio justo. La gente empezó a cuestionarse: si en los países ricos cobran tan bajo, ¿por qué nosotros tenemos que pagar tanto?

Para saber si lo que pagaban a la industria era un precio justo, tuvieron que zambullirse en toda la información pública que había sobre dichos medicamentos. En Europa fue sencillo conseguir datos, pero al buscar en América Latina descubrieron que la información era escasa o sencillamente inexistente

Este caso, como explica Andia, fue un modo de hacer visible un problema que ocurre desde hace tiempo en los gobiernos de la región: la ineficiencia del gasto público en cuestiones de salud y cómo la industria farmacéutica opera sistemáticamente para sacar su propio beneficio económico. En palabras del economista Rodrigo Moreira, quien formó parte del equipo que formuló la metodología de control de precios de medicamentos en Colombia, la presión de esta iniciativa y de la sociedad civil afectó la posibilidad de los tomadores de decisiones de hacer frente a la industria, cuyos intereses corporativos se manifiestan a través del lobby y el ejercicio de influencias al poder. “La información de calidad debe traducirse en decisiones. Si DIME no encuentra voluntad política, no genera impacto”, explica Moreira.

Eso fue precisamente lo que DIME quiso poner en discusión desde el inicio, pero para lograrlo de manera firme y duradera era necesario consolidar una comunidad comprometida con un mismo objetivo: luchar por encontrar mejores formas de priorizar el gasto en salud en favor de las mayorías.

“Si vas a entrar a pelear a las grandes ligas, necesitas tener más músculos para combatir”, dice Claudia Vaca desde Colombia. En su metáfora, las grandes ligas son la industria farmacéutica y los músculos entrenados son los aliados de DIME. Ese conjunto de expertos en salud al cual llaman una “comunidad de práctica”. O también una “comunidad epistémica”, como prefiere rotular Tatiana Andia, “básicamente, un grupo de personas que piensan parecido”.

Llegado un determinado momento, ya no bastaba con tener una plataforma web y publicar información comparada sobre cobertura, precios y competencia. Ya no era suficiente ser un observatorio de información estratégica con el objetivo de mejorar el acceso, la equidad y la eficiencia en el gasto público en salud. Tampoco bastaba con elaborar rigurosas evaluaciones de tecnologías sanitarias (ETS), una de las principales labores de DIME y que consiste en analizar con datos validados, evidencia y estudios bien diseñados, el papel de los medicamentos o de las tecnologías sanitarias (desde dispositivos médicos hasta maquinarias) para solucionar una enfermedad en particular.

Ya no era suficiente todo esto. Porque para encarar de manera eficaz a la industria farmacéutica, lo que hacía falta era reunir a la mayor cantidad de aliados posibles, aliados realmente comprometidos con la causa del proyecto, que compartieran los mismos valores y que fueran totalmente independientes de la industria.

DIME no se trata sólo de un conjunto de expertos que debaten seriamente sobre cómo luchar por el acceso a medicamentos, sino más bien de un grupo de compañeros, varios de ellos amigos de largos años, que comparten la misma motivación y el mismo entusiasmo por la equidad farmacéutica

Ése fue, sin duda, uno de los mayores logros de la primera etapa de DIME: consolidar a ese grupo de expertos para generar un impacto más relevante entre los tomadores de decisiones. Claudia Vaca lo resume así: “Armamos una comunidad de práctica que empezó a desarrollar capacidad de análisis y generó una metodología que podía transferirse a otros países de la región”. Este último punto es importante porque una de las formas en que opera la industria farmacéutica en América Latina es manipulando la información según sus intereses en cada país. Por ejemplo, va a Perú y ofrece una versión de un estudio clínico que confirma la eficiencia e innovación de una medicina, y por qué el Gobierno debería invertir millones de dólares en dicha tecnología. Luego va a Colombia y expone el mismo estudio, pero como ahí el mercado y las condiciones de negociación son distintas, solicita al Gobierno un precio mucho mayor por el mismo medicamento.

De esa manera va moviendo sus fichas en los países de acuerdo al entorno, los actores políticos y las condiciones favorables para extraer un mayor rédito económico. Y también porque sabe que los gobiernos no intercambian ese tipo de información. Cada uno negocia solo y no se entera de lo que le venden a sus vecinos. Somos un continente que en su mayor parte habla el mismo idioma pero que, en cuestión de salud, no sabe comunicarse. Nos quedamos mudos y nos aislamos en nuestras propias tribulaciones individuales.

Pero esa dinámica de poder se transforma radicalmente cuando existe una red internacional de expertos que sí comparte información correcta, sin maniobras tendenciosas y con el único objetivo de utilizarla para que los gobiernos puedan tomar mejores decisiones. En ese sentido, la comunidad de DIME recoge la información y la traduce en conocimiento para entender el contexto y la economía política en cada país. “La industria farmacéutica funciona a nivel global y lo que hace es bajar las decisiones y reproducirlas en niveles locales, porque saben que a ese nivel la gente no tiene la capacidad técnica”, explica Vaca. “Para poder enfrentar esa fuerza global es necesario actuar y coordinar en distintos niveles. O sea, si ellos son multifuncionales, nosotros también tenemos que ser multifuncionales en nuestras posturas y estrategias”, concluye la profesora en farmacología.

Y eso es entrar a pelear en las grandes ligas. Es una forma de cambiar los vínculos de poder a través de la información y la articulación de personas bajo un mismo propósito.

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El proyecto DIME nació en 2013 y desde entonces ha logrado evaluar más de 80 medicamentos con un método estandarizado que puede ser aplicado en cualquier país de la región.

Uno de los ejemplos más paradigmáticos en la historia de DIME es el caso de la insulina Glargina, un tipo de insulina sintética muy parecido al de la humana. En 2012, la industria farmacéutica había recomendado al gobierno de Ecuador que se incluyera en el cuadro de medicamentos esenciales, una lista básica en donde están las medicinas más eficaces, seguras y con un mayor beneficio para gran parte de la población. En otras palabras, los medicamentos que realmente salvan vidas. La industria había promocionado a la Glargina como una verdadera estrella: se decía que evitaba el número de hipoglucemias severas, es decir que impedía que a un paciente diabético le bajara tanto el azúcar hasta el punto de conducirlo a la muerte o generarle daños cerebrales. Sonaba verdaderamente prometedor. Pero casi en simultáneo, los expertos de DIME habían emprendido la labor de evaluar minuciosamente los estudios que sustentaban esta afirmación. Recogieron toda la información disponible para confirmar si el medicamento generaba un beneficio notorio en los pacientes diabéticos. Establecieron criterios para examinar el costo-efectividad, es decir para saber cuánto había que pagar por las ventajas que ofrecía dicho medicamento.

El resultado final fue contundente: según la evidencia, la insulina Glargina no representaba un beneficio mayor a la insulina clásica. Es más, según la académica ecuatoriana Belén Mena, quien entonces presidía el Consejo Nacional de Salud (el organismo que se encarga de hacer las revisiones de medicamentos para decidir cuáles comprará el Estado), este tipo de insulina sólo ayudaba realmente a una población muy pequeña de diabéticos. No tenía sentido invertir grandes sumas de dinero si no iba a beneficiar a la mayoría.

En Ecuador, esta insulina ya estaba en la lista de medicamentos esenciales. Pero luego de revisar la evaluación de DIME, Mena recomendó excluirla del cuadro básico porque representaba un gasto excesivo para el Gobierno a cambio de un rendimiento escaso en salud. “Era un momento político especial, porque tuvimos todo el apoyo de la ministra y, bajo una idea de bien común, votamos de forma consensuada”, recuerda la profesora de farmacología de la Universidad Central de Quito. “Excluir la Glargina significaba ahorros gigantescos en términos de número de personas con diabetes mellitus que ahora podrían ser cubiertas con la insulina clásica, gracias a que se sacó esta que no generaba un beneficio adicional”, celebra Claudia Vaca.

Algo similar ocurrió con el antipsicótico Olanzapina, un medicamento recetado a pacientes que sufren de esquizofrenia. No era ni más seguro ni más eficaz, solo era el más caro de todos los antipsicóticos. Y el Gobierno ecuatoriano estaba pagando por él, en lugar de adquirir otros de igual efecto pero más baratos. “Amparados en el informe de DIME y tras una fuerte discusión, sacamos el medicamento del cuadro básico y desde entonces ya no ha vuelto a estar ahí”, comenta Mena.

La dinámica de poder entre los gobiernos y la industria farmacéutica se transforma radicalmente cuando existe una red internacional de expertos que sí comparte información correcta, sin maniobras tendenciosas y con el único objetivo de utilizarla para que los Estados puedan tomar mejores decisiones

Tras esta clase de medidas que limitaban el ingreso de ciertos medicamentos, la industria empezó a desplegar otro tipo de estrategias, mucho más drásticas: la judicialización para imponer sus productos. “Hay prácticas terribles de utilizar la justicia al máximo posible y si la justicia no funciona demasiado bien, utilizan todo lo que se pueda para mantener una posición de dominio”, explica Carlos Durán, médico y exviceministro de Salud en Ecuador. Para ponerlo en términos sencillos: representantes de la industria llevan a juicio a los gobiernos de forma sistemática, presentando demandas para bloquear la competencia de otros medicamentos y evitar que el Estado decida no pagar por sus productos.

Además, en ciertos países las asociaciones de pacientes presentan demandas en los tribunales argumentando que requieren que el Estado les financie un medicamento específico de marca. Muchas veces, esas asociaciones son financiadas justamente por las farmacéuticas que comercializan esas marcas. Algo que puede parecer beneficioso, pero que obliga a los jueces a fallar en favor de la farmacéutica. A juicio de Mena, eso genera que la salud pública termine siendo regida por intereses comerciales sin considerar el costo y efectividad de los medicamentos. “Resulta que la mujer embarazada o la mujer diabética que tiene que tomar un medicamento barato no lo tiene, porque ya no alcanza el dinero del Estado para comprar más Metformina, aunque vale un dólar. Al no tener acceso a ella, la mujer eventualmente va a morirse, amputarse o sufrir un infarto, pero ese no es un efecto que se esté visualizando porque los que recurren a la justicia apoyados por las farmacéuticas son quienes necesitan medicamentos muy costosos, entonces estamos deformando el derecho a la salud”, asegura.

La industria farmacéutica también va a los tribunales y argumenta que los genéricos biotecnológicos son de mala calidad, que hay ensayos que prueban su limitada eficacia, que los sistemas de salud en América Latina requieren de un estándar sanitario mucho más elevado: como, por ejemplo, el que ellos prometen. Así bloquean el acceso a medicamentos que pueden ser muy similares pero mucho más baratos. “Esa es una pelea un poco más sofisticada”, admite Claudia Vaca, “requiere mucha coordinación entre países”.

Y es ahí donde juega un papel crucial el vínculo que se ha formado a lo largo de los años en la comunidad de DIME. No se trata sólo de un conjunto de expertos que debaten seriamente sobre cómo luchar por el acceso a medicamentos, sino más bien de un grupo de compañeros, varios de ellos amigos de largos años, que comparten la misma motivación y el mismo entusiasmo por la equidad farmacéutica. “En DIME hay mucha humildad, solidaridad y sobre todo mujeres”, comenta Belén Mena. “Hay cierta confianza que se genera por la forma en cómo nos relacionamos, es menos acartonado, más fluido, y eso genera relaciones a largo plazo”, asegura Claudia Vaca. “La red no está fundada solo en que pensamos parecido, sino que mucha gente que participa son muy buenos amigos”, apunta Tatiana Andia. “Yo lo siento como una gran familia”, remata la investigadora Juanita Vahos, una de las más jóvenes del grupo.

Con esta comunidad que tiene brazos por toda la región y que durante la pandemia su principal canal de comunicación ha sido un grupo de Whatsapp (tan efectivo como cualquier reunión en la época precovid), se viene formando un frente cada vez más sólido y articulado para encarar el poder de una industria que tiene todos los recursos para dar una batalla sin tregua.

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Uno de los principales objetivos de la comunidad de DIME es influenciar positivamente a los gobiernos de la región para que tomen decisiones más informadas sobre los medicamentos que compran a las farmacéuticas.

Ninguno de los aliados de DIME imaginó jamás que su esfuerzo se pondría a prueba durante una pandemia. Una crisis de tal magnitud es profundamente terrible para el mundo, pero en cierto modo también significó una oportunidad para que nos replanteemos nuestras prioridades sobre la importancia de la ciencia y los sistemas de salud. En medio de la incertidumbre en la que estábamos sumidos durante los primeros meses, el equipo de DIME se preguntó cuál sería el papel que jugaría el proyecto en este contexto de absoluta emergencia. Y ese papel, en un inicio, fue ofrecer información lo más rápido posible. Al fin y al cabo, en un escenario sombrío no hay nada más revolucionario que iluminarlo con conocimiento.

A la semana de declararse la pandemia, DIME lanzó su primer boletín informativo sobre la hidroxicloroquina. “Nuestra idea era hacer boletines cortos y sencillos, así que armamos el grupo de Whatsapp, pedimos ayuda sobre datos y todos respondieron. Ahí confirmé que la comunidad de práctica funcionaba”, comenta Claudia Vaca. Al ver que los boletines tuvieron buena recepción, decidieron abrir un micrositio en la web que se dedicara exclusivamente al tema de la pandemia. Para Vaca, se trató de una respuesta súper rápida con el objetivo de resolver los problemas de la infodemia y la falta de información sobre medicamentos, vacunas, tecnologías médicas, ventiladores mecánicos, pruebas diagnósticas, entre otros.

“Lo que sucedió con DIME cuando declararon la pandemia fue una capacidad de adaptación, de resiliencia que fue maravillosa y magnífica”, comenta Carlos Durán. “Tuvieron que salir del espectro clásico de ser un proyecto que aborda el asunto de los medicamentos de alto impacto financiero, a entrar a un espectro mucho más amplio dedicado a la terapéutica y a la medicina basada en evidencia”.

La industria farmacéutica tiene una gran capacidad de capturar el talento, de llevarse a los mejores técnicos gracias a los enormes recursos que posee. Por eso resulta importante la formación de jóvenes investigadores para que comprendan que el esfuerzo debe concentrarse en el acceso y equidad de los medicamentos

Pero no sólo se trató de una adaptación rápida al contexto, sino que lo hicieron agrupando una serie de estudios, ensayos clínicos y evidencias que iban saliendo casi a diario en todo el mundo. La información germinaba a una velocidad vertiginosa y el trabajo no sólo consistía en reunirla con rigurosidad, sino sobre todo en sintetizarla e interpretarla para un público no especializado. Los boletines cumplieron ese rol todas las semanas durante el primer año de la pandemia, volviéndose una fuente confiable para los medios de comunicación. Además, poco después aparecieron las infografías en una pestaña denominada Galería, una forma más didáctica de presentar la información. “Yo estoy enamorada de la galería de DIME. Un montón de amigos periodistas me hacen preguntas y yo tengo que explicarles con dibujos y no me alcanza el tiempo, entonces les mando DIME para que se actualicen”, dice con soltura Belén Mena desde su casa en Ecuador.

El salto del proyecto ha sido cualitativo durante la pandemia porque ha podido acercarse un poco más a otro tipo de público, uno que no entiende tan fácilmente de bienes públicos regionales, de evaluaciones de tecnologías sanitarias, o de gestión inteligente de medicamentos de alto impacto. La comunicación se ha vuelto más cercana y de mayor utilidad para la gente. Por eso, como menciona Tatiana Andia, el otro mérito de DIME no es sólo que reaccionó rápido a la emergencia sanitaria, sino que su reacción se mantuvo en el tiempo, principalmente con el análisis de las vacunas que hoy suelen tener un impacto más mediático que sus primeros boletines.

Luego de ocho años de haberse creado, de expandirse a más de ocho países de la región, y de sobreponerse con solvencia a uno de los escenarios más complicados que nos tocó vivir como es la pandemia, ¿cuál es el futuro de un proyecto como DIME? ¿Cuáles son los desafíos y los nuevos caminos que debe enrumbar? ¿Qué falta por hacer y qué cosas por corregir? Y, principalmente, ¿quiénes serán los nuevos rostros que tomarán la posta del proyecto con el paso del tiempo?

Algo que queda claro es que la participación de la academia es primordial para la sostenibilidad del proyecto. “Para nosotros el relevo generacional es muy importante, impulsar a los jóvenes investigadores de distintos países de América Latina a que continúen ampliando la iniciativa de DIME”, afirma Claudia Vaca, quien sabe perfectamente que la industria farmacéutica tiene una gran capacidad de capturar el talento, de llevarse a los mejores técnicos gracias a los recursos que posee y de ensanchar su red de agentes subordinados a un objetivo corporativista.

En esta dinámica de poder, resulta importante la formación de los jóvenes investigadores para que comprendan que el esfuerzo debe concentrarse en el acceso y equidad de los medicamentos. Y no dejarse enredar por las sutiles maniobras de la industria, que suelen tentar con viajes, almuerzos o becas para atraer a los expertos, generando indudablemente un conflicto de intereses.

Para contrarrestar esta situación, en DIME han empezado a reclutar nuevos talentos, como la farmacéutica Juanita Vahos, exalumna de Vaca y actual coordinadora del proyecto, quien se encarga de elaborar los boletines, revisar los nuevos estudios que aparecen alrededor del mundo y manejar las redes sociales. Tiene veinticinco años y todavía se emociona cuando recuerda el momento en que los expertos de DIME le cedieron una beca para un diplomado sobre Evaluación Económica de Tecnologías en Salud. “Fue algo muy bonito porque realmente yo no me lo esperaba”, dice conmovida, y luego recalca que una de las condiciones de la beca era que después ella pudiera difundir lo que aprendió a otros nuevos investigadores. “Y eso es lo que estoy haciendo ahora”, afirma con una sonrisa. En el último tiempo, ocho jóvenes becarios se han incorporado al proyecto apoyando el trabajo académico en distintos países. Tras casi una década desde su creación, DIME ya no sólo se expande hacia otros territorios del continente, sino que ha empezado a hacerlo hacia nuevas generaciones de expertos.

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