Opinión

Dos meses después del derrame de Repsol: ¿qué le pasó a nuestra indignación?

El derrame de Repsol fue prácticamente el único tema del que hablamos durante la segunda quincena de enero. Aunque es natural que la intensidad de nuestras emociones fluctúe, nos preguntamos qué otros factores influyeron para que nuestra indignación se diluyera a solo dos meses del desastre ecológico.

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Britanie Arroyo/ El Comercio

Desde el último proceso electoral, la sociedad peruana ha exhibido ininterrumpidamente su profunda fragmentación. Nada había podido reconciliarnos como país hasta la indignación colectiva que desató el derrame de petróleo provocado por Repsol. Desde que esa enorme mancha negra invadió el 15 de enero las playas de Ventanilla, Santa Rosa y Ancón y se empezó a extender a otras zonas, los ciudadanos de a pie, sin dividirse por sus posturas políticas, formaron un bloque casi unánime de repudio contra la empresa petrolera. Aunque aquella reconciliación duró más de lo que nos suele reunir un partido de fútbol, la presión ciudadana quizá no se sostuvo lo suficiente como para promover consigo verdaderos cambios.

En las primeras semanas luego del derrame, las redes sociales se habían inundado de imágenes de animales cubiertos de petróleo, de videos de las aguas ennegrecidas, de publicaciones de indignación y de convocatorias para afrontar el desastre. Incluso Instagram, que por lo general se acerca más a ser una colección de momentos felices y de cotidianidad embellecida, estaba desbordado de rabia y de frustración. Había personas dispuestas a limpiar el crudo con sus propias manos y otras a cortarse el cabello para, en teoría, colaborar con la remediación del derrame. Hasta que el Ministerio del Ambiente no informara sobre su baja efectividad, los peruanos, multitudinariamente, nos llevábamos las tijeras al cabello como si se tratara de un trending challenge. Natalie Vértiz, una conductora de televisión, con grado de influencer en las redes sociales, ofreció descuentos en su peluquería para aquellos que quisieran donar su cabello. Además de la acción de Vértiz, la prensa de espectáculos recogió a modo de antología los diversos pronunciamientos de las figuras públicas asociadas al entretenimiento, desde conductores de televisión hasta músicos, actores y líderes de opinión. Pero el tema, que había sido día y noche la única tendencia sostenida, al cabo de unas semanas se evaporó.

Según datos de Google Trends, la mayoría de nosotros perdimos interés sobre esta tragedia ecológica —o al menos dejó de ser parte de nuestro universo digital— a la tercera semana después de ocurrida. En los primeros días del derrame, Oceana Perú, una organización que vela por la protección de los mares y las playas, recibía en Twitter miles de interacciones con su contenido relacionado al tema. En una de sus publicaciones más recientes, hecha el 28 de febrero, superó apenas los 700 retuits. En esa comunicación Oceana pedía: “No olvidemos ni dejemos de lado esta lucha. Las noticias pasan, el desastre queda”.

Desde la masificación de las redes sociales, diversos autores han advertido sobre su doble filo. Noam Chosmky, uno de los más importantes pensadores contemporáneos, desconfía de su potencial para crear relaciones más allá de lo superficial. Zygmunt Bauman opina que estas son “una trampa”, que no funcionan verdaderamente para ampliar los horizontes, sino para solo escuchar “el eco de nuestra propia voz” y reafirmar nuestros sesgos. Además, en su libro Modernidad líquida (1999), el sociólogo polaco-británico ya escribía con pesimismo sobre el destino que suelen tener las causas comunes en la sociedad contemporánea. Para Bauman la “libertad sin precedentes” que vivimos en la actualidad ha llegado acompañada de una “impotencia también sin precedentes”. Es decir, cada vez nos sentimos menos capaces de cambiar las cosas. Byung-Chul Han, en su ensayo En el enjambre (2014), donde analiza cómo las redes sociales han transformado la sociedad y las relaciones, escribe: “Las olas de indignación son muy eficientes para movilizar y aglutinar la atención”, pero son “demasiado incontrolables, incalculables, inestables, efímeras y amorfas” como para tener impacto en el discurso público.

Sin embargo, a pesar de todo este escepticismo, la historia reciente muestra diversos movimientos por los derechos civiles que han tenido origen en las plataformas digitales. Uno de los más globales y que se ha sostenido persistentemente a lo largo de los años es el Black Lives Matter, por ejemplo. Del mismo modo han nacido muchos otros con banderas a favor del feminismo, las minorías sexuales, la democracia, la educación y los derechos humanos. En el Perú, grandes movilizaciones ciudadanas tuvieron también su origen en las redes sociales. Es innegable el papel que jugaron estos canales en las manifestaciones de noviembre de 2020, que concluyeron con la renuncia a la presidencia de Manuel Merino.

Entonces, ¿por qué la sonora indignación tras el derrame de Repsol se diluyó tan pronto? La inestabilidad política de los últimos años es uno de los factores determinantes. A apenas siete meses de estrenar un nuevo presidente y un nuevo Congreso, casi la mitad de la población ya se siente defraudada y disconforme. Vuelven a sonar, cada vez con más fuerza, las voces del pasado reciente: que se vayan todos. Pero ¿esto acaso nos garantiza que vendrá algo mejor? La ciudadanía peruana, desde hace mucho tiempo, se enfrenta a un juego de azar en el que nadie gana, obligados constantemente a elegir sin opciones y en donde la pregunta decisiva se podría configurar como la de un perverso programa de concursos: ¿se quiere quedar con el problema que tiene o desea saber qué problema hay detrás de la puerta número tres?

Guillermo Salas Carreño, antropólogo y docente de la PUCP, opina que el rápido desentendimiento sobre el caso Repsol también puede deberse a una narrativa que, desde los años noventa, “se centra en el esfuerzo individual y desatiende las cuestiones que tienen que ver con el bien público”. Además, menciona que este desastre ecológico ocurre en medio de un hastío ciudadano frente a la clase política, de una desesperanza en cuanto a las instituciones del Estado y en orfandad de organizaciones preexistentes y amplias mediante las cuales se hubiera podido canalizar esa indignación, lo que resultó en que esa efervescencia colectiva se disipe. Asimismo, Salas Carreño recuerda los cientos o miles de desastres ambientales previos que han sucedido en la Sierra o la Amazonía y no han recibido esta atención por no haber tenido lugar en la capital. "Tenemos en el país una geografía jerarquizada racial y étnicamente, en donde infravaloramos a quienes están lejos de Lima y de las ciudades".

La oficial de justicia ambiental y climática de Oxfam en el Perú, Suyana Huamaní, comenta que, además de que el tema ha ido perdiendo interés mediático, ningún actor del Ejecutivo ha liderado la atención del desastre ecológico. Por ello, más allá de exigir responsabilidad a la empresa, los ciudadanos no han encontrado una autoridad visible que gestione sus reclamos o que rinda cuentas por parte del Estado. “La sociedad civil ha intentado hacer algo. Pero las formas de contribuir son muy complejas o han estado fuera de su alcance. Hubo esfuerzos por realizar acciones, pero no se ha podido organizar su indignación”, explica.

Fernando Bravo Alarcón, sociólogo con magíster en desarrollo ambiental, asegura que esta es la forma común en la que se procesan estos eventos en el país. “Las olas de indignación pública son momentáneas. Luego solamente se convierten en una efeméride, en un aniversario”, comenta. A pesar de ello, Bravo encuentra cierta luz al final del túnel, y asegura que el interés por la preservación del medioambiente se ha ido incrementando con el tiempo. Antes de 2008, los asuntos ecológicos no figuraban en la lista de las principales preocupaciones de los peruanos. Desde la creación del Ministerio del Ambiente y desde que el debate sobre el cambio climático se coló en la conversación pública el tema ha ido cobrando relevancia. “Aún aparece como una preocupación menor, al final de lista, pero al menos ya está presente”, afirma.

El estado del problema

El pasado 5 de marzo, la empresa Repsol comunicó que, hasta esa fecha, tenía un avance del 89% “en su cronograma de limpieza y acciones de primera respuesta frente al derrame de petróleo”. ¿Esto significa que dentro de poco el pedazo de océano afectado volverá a ser el de antes? Lamentablemente, no. El problema, aunque ha perdido protagonismo en las redes sociales y los medios, persistirá.

Juan Carlos Riveros, director científico de Oceana, afirma que “el ecosistema no volverá a ser el mismo”. Según explica el especialista, en unos meses, luego de la limpieza, retornará cierta comunidad marítima a la zona, pero puede que muchas especies no lo hagan y que no se recupere el potencial de pesca. “Es posible que algunas especies regresen, que otras desaparezcan y es posible que no aparezca ninguna especie de valor comercial”, explica. En cualquier caso, la situación es particularmente delicada para cientos o miles de familias de la zona que subsisten directa o indirectamente de la pesca.

“De acá a cinco o seis meses deberemos contar con la capacidad tecnológica y técnica para medir la inocuidad del agua, y no la tenemos”, comenta Riveros, y asegura que aun cuando el mar se vea limpio de marea negra, las consecuencias persistirán durante años. “Se debe hacer un seguimiento de la situación de cómo se ha afectado la pesca y su valor dentro de esa estructura social”. Además, asegura que es importante que se monitoree la salud de las personas del lugar, sobre todo de aquellas que participaron en la remediación del desastre, quienes en muchos casos no recibieron capacitaciones ni implementos de seguridad para tratar con el crudo.

Ian Vazquez, profesor principal del Departamento de Ingeniería de la PUCP, tiene una mirada más optimista acerca de la recuperación de la pesca. “No debemos subestimar la capacidad que tiene el océano de poco a poco ir purificando”, comenta, y asegura que con el tiempo el potencial de pesca estará en niveles similares a los de antes del derrame. Sin embargo, critica la poca capacidad de reacción que tuvo Repsol y la ausencia del Estado para cumplir un rol subsidiario con la población afectada.

Asimismo, Vazquez recuerda cómo estaban las playas contaminadas incluso antes del derrame de petróleo. “Eran un verdadero botadero de basura. La mayor parte de esa basura es plástico. ¿Qué es el plástico? Crudo de petróleo refinado. No digo que sea más grave, pero mucho menos grave no es”, comenta. En ese sentido, señala dos puntos que le gustaría que quedasen como legado. El primero: que el Perú desarrolle un marco legal y un marco tecnológico para actuar frente a desastres como el de Repsol, no solo a nivel océano, sino también fluvial. En segundo lugar, que se empiece a desarrollar una conciencia integral, desde la ciudadanía y las autoridades, para el cuidado del mar y la costa.

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