Un niño de diez años confiesa a sus papás que su tío lo maltrata, pero ellos no le creen y siguen actuando como si no pasara nada. Una madre sabe que su esposo abusa sexualmente de la hija de ambos, pero decide no denunciar pues siente rivalidad con ella al creer que su esposo la prefiere. Una adolescente cuenta a sus padres que su hermano la toca de forma indebida, pero ellos creen que lo inventa todo y le dicen que cómo es posible que desprestigie así a su hermano. Una familia se entera de que un niño de doce años ha sido abusado por un trabajador de la casa y, aunque lo despiden, todos culpan al chico de lo sucedido.
Por más increíble que parezca, todos estos ejemplos son casos reales. Pasan más a menudo de lo que podríamos imaginar, haciendo que las víctimas sufran no solo por el hecho, sino además por la falta de apoyo e incluso culpabilización de la propia familia. Pero ¿por qué sucede esto? Quizá la razón más común se reduzca a lo siguiente: la familia no quiere que aquello sea verdad. Y entonces lo evita, lo minimiza o lo ignora. Estoy seguro que si preguntáramos en casa cómo reaccionarían frente al abuso a un miembro de la familia, la respuesta sería contundente: lo protegerían y denunciarían el delito. Pero la situación puede cambiar cuando el que comete dicho delito es otro miembro de la familia. Uno que también aman y del que tienen el mejor concepto. Entonces todo se vuelve más complejo y confuso, porque cuesta creer que un ser querido pueda ser capaz de algo así.
Cuando pensamos en un agresor, imaginamos a una persona que calza con nuestra idea de maldad y perversión. Pero quienes abusan sexualmente de otra persona no siempre son figuras sombrías en callejones oscuros. Muchas veces están ocultos en nuestra familia, vecinos, amigos o colegas de trabajo. Aunque para la mayoría de nosotros es incomprensible que un pariente cercano pueda realizar un acto tan atroz, lo cierto es que una enorme cantidad de abusos sexuales a menores los comete un familiar. Según la Fundación ANAR, en España, casi la mitad de todos los casos suceden dentro del propio hogar. De ellos, los agresores más frecuentes son el padre (23,3%), la pareja de la madre (5,4%) y el tío (5,4%).
Y esa excesiva cercanía con el delito hace que casi un 40% de las familias nieguen los hechos. Para entender mejor este tipo de reacciones, es necesario mirar con detenimiento el contexto. ¿Qué hay detrás de un encubrimiento familiar? Aquí me gustaría ofrecer algunas explicaciones:
- Quizá lo primero sea una mezcla de sentimientos abrumadores (como el miedo, la vergüenza o la ira), los cuales intervienen al momento de tomar acciones ante un abuso dentro del entorno familiar.
- “No nos puede estar pasando esto a nosotros”. Este tipo de negación o resistencia a enfrentar la realidad lleva a que muchas familias nieguen los hechos por lo doloroso que sería aceptarlo.
- Negligencia o disfunción familiar. En estos casos, no existe la conciencia del daño o, ante tanta disfunción en el hogar, el abuso se percibe como algo más, restándole importancia.
- Dependencia física, emocional o financiera con algún miembro de la familia, cuyo vínculo se pondría en peligro si se acepta la agresión.
- Una idea incorrecta sobre qué tipo de personas podrían abusar sexualmente de otros.
- Violencia transgeneracional y/o normalización del abuso. En estos casos, nos encontramos con familias en donde hay antecedentes de este tipo de conductas, las cuales han sido normalizadas con el paso del tiempo. Es un “secreto a voces” del que nadie habla.
- Pánico a las consecuencias. Por ejemplo, a reconocer la traición de alguien respetado y de confianza. Es una forma de evitar el tránsito de la desilusión. De mantener las cosas como están, a pesar de que pueda producir más daño. Al fin y al cabo, es durísimo aceptar que una persona amada, a la que consideramos “buena persona”, pueda ser un agresor sexual.
Pero nuestra mirada no solo debería enfocarse en la indignación del encubrimiento, sino principalmente en los efectos que éste provoca en las víctimas. Cuando los padres de una niña niegan su experiencia de abuso, en lugar de reparar y establecer un espacio de protección, se le retraumatiza al punto de instaurar en ella una profunda sensación de vulnerabilidad, abandono y desconfianza. Si ni siquiera mi familia me protege ante un abuso, ¿quién más lo hará? ¿En quién más puedo confiar? Es así que se perpetúa la impunidad, porque la falta de refugio y amparo hace que la víctima se sienta menos motivada a denunciar el delito.
De esta manera la persona atraviesa por dos experiencias traumáticas: el abuso en sí y la negación del abuso. Porque encubrir no es otra cosa que negar la dolorosa realidad de una agresión. Y al hacerlo, sus robustas raíces quebrantan la salud mental de la víctima y la forma en que se percibe a sí misma. Aunque se sabe que sufrir un abuso puede ser detonante de un problema emocional severo, no se habla mucho sobre las consecuencias psicológicas del encubrimiento. Y esta clase de silencio puede ser devastador a largo plazo, e incluso puede gatillar un trastorno. Por eso los traumas de la invalidación familiar suelen tomar tiempo en sanar: porque es la desprotección de quienes más deberían protegernos. Una honda desilusión que debe evitarse para no dañar a quienes amamos.