Cuando su padre murió, Stephanny no pudo despedirse de él ni enterrarlo en un camposanto en compañía de toda su familia. No pudo expresar todas las emociones que se juntaron en ese momento: mucha tristeza mezclada con rabia porque aún cuando su madre movió cielo y tierra en Iquitos para conseguirle un ventilador mecánico, no hubo personal médico que pudiera atenderlo en forma oportuna. Varios amigos les ofrecieron su ayuda, pero nadie pudo evitar que perdieran al jefe de su hogar por el coronavirus en mayo de 2020.
Al comienzo, Stephanny, de 17 años, hablaba poco sobre cómo se sentía, hasta que meses después empezó a sufrir desvanecimientos y convulsiones. Los episodios se hicieron tan recurrentes que Cathy, su mamá, decidió llevarla a Lima para que pasara una revisión médica. Le hicieron una tomografía y una resonancia magnética, pero los resultados no arrojaron nada irregular. Stephanny no estaba enferma. No tenía heridas físicas visibles, pero sí emocionales. Esos desmayos eran una forma de expresar su tristeza. “Mis hijas no han visto a su padre regresar a casa. La última vez que lo vieron fue cuando dijo que se iría a hacer un chequeo y mi esposo ya no regresó más”, cuenta Cathy en una de las llamadas telefónicas que tuvimos para conocer su historia.
Si la muerte de un ser querido a cualquier edad es difícil, para los niños y adolescentes la pérdida de su madre o padre es un hecho particularmente desestabilizador, que altera el curso de sus vidas en más de un sentido, pues muchos no alcanzan a comprender qué es lo que sucedió. No solo pierden a alguien que aman, sino que pierden también la figura que les provee de seguridad y apoyo, incluyendo el económico, lo que los vuelve más propensos a abandonar la escuela y a desarrollar trastornos emocionales con efectos a mediano y largo plazos. “La pandemia va a dejar una huella enorme en esta generación, para ayudarlos vamos a necesitar reformas radicales”, ha dicho la doctora Rachel Kidman, investigadora de la Universidad de Stony Brook, que realizó el primer estudio sobre los huérfanos del coronavirus en Estados Unidos, publicado en la revista Jama Pediatrics. En el Perú aún no se han realizado estudios académicos de este tipo.
Hace unos días se cumplió un año de la muerte de Robert Falcón, el padre de Stephanny. Era miembro de Bomberos Unidos Sin Fronteras y responsable de Defensa Civil en la ciudad de Iquitos. Su trabajo era motivo de orgullo para su familia y lo hizo una persona muy querida en su comunidad. Por eso, cuando se contagió de covid-19, todos intentaron ayudarlo hasta conseguir un ventilador mecánico que fue enviado desde Lima, pero hasta hoy su familia recuerda con amargura que no hubo personal especializado que pudiera hacerse cargo del equipo en el hospital para atenderlo. “Él daba su vida por su trabajo y al final ha muerto como si fuera cualquier cosa”, dice su viuda.
Stephanny ya no tiene desmayos frecuentes desde que se hizo el chequeo. Una psiquiatra le recetó medicamentos, pero ahora lidia con crisis de ansiedad. Su hermana Danika, de 11 años, también ha empezado a tener cambios en sus emociones y conducta. Antes siempre le pedía a su papá que la lleve al trabajo, hoy no quiere despegarse de su mamá. Un deseo que no siempre es posible porque Cathy trabaja en un centro de estética y la mayor parte del tiempo está fuera de casa, lo que ha puesto rebelde y de mal humor a la niña. “A veces hace cosas que me dan ganas de darle una ishangeada”, dice su madre. En la Amazonía, la ishangeada es un castigo o correctivo tradicional que consiste en rozar o golpear partes del cuerpo con una ortiga, también conocida como ishanga.
Cathy ha sentido muchas veces que no puede con todo en casa. No le está siendo fácil sobreponerse ella misma a la muerte de su esposo y ayudar a sus hijas, como tampoco puede cubrir los gastos que antes compartía con él para darles una buena educación, alimentación y vestido a sus niñas. Esta joven mamá iquiteña no quiere que ellas dejen sus estudios y tengan que ponerse a trabajar para sobrevivir a la crisis, como ha ocurrido con muchos hogares.
En el Perú, uno de los países con la más alta tasa de mortalidad por covid-19 en el mundo, la pandemia ha significado el quiebre de muchas familias. Hay quienes han perdido a sus dos padres, a los abuelos, hermanos, tíos y, en algunos casos, a todos los que vivían en casa. Muchos hogares han experimentado cambios considerables, pues al duelo se han sumado las carencias económicas y el continuo confinamiento, que han llegado a influir en el bienestar de todos los integrantes, principalmente, de los más pequeños. Aunque no existe un registro detallado, el Gobierno estima que alrededor de 10.900 niñas, niños y adolescentes han quedado en situación de orfandad debido a la muerte de su madre o padre por la covid-19. Por eso, el 6 de marzo de este año se aprobó un decreto supremo para la entrega de una pensión mensual de S/ 200 a los menores hasta que cumplan 18 años.
A inicios de abril, el Programa Integral Nacional para el Bienestar Familiar (Inabif) había evaluado cerca de mil solicitudes, pero ahora podrían haber ingresado unas tres mil. El problema está en que solo 861 menores han sido reconocidos como beneficiarios hasta el momento. Tras revisar los padrones, Salud con lupa ha identificado que los menores para quienes se aprobó esta asistencia económica pertenecen a 554 familias. Casi el 60% está en Lima, 7% en el Callao y 6% en Piura. Esto significa que el Gobierno aún no descentraliza la pensión de orfandad por covid-19 y hace falta una campaña de comunicación oficial dirigida a las personas beneficiarias en las regiones y en su lengua materna, si se apunta a las de mayor pobreza en los Andes y la Amazonía.
Sin papá en casa
A Mateo le cuesta mucho dormir desde la muerte de su papá. Ahora toma pastillas para descansar y evitar que los dolores en el pecho lo despierten sobresaltado. Su mamá no puede pagarle una terapia psicológica aunque sabe que la necesita para sobrellevar toda la tristeza que carga como una mochila pesada. Ella no ha tenido otra alternativa que darle algo de alivio con relajantes que le recetó un médico.
El padre de Mateo murió de covid-19 en enero pasado. Desde entonces, él se ha vuelto un adolescente más callado que antes y pasa la mayor parte del tiempo solo en su habitación, donde escucha sus clases virtuales y evita hablar con otras personas. “Sigue deprimido, a veces está bien, a veces está mal. En el colegio le pedían el curso de danza y tuve que llamar. Mi hijo no está para estar bailando”, cuenta Patricia.
El psicólogo Manuel Saravia, director del Instituto Guestalt de Lima, dice que frente a la pérdida de sus padres hay niños que pueden presentar desde cuadros de ansiedad, depresión, problemas para dormir, dolores de cabeza, sudoración permanente y hasta dolores abdominales. “Es un trauma que puede llevar a distintos tipos de somatizaciones del cuerpo. Más aún en un momento de una grave crisis como la que vivimos”, apunta.
Además, el confinamiento ha intensificado su dolor. No reciben la visita de sus familiares, no interactúan con sus compañeros del colegio y maestros para expresar cómo se sienten. En su estudio sobre los huérfanos de la pandemia, la doctora Kidman dice que las escuelas tendrán en adelante que realizar mayores esfuerzos para ayudar a esta población infantil tan afectada y vulnerable por la pérdida de sus seres queridos. “Ahora mismo, los niños necesitan regresar a las escuelas para que puedan socializar con sus amigos y tener acceso al apoyo, tales como intervenciones que les ayuden con su aflicción y su salud mental”, explica.
Carlos, el padre de Mateo, tenía 49 años y era taxista en Uber. Al comienzo de la pandemia dejó de trabajar y se dedicó a su familia para darles un poco de tranquilidad, pero la necesidad lo obligó a volver con su taxi a las calles en octubre pasado. Por precaución cumplía con un protocolo de sana distancia en casa, donde los abrazos con su hijo estaban suspendidos para evitar el riesgo de contagio.
Una tarde de sábado, Carlos sintió el cuerpo adolorido. Poco después empezó la fiebre y su esposa decidió aislarlo en casa. “Cuqui, no vaya a ser covid”, le dijo. El lunes una prueba molecular le confirmó el diagnóstico. Estuvo casi veinte días internado en el Hospital Arzobispo Loayza debido a una neumonía por el virus cuando los doctores le dijeron a Patricia que necesitaba una cama en cuidados intensivos.
Antes de que una ambulancia trasladara a Carlos al Hospital de Emergencias Villa El Salvador para ocupar una cama UCI, le permitieron comunicarse con su esposa. “Yo no sabía que era para despedirse, no sabía que eso hacen con los pacientes que van a ser intubados”, cuenta ella. A los días, le avisaron que tenían que hacerle una traqueotomía, una incisión en la tráquea que permite acceso directo a las vías respiratorias cuando un paciente tiene dificultad para respirar por la boca y nariz. Patricia fue al hospital para firmar los papeles de la operación, pero el viernes 15 de enero la llamaron para decirle que Carlos había fallecido de un paro cardíaco. Después de un mes de ser internado, su cuerpo no resistió más.
Desde entonces, Patricia ha pasado gran parte del tiempo buscando explicaciones que le ayuden a entender si hay algo que pudo haber hecho diferente para evitar que su esposo muriera. Ella y Mateo viven con miedo de contraer covid-19 porque cada vez que repasan todos los cuidados que tuvieron con Carlos no entienden cuándo ocurrió el contagio. “Mi hijo me tiene solamente a mí, no tiene a nadie más”, nos dice Patricia en una llamada telefónica. Esa responsabilidad incrementa su estrés al tener que haber asumido todas las necesidades del hogar.
Según los reportes del Ministerio de Salud, los hombres suman más de la mitad de los muertos a causa del coronavirus. Siete de cada diez tenían 60 años o más cuando fueron afectados por la enfermedad. Y aunque se sabe que la covid-19 ha sido más devastadora entre la población adulta mayor, no significa que las muertes de personas más jóvenes, como el esposo de Patricia, sean casos aislados. Tres de cada diez hombres fallecidos tenían entre 30 y 59 años. En ese rango de edad también se encontraban 1 de cada 4 de mujeres que se ha llevado el virus.
Una de ellas fue Maribel, madre de un niño de doce años y vendedora de ropa en San Martín de Porres. Cuando se contagió de covid-19, nadie en su familia esperaba que pudiera ser grave porque era joven y hasta entonces había sido una mamá sana. Su muerte, el 23 de febrero pasado, fue un golpe muy duro, pues su hermano había fallecido en 2019 a causa de otra enfermedad. “Aún no nos reponíamos de esa pérdida. Él también era joven, tenía 33 años”, lamenta Lucía, su madre.
La primera vez que nos pusimos en contacto con Lucía se acababa de cumplir un mes de la muerte de Maribel. Estaba muy preocupada porque el padre de su nieto Junior siempre estuvo ausente, no pagaba la pensión por alimentos y tampoco visitaba al niño en su casa. Por eso, la abuela lo llevó a vivir con ella a Breña, asumió como pudo su cuidado y manutención, pero no trabaja por el riesgo que significa para una adulta mayor salir a la calle en medio de la emergencia sanitaria.
La noticia de que el Gobierno entregará una pensión de orfandad ha sido un alivio para ella. Solo espera cumplir con todos los requisitos y acceder pronto a este apoyo económico. Lucía hace lo posible para que su nieto no pierda el año escolar porque ha sido difícil para él cambiar de casa, rutinas y acostumbrarse a que no verá más a su mamá.“Lo más recomendable es que el duelo no se esconda. De acuerdo a la edad, hay que darles una explicación (...) Los niños tienen que procesar el dolor”, recomienda el psicólogo Manuel Saravia.
Una pensión que necesita ser mejor comunicada
Hay familias que califican a la pensión de orfandad por covid-19 pero no se han enterado aún de este derecho. A diferencia de otros programas de asistencia económica que ha ofrecido el Estado peruano durante la pandemia, la entrega de esta pensión depende de que las personas la soliciten. No hay trabajadoras sociales visitando hogares o centros comunitarios con orientadores para brindar mayor información.
No se ha tomado en cuenta que muchos de los posibles beneficiarios de la pensión de orfandad están en un momento muy duro y que no tienen ni tiempo ni ganas de estar pendientes de las noticias. Patricia dejó de ver noticieros luego de la muerte de su esposo por recomendación médica. “El doctor me ha dicho que me mantenga al margen”, comenta. Aún tiene frescas las imágenes de Carlos en el hospital y de la última llamada que compartieron. Por eso no quiere mortificarse más con las tragedias que a diario transmiten los medios.
Patricia se contactó con Salud con lupa para informarse sobre la pensión de orfandad luego que una amiga le reenvió un mensaje de WhatsApp de una convocatoria que hicimos para conocer cómo era la experiencia del trámite entre los beneficiarios. Lo primero que nos preguntó fue si la pensión era real o si se trataba de una de las tantas cadenas de desinformación o estafa. Lo mismo ocurrió con Lucía, quien nos contactó gracias a la madrina de su nieto que recibió el mensaje y se animó a preguntar más detalles. Su principal preocupación era saber si ella, siendo la abuela, podía solicitar la pensión de orfandad, teniendo en cuenta que el papá del niño no se hacía cargo de él.
Entre las más de 40 personas que se comunicaron con nosotros había profesoras, dirigentes de ollas comunes y promotoras de salud que buscaban saber más sobre la pensión de orfandad por covid-19 para ayudar a las familias que conocían y merecían esta asistencia económica. Los requisitos que se deben presentar para solicitar esta pensión incluyen una carta simple, una declaración jurada, una partida de nacimiento del menor o una resolución judicial de adopción. En el caso de ser tutor legal, una resolución judicial o escritura pública que confirme la tenencia o acogimiento familiar.
Con esos documentos, Inabif realiza un cruce de información con Sinadef y Reniec para acreditar el vínculo entre la persona fallecida, la que será beneficiaria y la que administrará la pensión. La prioridad son las familias en situación de pobreza y pobreza extrema. Por eso los datos también se verifican con el Padrón General de Hogares. “En los casos más sencillos, si no hay que solicitar más información porque todo está claro, la evaluación demora aproximadamente 15 días”, indica la viceministra Cynthia Vila. En los casos más complejos, puede tomar hasta 30 días.
Hacer el trámite de forma virtual no ha sido un proceso fácil para muchas de las personas que nos contaron sus casos. Con excepción de Lucía, la mayoría de mujeres que conversaron con Salud con lupa dijeron no haber escuchado sobre la pensión de orfandad por covid-19 hasta que recibieron el mensaje que difundimos por WhatsApp.
De acuerdo a la viceministra Cynthia Vila, el Estado ha hecho una estrategia de difusión a través de redes sociales y medios de comunicación, pero la pensión es a pedido de parte. “Todas aquellas personas que consideren que requieren esta pensión, la tienen que solicitar”, apunta. Hasta el momento, el presupuesto destinado a esta asistencia económica para este año es de S/ 21.9 millones.
Si bien se ha dado este primer paso para proteger a los niños y adolescentes, la pensión no debe ser la única estrategia de intervención del Estado en los siguientes años. “Hacen falta reformas nacionales de gran alcance que aborden los efectos colaterales en términos del acceso a la salud física y mental, educación y economía que afectan a los niños en orfandad”, dice la doctora Kidman.
La pandemia de covid-19 es una crisis en múltiples y diversos sentidos. La atención en los indicadores sobre el número de enfermos y muertos le ha restado importancia a otras realidades que también está dejando esta temible enfermedad. Allí oculta aún está la dimensión de la tragedia de miles de niñas, niños y adolescentes huérfanos.
*Si bien esta fue la cifra inicialmente calculada por el gobierno, de acuerdo a un estudio global publicado en julio de 2021 en la revista The Lancet, en Perú existirían más de 98 mil menores que perdieron a sus cuidadores debido a la covid-19.