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Cuando la realidad se quebró

Los hombres que piensan en morir: soledad, desempleo e ideas suicidas en los adultos mayores

Chile es uno de los países con la tasa más alta de suicidios en hombres mayores de la región. Con el confinamiento, muchos han perdido sus empleos y esto ha generado un aumento en los cuadros severos de depresión.

Eran las cuatro de la mañana del jueves 28 de mayo. Luis Silva, un hombre de 75 años que toda su vida condujo camiones, lloraba solo frente al televisor encendido que informaba que en Chile ya había miles de contagios de Covid-19. Pero él no prestaba atención a la pantalla. Su mirada estaba fija en una soga que había colgado de una viga del segundo piso de la casa. Acababa de cumplir dos meses de confinamiento y llevaba tres días sin poder dormir por la angustia: sentía una presión en el pecho que no lo dejaba respirar bien, tenía palpitaciones y mucha tensión muscular. Nunca antes había estado tanto tiempo sin ejercer el oficio que practicó por cincuenta años. Estaba solo, casi no hablaba con nadie y se sentía desesperado por no saber qué hacer con sus días. Hasta que llegó a un límite. Esa noche estuvo horas mirando la soga, indeciso frente a la posibilidad de ponerle fin a su vida. “Solo lloraba y lloraba ––dice al recordarlo–– Ya no aguantaba más”.

Al amanecer, en un intento por encontrar alivio, Luis llamó a una emisora de radio para contar que tenía pensamientos suicidas. “Entonces se me cayeron las lágrimas y les dije: si sigo con la depresión por estar encerrado, voy a tener que terminarme”, relata. El equipo de la radio lo derivó de inmediato con FonoMayor, la línea telefónica gratuita del Gobierno a la cual pueden acudir las personas mayores de 60 años que necesitan apoyo psicológico. “Su llamada fue de angustia, de quien está en un lugar con bastante neblina y le cuesta ver con claridad ––recuerda Eduardo Guzmán, el psicólogo que atendió a Luis––. Contó llorando que se sentía atraído y al mismo tiempo repelido por la idea, pero que no hallaba más salida a su sufrimiento”. Luego de hablar con él durante horas por teléfono, consiguió que descolgara la cuerda. Pero Guzmán sabe que fue un logro momentáneo: sin una terapia constante ni las herramientas psicológicas necesarias, en cualquier instante se puede detonar una nueva crisis.

En las llamadas a FonoMayor, los psicólogos indagan en los malestares urgentes de la persona. En el caso de Luis, Guzmán identificó que era el no poder seguir trabajando. Su angustia ante la imposibilidad de ejercer su oficio la comparten muchos hombres que recurren a la línea. En abril, por ejemplo, los profesionales atendieron a un señor mayor de 70 años con riesgo suicida que prestaba servicios de albañilería en una municipalidad y fue despedido en marzo por la pandemia. “Era un hombre separado hace muchos años, que estaba muy solo y tenía poca conexión con sus hijos. Sentía muchas ganas de trabajar y seguir teniendo recursos. No solo había esta sensación de que ya no sirvo, sino además de que me dejaron sin trabajo”, explica Susana Rojas, la psicóloga que habló con él. Ella también atendió a un hombre mayor que tenía un puesto en una feria al sur de Chile, al que Carabineros dijo que no le iba a renovar la patente que le permitía trabajar. “En ese momento el hombre colapsó, y fue un caso que entró urgente a la línea porque estaba amenazando con matarse en ese preciso instante: se iba a tirar a una autopista para que lo atropellaran”, cuenta.

Perder el empleo o no poder ejercer un oficio afecta particularmente a los hombres mayores que nunca dejaron de trabajar. Por un lado, por la vulnerabilidad económica que trae el dejar de percibir ingresos, algo complejo en un país donde la pensión básica está por debajo del salario mínimo. Pero también porque dejar de trabajar puede gatillar una inesperada crisis de identidad. Rojas explica que la valoración que pone un hombre en el dinero y todo lo asociado a la idea de proveer, de no depender de nadie más, y de ser económicamente autosuficiente, lo lleva a valorarse a través del trabajo, como si el oficio definiera todo lo que es y lo que representa ante los demás. Ella lo ha visto en los casos que ha atendido y asegura que se da una mezcla de ambos factores. “Algunos de ellos ya habían pasado la edad de jubilación y por necesidad habían seguido trabajando. Pero muchos también lo hacían por esta sensación de que no puedo sentirme inútil”, precisa. Los datos del Servicio Nacional del Adulto Mayor muestran que un tercio de las personas mayores que se jubilan en Chile sigue laborando.

Cuando la persona siente que su identidad se ha quebrantado pueden surgir pensamientos suicidas. Sin aquello que le da forma a su existencia, sólo queda una insoportable interrogante: ¿si no soy lo que hago, entonces quién soy?

Quienes atienden las llamadas a FonoMayor son psicólogos de la Fundación Míranos, que se dedica a la prevención del suicidio en este grupo etáreo. Su presidenta, Ana Paula Vieira, cuenta que en los primeros seis meses de pandemia atendieron a 900 personas mayores y 200 familiares y cuidadores. Una de cada dos personas manifestó síntomas claros de deterioro en salud mental, como angustia, crisis de ansiedad, crisis de pánico o trastornos del sueño. Casi 90 llamaron por conductas suicidas, como Luis. No es posible comparar estas cifras con lo que ocurría antes de marzo, porque la línea amplió su horario de atención, pero los profesionales estiman que han recibido el doble de llamadas relacionadas a suicidios y que la intensidad también ha cambiado: antes los contactaban porque estaban pensando en la muerte, pero ahora varios lo hacen con un plan de cómo cometer el acto.

Los especialistas y las autoridades coinciden en que la pandemia ha intensificado una crisis de salud mental que ya existía en el país. Los datos del Ministerio de Salud (Minsal) muestran que casi 1.500 adultos mayores se suicidaron en menos de cinco años. Ellos son los que más atentan contra su vida, sobre todo los mayores de 70, quienes presentan la tasa más alta de suicidio de toda la población. “Los varones tienen más convicción de lo que van a hacer, son menos impulsivos en comparación a otros grupos y usan métodos más violentos y efectivos, como el ahorcamiento y el arma de fuego”, explica Vieira, quien analizó datos de quince años de muertes autoinfligidas en Chile.

Al estudiar los datos del Minsal, Vieira constató un hecho revelador y preocupante: por cada mujer mayor que se quita la vida en Chile, lo hacen diez hombres. Aunque no es posible asignar una sola causa a este fenómeno, ya que el suicidio responde casi siempre a múltiples factores, los expertos aseguran que los prejuicios sobre la vejez y los estereotipos asociados a la masculinidad ––como que los hombres no lloran, son proveedores, fuertes, o no necesitan ayuda––, dan luces de la presión adicional que sienten al envejecer, la falta de herramientas emocionales para lidiar con ciertos cambios de la edad, y las bajas posibilidades que tienen de recibir a tiempo atención médica en salud mental.

Han pasado cinco meses desde la noche en que Luis pensó en dejar de existir. Hoy explica que lo que gatilló su depresión fue sentir que manejar camiones, recorrer largas distancias hasta llegar a un destino y conocer distintos lugares, era lo único que daba sentido a su vida. Esa es una emoción con la que aún lucha. “La maldita pregunta que me hago es por qué tengo que estar pensando siempre en trabajar, cuando tengo mi casita propia y mi jubilación satisface mis necesidades. Pero cada día me levanto y me acuesto pensando quiero trabajar, quiero trabajar, quiero trabajar”, se lamenta.

Desde que a los dieciocho años aprendió a manejar, su pasión fue conducir enormes vehículos de carga con acoplados. Durante décadas recorrió gran parte del sur del continente manejando miles de kilómetros por la ruta Panamericana, desde Punta Arenas ––una ciudad a orillas del Estrecho de Magallanes–– hasta Montevideo, Brasilia y Buenos Aires, llevando desde ganado vivo hasta barriles de cerveza. “Con la profesión de camionero me sentí realizado. Manejaba un tremendo camión acoplado con rampa y era un gran señor chofer. ¡Recibía la admiración de la gente cuando pasaba por las ciudades! Eso lo hacía valer a uno en esos tiempos”, recuerda Luis con orgullo. Para él, su oficio era mucho más que una forma de ganar dinero o de ocupar su tiempo en algo: recorrer una carretera lo hacía sentir vivo y libre. Por eso, aunque se jubiló hace nueve años, nunca dejó de trabajar. Hasta que la pandemia lo obligó a encerrarse en su propia casa. Según el psicólogo Guzmán, cuando la persona siente que su identidad se ha quebrantado, cuando la vida parece haber perdido su único sentido, cuando una ruptura abrupta consigo mismo le hace pensar que ya no vale la pena seguir viviendo, pueden surgir con fuerza pensamientos suicidas. Sin aquello que le da forma a su existencia, sólo queda una insoportable interrogante: ¿si no soy lo que hago, entonces quién soy?

El psiquiatra Roberto Sunkel dirige el área de salud mental para las personas mayores en el Instituto Nacional de Geriatría. Desde su especialidad, ha acuñado un concepto para explicar por qué dejar de ejercer un oficio puede detonar una crisis emocional. Lo llama el “síndrome del bastón único” y se manifiesta cuando la identidad de una persona depende de una sola actividad o función, como un oficio, la maternidad o el matrimonio. Yo soy mi trabajo y me defino como camionero. Yo soy mi familia y me defino como madre o como esposa. Y sobre esa base se apoya toda mi vida y la forma en cómo me valoro a mí mismo. La crisis ocurre cuando esa función desaparece en alguien con una estructura psicológica un poco más frágil, aclara Sunkel, lo cual es frecuente en personas cuya identidad se basa en un solo rol. En el caso de los hombres, por factores culturales, se suele relacionar con el hecho de proveer. “Es un concepto machista que todavía arrastramos. Ser un hombre es ser proveedor, fuerte, mantener la casa, entonces tiene que seguir trabajando”, dice Sunkel. Por eso, al perder la posibilidad de ejercer sus oficios y generar recursos, se sienten desvalorizados y no saben bien qué hacer ni quiénes son.

Elizardo Henríquez (64 años) cuenta sus proyectos para el 2021.

Eso es lo que siente Luis. “Después de haber trabajado toda una vida, de haber tenido todo, de haber sido respetado, ahora me di cuenta de que uno con la edad es inservible porque ya no lo emplean. Eso es lo que me hace sentir un inútil, un desechable. Me quiero hacer el fuerte, pero no puedo”, admite. Para él, la necesidad de ser reconocido por su trabajo o por lo que ha logrado con su esfuerzo, es algo que puede rastrearse desde su infancia. Su madre murió cuando tenía ocho años y quedó a cargo de un padre alcohólico. Pronto abandonó su casa y comenzó a trabajar cargando sacos de harina en la ciudad. No pudo terminar el colegio, pasó hambre y se prometió que trabajaría duro para un día tener todo lo que le faltaba. Transportar carga en camiones fue su manera de lograrlo. Ahora añora esa felicidad “y lo grande que me sentí de haber sido alguien, después de haber estado tan mal en mi juventud y mi niñez”, dice.

Pero la satisfacción de un empleo rentable hizo que no se dedicara a nada más: el volante se transformó en su bastón único. “Abandoné a mi gente y preferí el trabajo. Yo pensaba que ser parte de la familia era proveer de dinero para que mis hijos comieran, pagaran y compraran todo lo que necesitaban”, explica. De sus cuatro hijos, sólo habla con la mayor, que vive en Argentina. Tampoco tiene amigos, “sólo conocidos”, aclara: dueños de camiones con los que a veces conversa por teléfono. “Estoy cosechando lo que sembré, porque toda mi vida anduve fuera”, dice Luis con cierta amargura. Nunca conversó de sus problemas ni se abrió con nadie. Sólo hablaba con sus colegas de asuntos de trabajo. El doctor Sunkel ha identificado que sus pacientes con el síndrome del bastón único no suelen construir vínculos más allá del rol que desempeñan. Por eso cuando éste desaparece o se acaba se dan cuenta de que están solos.

La pandemia precipitó la crisis de Luis, pero lo cierto es que se trata de una experiencia que muchos hombres mayores enfrentan al jubilarse. La psicóloga Susana Rojas explica que uno de los cambios más determinantes de la vejez es precisamente el fin de las actividades laborales. Por eso, en geriatría se pone énfasis en la importancia de desarrollar una identidad flexible, es decir, de poder cumplir distintos roles que permitan adaptarse con más herramientas ante las pérdidas y duelos que aparecen con la vejez. Los expertos coinciden en que las mujeres están mejor preparadas para eso. “Están más acostumbradas a hacer múltiples tareas que los hombres. A veces algunos nunca pensaron en hacer otra cosa, entonces se quedan como paralizados”, dice Ana Paula Vieira. Algo que hace más compleja esta situación es la desestructura de roles que se da en la llamada tercera edad. En todas las otras etapas de la vida hay claridad sobre qué se espera de una persona: ir al colegio, estudiar, emparejarse, tener hijos, trabajar. Pero después de los 60 años, las funciones no están tan definidas: lo único que se espera de ellos es que pasen un período de descanso y de ocio. Pero quedarse en el aire también puede ser un tormento difícil de sobrellevar. Sin ningún rol previsto, la persona debe descubrir qué hacer con un tiempo que antes nunca tuvo.

Aunque José Moreno se jubiló como profesor hace una década, nunca toleró la idea de no hacer ninguna actividad. Así que muy pronto cambió los libros y las pizarras por las historias clínicas y las citas médicas. “Era recepcionista en un hospital, me encargaba de recibir a los familiares de los pacientes con cáncer y los hacía pasar para las visitas. Sentía que era un trabajo importante”, recuerda el hombre de 77 años, a quien en los pasillos del hospital solían llamar “profesor”. Pero en abril, sus jefes le dijeron que por la pandemia estaban reduciendo personal y lo despidieron. El hombre decidió buscar otro empleo. Pero al mes siguiente, el Gobierno dictó una medida polémica para proteger del Covid-19 a las personas mayores de 75 años: tendrían que hacer cuarentena estricta, incluso cuando la ciudad en donde vivieran no estuviera bajo confinamiento. No podrían salir por ningún motivo, ni siquiera a caminar. La medida afectó a más de un millón de personas en todo el país.

“Yo nunca me imaginé que tomaría tanto tiempo. Pensé que serían quince días, pero no meses. Nunca en mi vida he estado tanto tiempo sin trabajar”, confiesa. Tiene deudas que lo angustian porque ya no puede pagar las cuotas del banco y no sabe qué hacer con su tiempo. Antes salía temprano al hospital y regresaba por la noche. Ahora se levanta a las 5:30 de la madrugada, barre su casa, desayuna y hace sus oraciones. Cada día le pide a Dios lo mismo: que lo ayude a encontrar un trabajo. “Puede ser de guardia, de conserje, de lo que sea”, explica. Luego se encierra en su escritorio y ordena obsesivamente los papeles que ha acumulado en casi ocho décadas de vida, desde apuntes que tomó a mano cuando estudió en la universidad, hasta recuerdos de su Primera Comunión. “Para llenar el tiempo doy vuelta los papeles, de arriba a abajo, de abajo a arriba, los de la derecha a la izquierda, y así”, cuenta. Hay días en que se acuesta a dormir a las cinco de la tarde y despierta a la medianoche, pero se fuerza a seguir durmiendo hasta la madrugada. “Quiero salir a trabajar, estar rodeado de personas y decirles tomen asiento, como cuando llegaban las visitas al hospital. Quiero que me vean ––confiesa––. Yo pensaba trabajar hasta los noventa y después ser un ejemplo para los trabajadores de Chile, pero llegó la maldita pandemia y aquí estoy, desesperado desde hace seis meses”.

En agosto, un hombre mayor llamó a la línea de ayuda porque once días atrás su pareja había muerto de Covid-19 y aún no podía llorar. Sentía mucha tristeza, pero no le salían las lágrimas: sólo podía gemir. “Intentaba distraerse, mirar la tele, hacer otras cosas en la casa, pero aun así no podía creer lo que había pasado”, explica Eduardo Guzmán, el psicólogo que lo atendió. Esa dificultad de expresar el dolor es algo que ha visto con frecuencia en los hombres mayores y cree que está relacionada al estereotipo de masculinidad de que “los hombres no lloran”, el cual aparece con frecuencia en estas generaciones y provoca que muchos no entren en contacto con su emoción, que la repriman o no la acepten. “Lo ven como algo que habla mal de ellos, que los vuelve débiles o muy sensibles”, asegura. Eso afecta enormemente la posibilidad que tienen de recibir ayuda psicológica.

Por eso, explica el psiquiatra Roberto Sunkel, los hombres son menos propensos que las mujeres a pedir ayuda, aunque estén igual de afectados. En el Instituto Nacional de Geriatría, donde trabaja, llegan pacientes de todo el país y la proporción de quienes buscan atención en la unidad de psicogeriatría es reveladora: dos tercios de las personas son mujeres. No es un caso excepcional. Los hombres mayores son el grupo que presenta la menor frecuencia reportada de consultas de salud mental. Este año, según datos del Minsal, el 62% de las atenciones psicológicas y psiquiátricas en el sistema público ha sido para mujeres.

Alertado por el impacto que podría tener la pandemia en la vida de las personas mayores, el Gobierno creó en abril una mesa de trabajo para elaborar estrategias de ayuda. La psiquiatra Daniela González forma parte de esa instancia como asesora del Minsal, y asegura que la tendencia de los hombres a no expresar su dolor ha generado lo que llama demandas ocultas: una suerte de subregistro de necesidades no cubiertas por el sistema de salud. El Minsal no sabe con claridad cuál es el número de hombres mayores que necesitan apoyo o tratamiento psicológico simplemente porque no consultan. Para ella, su alta tasa de suicidios es la consecuencia más notoria de esta dificultad de prestarles ayuda médica a tiempo.

El problema es complejo, porque este subdiagnóstico de depresión se refuerza por el hecho de que sus síntomas son distintos a la tristeza, y por eso muchas veces los familiares o vecinos no identifican que la persona requiere apoyo psiquiátrico. Los hombres mayores no se deprimen de la misma manera que las mujeres: somatizan más y tienen síntomas diferenciados, como irritabilidad, estrés o apatía, en vez de llanto. La psicóloga Susana Rojas lo sabe bien, porque ha visto muchos casos de hombres donde ni ellos ni su entorno han considerado la posibilidad de que la persona esté pasando por un estado depresivo. En abril, atendió a un empresario cuya hija llamó porque veía que su papá actuaba distinto, estaba tenso y ya casi no hablaba. “Andaba de mal genio, encontraba que tenía muchos dolores, pero veía que en el fondo no tenía nada, entonces la familia estaba preocupada”, recuerda Rojas. Cuando se contactó con el señor, él reconoció que no estaba bien y que le costaba expresarse porque nunca había sido alguien que contara sus cosas. “Es un sufrimiento que se vive de forma introspectiva, entonces de pronto llega un momento en el que simplemente parece que ya nada tiene sentido y piensan en acabar con su vida”, explica.

La madrugada en que Luis Silva pensó en quitarse la vida, Elizardo Henríquez, un hombre de 64 años que se dedica a la costura, estaba como todas la noches arrodillado a orillas de su cama intentando rezar. Tampoco podía dormir y a ratos ahogaba el llanto en la funda de una almohada que él mismo cosió. Tenía el televisor encendido para que su hijo de once años no escuchara sus sollozos. A ocho meses del inicio de la pandemia, aún no ha tenido pedidos de costura y no cuenta con ningún ingreso. La angustia lo asalta cuando abre el refrigerador y está vacío. “¿Usted sabe lo que es no poder darle un yogurt a su niño, después de haberle podido dar todo? ––se lamenta––. Duele muy adentro, como si le pusieran un puñal en el pecho y se lo apretaran de a poco”. Decidió comer sólo tres veces a la semana para poder alimentar a su hijo. No ha pagado las cuentas de agua ni de luz y no tiene gas. Tenía ahorros que ha dedicado a pagar el arriendo del pequeño departamento donde viven los dos solos. Su hijo no tiene computador y se conecta a las clases online desde el celular viejo de Elizardo. “Pasamos de tomar juguito a agüita, pero él nunca me ha reclamado nada”, dice.

Elizardo sabe bien lo que significa ganarse el dinero. Nació en el campo y pasó allí su infancia con sus hermanos. Su madre era dueña de casa y su padre cuidaba un fundo. Pero a los once años su vida dio un vuelco radical, cuando un conflicto con su papá lo dejó sin hogar. Desde entonces, sin haber terminado el colegio ni tener dónde vivir, empezó a trabajar para subsistir. Su primer empleo fue de operario de una fábrica en Santiago, donde laboró mientras estudiaba de noche en un instituto comercial. Luego se dedicó doce años a la administración hotelera. Su jefe lo reconoció dándole cada vez más responsabilidades, y llegó a gestionar hoteles en distintos países de América Latina. Vivió en Argentina ––donde manejó un hotel con 650 habitaciones– y luego en Brasil, Perú, Venezuela y Costa Rica. A los 53 años, y de regreso en Chile, recibió una noticia inesperada: sería padre de un niño. “Fue una bendición”, dice al recordarlo. A los pocos años, su pareja lo dejó con la criatura y Elizardo se dedicó a criarlo como padre soltero.

“Yo trato de no demostrar tristeza, de estar muy positivo, pero quisiera tener alguien con quien poder hablar, que me entendiera, porque estoy muy solo”, confiesa Elizardo. Desde el confinamiento llora con frecuencia pensando en su infancia, en los años felices de su pasado y en su madre. De ella aprendió a coser a mano, pegar botones y arreglar camisas. Cuando la señora murió, Elizardo decidió dedicarse a la costura para ser independiente y poder cuidar a su hijo. Compró una máquina marca Janome y aprendió a hacer más de diez tipos de figuras para las fundas que cosía. Con el tiempo consiguió una clientela fiel en los bloques del edificio donde vive y en el colegio católico de su niño. “Llegué a tener más de 50 clientes. Era un buen trabajo, vivíamos bien. Pero ahora nadie gasta en costura”, se lamenta. La última vez que fue a comprar agujas al centro de la ciudad, lo asaltaron y en el forcejeo rompió sus lentes, de modo que no puede coser a mano: sin anteojos le duele la vista y enhebrar la aguja le resulta una odisea. Podría salir a trabajar en otra cosa, pero vive solo con su hijo y no tiene con quién dejarlo ahora que las clases son por Internet. “Estoy desesperado. Rezo todas las noches y le pido a Dios que me mande un trabajito. Estoy como una planta que cada vez se va marchitando un poco más”, dice. Esta precariedad en medio de la pandemia es algo que preocupa a la psiquiatra Daniela González: piensa que quienes han vivido el confinamiento en soledad o escasez económica tienen mayor riesgo de desarrollar pensamientos suicidas. Por eso proyecta que este año podría haber un aumento de hombres mayores que se quitan la vida.

"Para los niños la imagen es de una vejez siniestra, vinculada con la demencia y la necesidad de protección. Ven que al abuelito hay que cuidarlo, entonces creen que la vejez es sinónimo de dependencia”, explica el psiquiatra Roberto Sunkel.

Hace tres semanas, Elizardo se descompensó emocionalmente. Llevaba varias noches sin dormir y el estrés de no tener trabajo lo colapsó. A las cinco de la mañana, mientras su hijo dormía, partió al hospital para que lo atendieran de urgencia. “Me bajó mucho la presión, sentía demasiada angustia y no sabía qué más hacer”, cuenta. Dice que lo hicieron pasar a un box de atención, esperaron a que se sintiera mejor y luego lo enviaron de regreso a su casa. No fue derivado a ningún psicólogo ni psiquiatra. “A mí me gustaría que me atendiera algún profesional porque necesito que me escuchen”, admite Elizardo. Ser escuchado y comprendido no es sólo una necesidad personal, sino una tendencia entre los adultos mayores del país. Este año, un estudio que analizó cifras de depresión en personas mayores en 18 países, ubicó a Chile como la nación con mayor prevalencia de esta enfermedad, duplicando el promedio de los países reportados. Sin embargo, el presupuesto asignado a salud mental está muy por debajo de las recomendaciones de la OMS. El sistema de atención público, al cual podría recurrir Elizardo, tiene meses de espera y las atenciones psicológicas no cumplen con la frecuencia mínima que requiere un tratamiento efectivo.

Según Ana Paula Vieira, los hombres mayores como él enfrentan una dificultad adicional: encontrar profesionales preparados para identificar en ellos una depresión. En Chile no hay subespecialidad médica de psicogeriatría y el doctor Sunkel es uno de los pocos que se dedica al área. De todas las escuelas de medicina del país, sólo una tiene rotación en ese ámbito y es él quien forma a esos estudiantes. “Conmigo pasan los residentes de psiquiatría y siempre les hago la misma pregunta: ¿qué es para ti una persona mayor? Y siempre hay una incomodidad. Por lo general sus respuestas aluden a la fragilidad, la dependencia, la enfermedad o el deterioro cognitivo”, sostiene Sunkel. Las patologías mentales en los hombres mayores no sólo se ven influidas por los estereotipos de género, sino también por los prejuicios sobre la vejez, y esto podría perpetuar en el tiempo la vergüenza de pedir ayuda psiquiátrica o de expresar ciertas emociones. “El peligro es que sigan aumentando los suicidios. Llegas tarde a una depresión, no logras tratarla, y además te toca un profesional que encima tiene un prejuicio metido, como que los viejos no cambian o que la depresión es parte de la vejez”, señala el especialista. Ese estereotipo provoca que se tienda a infantilizar y mirar lastimeramente a las personas mayores, lo que tiene un impacto negativo en su salud mental, ya que afecta también cómo se ven a sí mismas. “A veces cuando les pregunto cómo se sienten me suelen responder: más o menos, pero qué más voy a pedir a mi edad. Como si fuera normal estar deprimido o desmotivado porque es viejo. Esa imagen que viene de afuera, la persona la incorpora como propia y entonces se autocalifica así: como un viejo de mierda”, afirma Daniela González.

En Chile, reflexiona Vieira, la imagen típica que prevalece de la vejez es la de la decadencia física y mental, pero también predominan los conceptos de pobreza, de soledad e incluso de fealdad, dado el culto a la juventud propio de la cultura occidental. Ella ha llamado “viejismo” a este fenómeno, y advierte que cuando las personas mayores se identifican con estas atribuciones, se genera una profecía autocumplida donde los adultos se terminan despreciando a sí mismos. “Eso tiene consecuencias negativas como la pérdida de autonomía y puede aumentar la depresión e incluso la conducta suicida”, advierte la experta. Sunkel coincide, y explica que cambiar el paradigma de la vejez es clave para mejorar la calidad de vida de las personas mayores y su salud mental. “Hay que ver el envejecimiento como un proceso de la vida que ocurre desde que uno nace. Hoy para los niños la imagen es de una vejez siniestra, vinculada con la demencia y la necesidad de protección. Ven que al abuelito hay que cuidarlo, entonces creen que la vejez es sinónimo de dependencia”, explica.

Sin políticas públicas de salud mental específicas para hombres mayores, el papel que cumplen familiares, amigos y vecinos resulta vital. Según el doctor Sunkel, cerca del 85% de las personas mayores que se quita la vida había manifestado en los últimos tres meses su intención de hacerlo. “No lo vemos porque nos da angustia, y porque la preparación en el tema es súper baja. Si alguien dice que es una carga para el resto, uno debería prestar atención y no decir: papá no diga eso, suba el ánimo, si usted tiene todo ––reflexiona––. Imagínate alguien que está deprimido y con una culpa espantosa, y tú le dices eso”. Sunkel critica el error frecuente de ver la depresión como si fuera una debilidad de carácter y dar el pésimo consejo de buena intención ––ponle ánimo––, cuando el gran problema es que la persona quiere hacer cosas, pero efectivamente la enfermedad no se lo permite.

Por más sombrío que pueda ser lo que expresa un hombre deprimido, explica Ana Paula Vieira, es importante no descalificar ni juzgar sus palabras. “Hay mucha gente que dice: Dios te va a castigar, tú tienes tantas cosas en tu vida, cómo vas a cometer algo así. Eso es lo peor que se puede hacer: desvalorizar el dolor y la angustia que el otro siente”. Lo que se debe hacer, dice la experta en prevención del suicidio, es hablar abiertamente del tema, escuchar con empatía y tratar de comprender. Contra lo que muchos piensan, preguntar o hablar sobre el suicidio no incrementa el riesgo, asegura. Al contrario, puede ser la única posibilidad de ofrecer una compañía real y conectar con los aspectos más profundos de una persona en crisis. Aunque a menudo los hombres mayores tienden al silencio, la indagación de sí mismos a través de las palabras puede ser sanadora o, al menos, crear un espacio de alivio. Elizardo y Luis nunca se han visto, pero ambos comparten una misma necesidad: ser escuchados. A pesar de los meses oscuros que les ha tocado atravesar, todavía mantienen su optimismo sobre el futuro. Elizardo confía en poder realizar un proyecto de costura que está esperando desde hace meses. Si consigue el trabajo, podrá subsistir con calma hasta diciembre. Esta posibilidad le hace pensar que el año que viene será mucho mejor para él y su hijo. Por su parte, Luis tiene planeado marcharse a otra ciudad para vivir al lado de un lago. Cree que ese cambio podría impulsarlo a sentirse otra vez libre y vivo, así como cuando manejaba en la carretera a través del continente.

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