Cuando egresó de la Universidad Nacional de Ingeniería, Juan Sánchez Barba no tuvo miedo de ser el único economista de su promoción que no se convirtiera en financista de renombre o gerente de banco. “Era el único raro que salió a trabajar en el mundo rural. Si hubiera estudiado Economía en la Universidad Agraria La Molina, eso hubiera sido natural, pero estudié en una universidad de ingenieros industriales, civiles”, recuerda ahora, después de cuarenta años dedicados a investigar y apoyar el trabajo campesino. Su interés por ese espacio, que era distinto al que le mostraban los libros universitarios, empezó en los años 70 cuando se involucró, primero como voluntario y luego como activista, con la Confederación Campesina del Perú, un movimiento que formaron las comunidades indígenas de la sierra para imponerse a las órdenes de poderosos hacendados y conseguir el manejo de las tierras que por años habían trabajado.
En la década de los 80, cuando ya se habían expropiado millones de hectáreas a favor de las comunidades campesinas, Juan Sánchez empezó a trabajar en el Centro de Investigación, Educación y Desarrollo (CIED), la primera oenegé que promovió la agricultura ecológica en Perú con la premisa de que en un país rodeado de cuencas, los comuneros debían cultivar acorde a las condiciones de cada ecosistema: costa, sierra, selva o altiplano. “Somos un país que se organiza por cuencas. Ahí están los agricultores, las ciudades, los consumidores, el agua, la biodiversidad, las carreteras”, dice Sánchez.
De esa forma lo entendieron las primeras civilizaciones peruanas. En la época preinca, las cuencas fueron como coordenadas que ayudaron a crear sistemas hidráulicos para acumular el agua de las lluvias y con ella garantizar la siembra y cosecha de alimentos. La sociedad inca conservó ese aprendizaje pero con la llegada del Imperio Español, la lógica se rompió. Dentro del CIED trataron de recuperar esa visión con un modelo que apoyó a los agricultores según las necesidades que había en cada cuenca, y que involucró por primera vez a las municipalidades.
Después de veinte años asesorando a comunidades y productores, Sánchez ingresó en 2003 como funcionario del Ministerio de la Mujer y Desarrollo Social. El momento coincidió con la promulgación de Ley de Descentralización que obligó a los ministerios a transferir proyectos de inversión a las municipalidades. Alentado por ese cambio, propuso crear un programa piloto en la cuenca del valle Lurín que le permitiera continuar trabajando con la Asociación de Autoridades Municipales que se había creado unos años antes con apoyo del CIED, el grupo GEA y el Instituto de Desarrollo y Medio Ambiente (IDMA). “Ahí empezamos a trabajar el tema del agua, la alimentación ecológica de la cuenca entera”, recuerda Sánchez sobre esos cuatro años donde lograron que las municipalidades, el gobierno regional de Lima y los ministerios se pusieran de acuerdo.
En 2010, de regreso en las oenegés, volvió a colaborar con los productores del valle Lurín logrando crear una mancomunidad integrada por los seis alcaldes distritales y el alcalde provincial de Huarochirí. A través de ella, impartieron liderazgo a las comunidades campesinas, implementaron un sistema de riego tecnificado e idearon una estrategia de siembra y cosecha de agua mediante la construcción de represas para aprovechar el agua subterránea.
“Volvimos al enfoque agroecológico pero además se elaboró un plan con tres ejes: producción agroindustrial, turismo y gestión de recursos naturales”. Ahora, como director ejecutivo de la Red de Agricultura Ecológica del Perú (RAE), Sánchez todavía está convencido de que los pequeños productores por sí solos no pueden lograr una agricultura innovadora, amigable con el ambiente y alejada de los plaguicidas. Les hace falta organizarse para ganar créditos, venderle a mercados más grandes y salir de la pobreza, afirma.
En los primeros años de trabajo con la cuenca del valle Lurín, ¿qué cultivos impulsaron?
Cuando se hizo la propuesta de siembra y cosecha de agua, las áreas agrícolas se ampliaron. Solamente un distrito, San Andrés de Tupicocha, generó ocho micro represas capaces de captar 1 millón de metros cúbicos de agua cada año y con eso amplió en 400 hectáreas las áreas de cultivo que tenían. Con esa ampliación de frontera agrícola, y la generación de sistemas de riego por goteo para esas áreas, se hicieron cambios importantes. Por ejemplo, la producción en la zona media del valle era solo de frutas, pero se generaron pequeñas plantas de procesamiento, para hacer mermeladas, membrillo de manzana, vinagre y otros productos. En la parte media alta, mejoró la producción de arvejas. Normalmente, con el agua de lluvia, la producción anual de arveja era de 10 toneladas por hectárea, pero con el sistema de riego tecnificado pasó a 30 toneladas. En la parte alta, la producción de alfalfa pasó de 20 toneladas por hectárea a 40 o 50 toneladas. Todas esas innovaciones han permitido que la pobreza se elimine. Si tienes agua, asistencia técnica y un mercado que quiere comprar los alimentos que produces, haces un círculo virtuoso.
¿Dónde se logró replicar la experiencia del valle Lurín?
El Centro de Investigación, Educación y Desarrollo (CIED) empezó en la cuenca media del valle Lurín, y en la parte alta de Cajamarca pero luego lo replicaron en Arequipa, en el valle del río Tambo y en la zona del altiplano, en Puno. La oenegé Idea hizo lo suyo en otras cuencas en Piura y Cajamarca. Estas oenegés eran parte de la Red de Agricultura Ecológica del Perú (RAE). Cada uno fue aplicando los modelos de gestión de cuenca y agricultura ecológica en sus territorios. Hoy la RAE está presente en Chillón y Lurín, en Lima Metropolitana, pero sus socios están en muchas otras partes, en Lambayeque, Ayacucho, Junín, Cuzco, Arequipa y Puno. La RAE cubre muchas regiones y como es una red, se intercambian experiencias entre todas ellas.
Hablando solo de Lima Metropolitana, ¿el trabajo en Chillón y Lurín es crucial porque estos valles abastecen al mercado interno de la capital?
Sí, en la parte baja de ambos valles sobre todo hay producción de verduras. La cuenca media es zona de producción de frutas y la cuenca media alta y alta es de productos de pan llevar: papa, maíz, trigo, arveja. Solo en la cuenca del río Lurín hay 20 comunidades que tienen tierras y producen. Cada comunidad tiene un promedio de 100 a 150 familias que son propietarias de varias áreas de tierra, entre 5 mil y 6 mil hectáreas. Pero de esas tierras, lo que producen es una cantidad muy pequeña. Por ejemplo, la cuenca del río Lurín, que es la más chiquita de las tres (Lurín, Chillón y Rímac), tiene 80 mil hectáreas con potencial agrícola, forestal y ganadero, pero solo el 5% se cultiva. Ese porcentaje tiene una correlación con la cantidad de agua que utilizan: de los 80 millones de metros cúbicos que tienen cada año, según datos de Sedapal, solo el 5% se usa. El proyecto estrella que tenía la Mancomunidad del Valle Lurín era la construcción de dos represas en la cuenca alta, con capacidad de captar 15 millones de metros cúbicos de toda el agua que se va al mar. Con esa cantidad, los distritos del valle podrían alcanzar 15 mil hectáreas nuevas para la agricultura. Actualmente, los valles Lurín y Chillón producen solo el 3% de los alimentos que consume Lima. El resto depende de lo que viene de otras regiones y de lo que se importa. Pero con esas 15 mil hectáreas, solo el valle Lurín podría convertirse en la principal despensa de alimentos para la ciudad.
Con un proyecto así, ¿las comunidades también mejorarían su situación económica?
Sí, los más beneficiados serían los productores de esas áreas, pero también los jóvenes que dejan su familia para ir a Lima. Cuando hicimos el trabajo de innovación productiva y siembra y cosecha de agua en el valle Lurín, los productores de la parte alta lograron hacer dos cosechas de arveja al año. En la campaña grande, el precio del kilo de arveja era un sol en el mercado de Santa Anita, pero en la campaña chica, que empezaba en junio, el precio se triplicaba. Gracias a eso, los agricultores se animaron por primera vez a solicitar un crédito. A diferencia del microempresario de la costa, el agricultor campesino tiene miedo de pedir un crédito porque sabe que hay muchos factores de riesgo. Si logras un crédito y no llueve, te fregaste con el banco. Cuando los agricultores de Lurín tuvieron la seguridad de que iban a tener agua y había un mercado que les compraría sus productos, se convencieron. La primera experiencia, en 2015, fue tan exitosa que los agricultores pagaron su primer crédito dos meses antes del plazo. A los cuatro meses ya habían pagado todo el préstamo. Eso los convirtió en clientes estrellas del banco. Con ese modelo, muchos jóvenes se animaron a regresar al campo porque sus padres tenían éxito en la producción agrícola.
Así como tomó tiempo que se animaran a pedir un crédito, ¿costó que esos agricultores dejaran de usar pesticidas?
El problema del uso excesivo de plaguicidas está en la costa. Entre los tres valles, Chillón es el principal productor de verduras para Lima, como apio, brócoli, cebolla china, lechuga, y acelga, pero los cultivos son altamente dependientes de agroquímicos. Como se han utilizado tantos agroquímicos, aparecen plagas cada vez más resistentes a los pesticidas. Además, los agricultores tienen un modelo de monocultivo; es decir, cultivan un solo producto, lo que hace más fácil que sean atacados por todas las plagas. Yo puedo entender la lógica de los productores, ellos tratan de salvar su producto porque están invirtiendo. Pero hay que cambiar ese patrón de monocultivos por el policultivo, para reducir la dependencia a los agroquímicos. Para eso se necesita un rediseño del predio agrícola y del entorno, para tratar de recuperar el equilibrio que la naturaleza tiene.
¿Cómo ha logrado hacer ese cambio la Red de Agricultura Ecológica?
Lo que se ha hecho es organizar a los productores ecológicos. El ingeniero Luis Gomero creó la Asociación de Productores del Valle Chillón, con 40 o 50 miembros. Todos son productores con una o media hectárea, y están tratando de seguir el patrón productivo que Luis Gomero tiene en su chacra. Aprenden de él cómo hacer sus propios abonos y controladores biológicos de plagas. Pero esos 40 productores son muy pocos frente a los 1,500 que hay en la parte baja del valle. El 90% de ellos son productores convencionales, entonces, la tarea para transformarlos en agricultores ecológicos podría tardar años. Sin embargo, lo que sí se puede hacer es capacitarlos para que produzcan sus propios abonos, siempre que puedan dejar de tener monocultivos porque si solo cultivan un producto agrícola, es muy difícil. Lo más complicado, tal vez, en el caso de los agricultores convencionales es lograr que usen pesticidas de menor toxicidad. Si el Estado quisiera, lo educaría en buenas prácticas agrarias para que dependan menos de los agrotóxicos. Eso exige capacitación, asistencia técnica, que permitan a los agricultores conseguir un sello de buenas prácticas. Con ese sello, el consumidor se podría sentir tranquilo.
Y eso no ocurre…
Por ahora no, porque los supermercados no le compran a los agricultores sino a un intermediario, que suele ser un empresario que tiene todo en regla. Ese intermediario le puede comprar al mercado Santa Anita, donde no se sabe si los alimentos provienen del valle Chillón o de la cuenca de Mala. Ninguno de esos intermediarios tiene un sistema de control y seguimiento, que es conocido como trazabilidad. Muchos de los comerciantes de Santa Anita tienen una flota de camiones y ellos mismos son los que compran a los agricultores. El agricultor entrega sus productos en los que ha utilizado gran cantidad de agroquímicos sin que haga falta que el acopiador le pregunte por eso. El producto llega al mercado de Santa Anita y luego viene el segundo acopiador que es el que trabaja para Wong y compra todo. Se lo lleva a su centro de acopio, lo lava y empaqueta y luego Wong lo pone en sus anaqueles. Si ese modelo continúa, va a ser imposible cambiar de patrón.
¿Cómo se podría corregir el problema de la trazabilidad?
Un buen ejemplo es el café orgánico que venden los pequeños productores de Jaén, en Cajamarca. Ellos están asociados por caseríos, de 30 o 20 familias, y trabajan a través de cooperativas. La cooperativa es la que recibe el café. Cada productor lleva su quintal de café a la cooperativa y cada bolsa recibe un código de barras. Luego, una muestra de ese café se lleva al laboratorio, donde hacen una especie de degustación para que los expertos le coloquen un puntaje, por ejemplo de 0 a 10. Diez sería el máximo puntaje; es decir, un café premium. La cooperativa vende el café por lote, pero el de mayor puntaje tiene un precio diferente, más alto. Así negocian con los compradores, porque saben que hay un precio diferencial.
El comprador hace lo mismo, saca una muestra para probar el café y, si pasa la prueba, paga el precio más alto. La cooperativa sabe qué lote tiene la puntuación más alta y a la hora de pagarle al productor le da un monto mayor. Para eso sirve la trazabilidad, pero también para saber si alguno de esos lotes tiene una sustancia prohibida como el glifosato. Esto funciona para el cacao, el mango orgánico, para todos los productos que Perú ha posicionado en el mundo. Si ya existe un modelo de cooperativa que recibe, acopia y clasifica sus productos, hace trazabilidad y capacita a los agricultores para que sean cada vez mejores, ¿por qué no funciona eso en el mercado local? En el mercado internacional hay un motor poderoso: si no cumples las reglas, no vendes. Pero en el mercado local, ¿qué les impide a los supermercados exigirles a sus proveedores que solo les entreguen productos con sello de buenas prácticas agrícolas?
¿Entonces la propuesta es que los productores se organicen en cooperativas?
Sí, lograr que las asociaciones de productores tengan un modelo como el que tienen los caficultores, con un sistema de asistencia técnica, capacitación, trazabilidad, acopio y venta. Conseguir que lo que hace el intermediario de manera irresponsable lo haga la cooperativa de manera responsable. Para eso, las cooperativas necesitan financiamiento y un sistema de crédito, pero fundamentalmente, necesitan compradores grandes. Si esos compradores fueran los supermercados, tendríamos un sistema parecido al del café. Por ejemplo, los productores podrían vender a los supermercados 10 toneladas de lechuga cada semana. ¿Cómo haces para producir esa cantidad? Con una cooperativa con 50 productores de lechuga.
¿Esa mirada debería tenerla el Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego?
Sí, pero no la tiene. El Midagri hace una tarea rutinaria. Como nos han explicado en las reuniones que tuvimos las últimas semanas, capacitan a muchos agricultores pero cuando vuelven un mes después, siguen usando agroquímicos. Ellos solo se quedan con capacitar y se van pero si regresaran e impusieran multas, no sucedería esto. Ahora recién se han preocupado porque aparecen como parte del problema del excesivo uso de plaguicidas.
¿Cómo han reaccionado los agricultores del valle Chillón a los resultados del Primer Monitoreo Ciudadano de Agroquímicos en Frutas y Verduras de Supermercados de Lima y Callao?
Se han sentido muy tocados porque saben que ellos producen los alimentos que están señalados en el informe. Luego de reunirnos hace unas semanas, hemos decidido impulsar una campaña para erradicar los agroquímicos en el Valle Chillón. Sin embargo, se necesita apoyo de los municipios y las organizaciones que están en la zona y así poco a poco ir generando un clima donde el control social obligue que las empresas dejen de vender agroquímicos peligrosos. En el valle tenemos tres gremios: la Asociación de Productores Ecológicos, la Liga Agraria del Valle Chillón y la Federación Agraria Departamental de Lima. Ellos podrían jugar un rol para empezar a educar en buenas prácticas y tener cierta seguridad de que producen alimentos con un modelo distinto al uso de agroquímicos.
¿Una manera de promover esas buenas prácticas, para el caso de valle Chillón, es que los productores trabajen con los municipios para abastecer al programa QaliWarma?
Eso es lo que estamos haciendo con la Asociación de Productores Ecológicos. Queremos darle a los niños y niñas del programa verduras frescas y ecológicas. Es un primer paso. Tenemos a 10 productores y hemos identificado cuánto podrían producir. Ahora nos queda cumplir con las condiciones que pide QaliWarma, por ejemplo, tener un sistema de acopio. La municipalidad también está por aprobar un presupuesto para comprar los alimentos ecológicos a buen precio.
¿Se proponen estas alternativas porque la mayoría de productores peruanos son pequeños agricultores?
Por supuesto, 2 millones 800 mil unidades agrarias en el Perú son pequeños productores. El 85% tiene menos de 2 hectáreas. El otro 15% tiene de 5 a 10 hectáreas. Tener menos de hectáreas es pobreza, subsistencia, baja productividad y, sin embargo, ellos son los que brindan el 70% de los alimentos que consumimos.