El día de su cumpleaños de 1994, Andrew Solomon se despertó sin poder moverse de la cama. Su cuerpo amaneció rígido, los músculos ya no le respondían y ni siquiera recordaba cómo hablar. Movía la lengua pero su boca no emitía ningún sonido. Pensó que tal vez había sufrido alguna clase de parálisis. Cuatro horas después sonó el teléfono y consiguió responder. Era su padre. “¿Cuál es el problema?”, le preguntó varias veces, pero Solomon no sabía qué contestar. Sólo alcanzó a decir: “Algo anda mal. Necesitamos pedir ayuda”.
Aunque se encontraba en un momento relativamente estable de su vida (acababa de publicar su primera novela, trabajaba para The New Yorker y había comprado una casa nueva), Solomon cayó en una severa depresión sin entender muy bien por qué. “Estar deprimido cuando se ha experimentado un trauma o la vida es un verdadero caos es una cosa, pero estarlo cuando se han superado los conflictos y la vida no es un desastre, nos sumerge en una confusión y una pérdida de estabilidad emocional espantosas”, escribió años después en El demonio de la depresión, el libro autobiográfico en el que investiga los trastornos depresivos. Conforme iba luchando con sus propios malestares, Solomon decidió entrevistar a cientos de personas deprimidas alrededor del mundo. No sólo para entender mejor lo que le estaba pasando, sino además para encontrar un lenguaje que pudiera retratar con cierta precisión la enfermedad.
Pronto descubrió que el vocabulario científico no alcanzaba para transmitir la experiencia del dolor y por eso muchos de los entrevistados recurrían a metáforas para explicar sus síntomas. Su libro está plagado de esta clase de descripciones, incluso desde la primera línea, una frase de ocho palabras que condensa los dos grandes ejes de su ensayo: “La depresión es una grieta en el amor”. Más adelante, para describir esa mañana en que no podía moverse, Solomon escribió: “Deprimirse es como sentir que la ropa que llevamos puesta se ha convertido en madera, es como experimentar esa rigidez en los codos y en las rodillas que poco a poco adquiere un peso terrible, hundiéndonos en una inmovilidad que nos aísla y nos atrofia”. Desde que empezó a escribir, tuvo muy claro que una de las mejores maneras de ahuyentar el estigma de la depresión era contando su propia experiencia. Hablar abiertamente de su caso ha hecho que cientos de personas se acerquen a narrarle sus historias, dejando a un lado esa secreta vergüenza que a veces nos gobierna cuando nos sentimos desolados.
A través de metáforas, testimonios y datos, Solomon encontró las palabras que no pudo hallar ese día con su padre para describir lo que sentía. Su libro es la muestra de que hablar de salud mental es más que acumular cifras, proponer consejos o enumerar diagnósticos: es formar un diálogo empático para buscar comprendernos un poco más. Aunque el sendero de la depresión sea todavía inhóspito y enmarañado, el libro de Solomon es como una brújula que nos ayuda a transitarlo sin tanta incertidumbre y temor. Una brújula a la que podemos volver cada vez que el camino se ensombrece.
Stefanie Pareja (SP): Tú eres una persona muy consciente de tu salud mental. No solo la has cuidado por años sino que has trabajado y escrito sobre ella de forma minuciosa. Cuando empezó la pandemia, ¿te sentiste un poco más preparado para afrontarla? ¿O has encontrado malestares emocionales que no esperabas?
Andrew Solomon (AS): De alguna forma sí sentí que estaba más preparado para la pandemia que mucha gente que conozco. Hay quienes han desarrollado cuadros depresivos que nunca antes habían tenido. Yo ya he experimentado eso, entonces sí, por momentos me he sentido como si estuviese dando mapas a los turistas para la entrada del infierno (risas). Al inicio sentía que había todo este conjunto de nuevas emociones que las personas estaban experimentando y que para mí ya eran bastante familiares. Pero, por otro lado, como alguien que ha tenido depresión severa, estaba particularmente aterrorizado. Pensaba: “Ok, ¿lograré controlar esto o me voy a quebrar en mil pedazos?” Entonces supe que tenía que ser muy vigilante. Estoy muy contento de poder decir que, aunque no ha sido un tiempo sencillo, no he experimentado depresión clínica, así que ese terror resultó infundado. Pero muchas personas que conozco sí han tenido crisis severas. Ayer, por ejemplo, me enteré que alguien a quien no veo hace mucho tiempo se suicidó. Creo que hay mucho sufrimiento y que algunas personas no están bien equipadas para manejarlo o que no reconocen los tratamientos disponibles a su alrededor.
Juan Francisco Ugarte (JFU): Llevamos un año de pandemia y en todo este tiempo hemos atravesado una serie de sentimientos. ¿Qué síntomas de alteraciones emocionales reconocías en los primeros meses y cuáles percibes ahora?
AS: Al principio había como una sensación de aventura adjunta a todo esto. Durante un tiempo todo era impresionante, no sabíamos qué iba a pasar, si todos nos íbamos a morir, había mucho temor y confusión pero a la vez sentíamos que nos estábamos embarcando en algo nuevo. Eso no quiere decir que nos emocionaba, pero al menos nos interesaba. En ese periodo yo diría que la gente se dividió entre los que fueron extremadamente resilientes, nunca antes habían estado deprimidos y la pandemia no afectó su felicidad cotidiana. Después, encontramos a quienes ya tenían depresión antes de la pandemia y ahora escalaron a algo que llamamos “doble depresión”. También hubo personas que se sintieron un poco preocupadas pero que con comer bien, asegurarse de dormir las horas adecuadas y mantener contacto con otros, lograron regularse. Eso fue al inicio.
Creo que ahora la tensión se ha expandido y las dos cosas más difíciles que enfrentamos son: estar alejados de las personas con quienes queremos hablar y estar encerrados con las personas con las que tenemos que hablar. En esta pandemia algunos experimentaron las dos cosas y apenas pudieron salir y tener contacto otra vez, pues, los teléfonos de los abogados de divorcio sonaron sin parar. Las personas que acumularon tensión por tanto tiempo empezaron a enloquecer. Nos hemos sentido increíblemente aislados del resto de la humanidad y resulta que la mayoría de nosotros somos criaturas sociales y necesitamos amigos, necesitamos tener contacto con otros.
Ahora muchos se concentran en la distancia física, que es algo muy necesario para prevenir la propagación del virus, pero se han olvidado hasta cierto punto de que no sólo se trata de resguardar la salud física sino también la salud mental. Y pues cualquiera puede estar lejos de alguien por un mes pero es diferente mantener distancia por un año. Tengo amigos que a la única persona que han visto en meses es al cajero del supermercado y dicen que quieren celebrar y tocar una armónica cada vez que entran a la tienda porque se siente bien tener cualquier tipo de contacto humano (risas). Esto está teniendo un costo terrible y creo que será realmente interesante, suponiendo que eventualmente alcancemos la inmunidad colectiva y salgamos de esta pandemia, ver las actitudes que nos dejará.
Pienso en mi abuela, por ejemplo. Ella vivió durante la Gran Depresión en Estados Unidos y tenía una hiperconciencia de que no se debía desperdiciar nada. Guardaba cosas que no tenían ningún uso ni valor real. Me acuerdo haber estado en su casa y abrir un cajón lleno de pedacitos de hilos. Un día le pregunté qué iba a hacer con todo ese cajón de hilo y me dijo que no sabía pero que no se podía tirar. Yo pensé: “Mmm pues sí se puede tirar”. Creo que nosotros tendremos nuestro equivalente a ese cajón lleno de pedacitos de hilo. No sé qué será ni cómo se verá pero la pandemia nos está cambiando de maneras muy profundas.
SP: Sí, mantener la distancia de nuestros seres queridos es una de las cosas que más nos está costando.
AS: Es horrible. No poder tocar a quienes amas se siente raro, artificial. Yo lo odio y no creo ser el único.
SP: En uno de tus artículos en The New York Times mencionas que para algunas personas el contacto físico no es un lujo, es algo que realmente necesitan. Dices que un abrazo no solo nos hace sentir queridos sino que reduce los niveles de cortisol de nuestro cuerpo. ¿Cómo piensas que cambiará nuestra manera de demostrar afecto en el futuro? ¿Sentiremos temor después de convivir tanto tiempo con este virus contagioso?
AS: Ya lo tenemos. Al inicio de la pandemia, yo tuve una discusión sobre esto con mi hermano. Mi papá tiene noventa y tres años y definitivamente está viviendo sus años crepusculares. Yo creo que, en cuanto a otras personas, si no las abrazo este año, las abrazaré el siguiente, pero mi padre se está desvaneciendo y puede morir en cualquier momento, no necesariamente de covid. Mi hermano, por su parte, cree que lo mejor que podemos hacer por papá es no tocarlo, mantener distancia y no entrar a su casa. Yo le dije que, bueno, papá está en sus últimos años y cuando tenga noventa y cuatro no va a ser lo mismo. Si hay una cosa que le da felicidad en esta etapa de su vida es poder abrazar a sus hijos y a sus nietos.
Entonces la política de mi hermano durante la pandemia ha sido nunca entrar a la casa de papá y sólo verlo a distancia, pero mi política ha sido que mis hijos y yo vamos a visitarlo para pasar tiempo con él, cumpliendo los protocolos, y si él quiere un abrazo, pues se lo damos. Cada uno ha tomado su decisión. Mi padre tiene un bastón y una caminadora pero a veces me dice: “Andrew, ¿puedo agarrarme de tu brazo?” Y yo no pienso decirle que no sólo porque podría ser riesgoso. Eso, para mí, sería muy cruel. Hablaba con un amigo doctor sobre esto y me dijo que si la compañía física hace sentir bien a mi padre, a un hombre de tanta edad, eso también fortalecía su sistema inmunológico.
Pero es cierto que ahora todos nos sentimos un poco extraños con el contacto físico. Estuve almorzando con un amigo ayer, ambos hemos sido muy cautelosos este año. De hecho, yo ya recibí la primera dosis de la vacuna y por varias razones no nos sentíamos en peligro. Al final del almuerzo él me preguntó: “Bueno, ¿y estás abrazando a personas?” Y yo dije: “Casi a nadie, pero ha sido un gran placer poder verte”. Y nos dimos un abrazo y fue un momento muy cálido. También debo contar que durante el verano estuve en una pequeña parrillada al aire libre donde la mayor parte de las personas estaba manteniendo su distancia social. Pero de pronto vino una amiga de mi padre y quiso abrazarme y yo pensé: “Si arriesgo la vida no va a ser para abrazar a esta mujer que apenas conozco” (risas). Entonces, ¿cuándo volveremos a sentirnos cómodos tocando a otros? Pienso que tomará tiempo, que será un proceso muy lento volver a sentirnos seguros.
JFU: Y uno de los momentos cuando más necesitamos un abrazo es cuando muere un ser querido. Con más de dos millones de muertos por covid alrededor del mundo, muchos conocemos a alguien que se ha infectado o que ha sido hospitalizado por esta enfermedad. Este concepto de muerte ha estado muy presente este año en nuestra vida no sólo como una posibilidad, sino también como una realidad. ¿Cómo piensas que el dolor que estamos experimentando cambiará la forma en que hacemos el duelo y nuestro vínculo con la muerte?
AS: Esa es una pregunta muy profunda y complicada. Haré mi mejor intento para responder. Pienso que hay muchos componentes al dolor que estamos experimentando en la pandemia. Una de mis mejores amigas perdió a su padre por covid. Él estuvo internado en el hospital pero la condición es tan contagiosa que mi amiga no pudo visitarlo. Y el padre tenía un poco de demencia, entonces no pudo entender muy bien qué es lo que le estaba pasando. Mi amiga hablaba con él cada una o dos horas por celular, pero aun así su padre no comprendía por qué ella no estaba ahí, por qué él estaba solo y con esa confusión entró en un coma. Mi amiga le cantaba por el teléfono las canciones que él le cantó cuando era niña, quería darle alguna forma de conexión. Ahora ella dice que si alguien le hubiera avisado que la última vez que lo vio era la última de su vida, lo hubiera abrazado diferente, hubiera reaccionado distinto. Esa situación de saber que él estaba sufriendo y no poder acompañarlo ha sido terrible para ella.
Recientemente me dijeron que contagiarte de covid se asemeja en parte a contagiarte de sida. Ya ves que si te infectas de sida tienes que contactar a tus parejas sexuales y decirles que posiblemente han estado expuestos. Bueno, con el covid también tienes que avisar a quienes has visto. Existe vergüenza alrededor de esta enfermedad porque se repite mucho la retórica de “si solo te hubieras puesto una mascarilla”, “si solo te hubieras puesto dos mascarillas”, “si solo hubieras ido al mercado una vez a la semana”... A muchos se les está culpando por enfermarse, se les está culpando por morir. Esa mezcla de culpa y sufrimiento, esa conciencia de que pudo haber otro resultado, está complicando el duelo de la gente.
Y, por último, creo que con esta enfermedad nos dificulta mucho separar el sufrimiento por la muerte de alguien y el miedo que tenemos a morir nosotros mismos. Si tú tienes un amigo que se muere de cáncer no piensas: “Oh Dios, ¿seré yo el siguiente?” Por supuesto que algún día puedes desarrollar cáncer, pero no es el primer pensamiento que se te viene a la mente. Cuando muere alguien por covid uno se siente triste por esa persona pero al mismo tiempo temes por tu vida. Esa combinación de terror y sufrimiento es muy tóxica y está afectando a miles de personas.
SP: Que la pandemia se extienda tanto, que existan nuevas olas de contagio y nuevas cuarentenas, ha agudizado los malestares emocionales en todos nosotros. Muchos han empezado a buscar ayuda profesional y han experimentado su primera sesión de terapia por Zoom. ¿Cuán importante crees que es la empatía entre paciente y psicólogo para que funcione un tratamiento? ¿Estamos arriesgando algo de esa relación en las terapias virtuales?
AS: Empezaré diciendo que mi terapeuta, con el que me atendí por más de veinte años, murió al inicio de la pandemia. Entonces he tenido que iniciar una nueva relación con un psicólogo en medio de la emergencia. Esta pregunta me mueve una fibra muy personal. No es lo mismo. Por supuesto que no es lo mismo la relación con mi doctor de veinte años que con un terapeuta que estoy conociendo a través de pequeñas imágenes en Zoom. No se produce el mismo grado de cercanía ni de intimidad.
Sobre el tema de la empatía, hay un estudio que me parece fantástico que se hizo hace unos veinte o treinta años en Estados Unidos. Se reclutó a un grupo de pacientes y también a un grupo de personas que los atendería. Entre ellos algunos eran psicoanalistas increíblemente famosos, que habían publicado libros de todo tipo. Los otros eran profesores de lengua de secundaria que se harían pasar por terapeutas. Después de tres sesiones con quien les tocara, se le preguntó a los pacientes si pensaban que esa persona los entendía y podría ayudarlos. Luego continuaron con la terapia por un año. Al final, quienes habían sido atendidos por un psicoanalista famoso pero desde un inicio dijeron no sentir una conexión con él, no progresaron mucho con el tratamiento. En cambio, los que dijeron que se sentían cómodos con sus terapeutas, mejoraron muchísimo aun si sólo los atendió un profesor de lengua.
Evidentemente la conexión personal es clave. Todo el tiempo me preguntan cuál terapia creo que es mejor, si la cognitiva conductual, si la psicodinámica, pero al final lo que realmente importa es el vínculo que formas con el doctor. Si llegas a forjar lo que de manera técnica llamamos una “alianza terapéutica”, probablemente conseguirás mejores resultados. Es casi imposible crear ese vínculo virtualmente. Sin embargo, una terapia virtual es mejor que ninguna terapia. Nunca será lo mismo que sentarte frente a tu doctor pero también puede ayudar.
JFU: Leímos tu artículo en The New Yorker sobre la muerte de tu terapeuta. Nos conmovió mucho. Se nota que tenían un vínculo muy cercano. ¿Cómo te ha afectado su pérdida?
AS: Él era un amigo y, en muchas formas, también era como un padre. Fue una figura muy importante en mi vida durante mucho tiempo. Cuando empecé a verlo, yo estaba desesperado, con una depresión aguda, casi suicida. Mi vida era un caos. Ahora tengo problemas como cualquier otro pero encontré a mi esposo, tenemos nuestros hijos, mi carrera tomó forma. Y mucho de eso se lo debo al doctor Friedman. Él me transformó y creo que nadie volverá a ayudarme o cambiarme tanto como él lo hizo. El camino que aún me falta recorrer hacia la salud mental ya no es tan extenso como el que tenía frente a mí cuando lo conocí. Yo hablaba con él acerca de todo. Siento que hay partes completas de mi vida que se han quedado solo en su mente, que nadie más las sabe. A nadie le he confiado mis miedos y deseos como a él. Hay un dicho que me gusta mucho: “Cuando una persona vieja muere es como si se quemara una biblioteca”. Siento que con la muerte del doctor Friedman, con la desaparición de su sabiduría, una parte de mi historia se quemó, se desvaneció. Ya no tendré eso otra vez con nadie.
Busqué un nuevo terapeuta porque soy proclive a la depresión, pero extraño al doctor Friedman todo el tiempo. Desde su muerte, he estado en contacto con su esposa y sus hijos, a quienes no conocía. Compartir mi duelo con ellos ha sido una gran ayuda. Si los tiempos fueran normales, hubiésemos tenido un funeral, hubiese conocido a otros pacientes y hubiésemos intercambiado anécdotas sobre cómo nos ayudó el doctor Friedman. Yo le puedo decir a mi esposo que estoy triste y me consolará, pero él nunca estuvo en un consultorio con el doctor Friedman, no lo conoce como yo lo conozco. Es un dolor muy solitario.
Creo que lo que quiero decir es que a diario me suceden cosas y pienso que se las contaré en terapia. Luego me doy cuenta de que no, que ya no se las puedo compartir. Perder al doctor Friedman ha sido muy duro. Es un gran ajuste para mí. Sobre todo en una época tan rara como ésta. Él era particularmente bueno para los tiempos raros (risas). Estoy seguro que hubiese dicho cosas muy interesantes sobre la pandemia y ahora nunca sabré cuáles serían.
SP: Has sido muy afortunado al encontrar un doctor así. A muchas personas les toma bastante tiempo sentirse cómodos con un terapeuta. Quizás ese es uno de los motivos por los que muchos se rehúsan a la terapia psicológica. Incluso hay quienes piensan que los medicamentos son lo que realmente funcionan y que la terapia no ayuda mucho. ¿Por qué crees que nos cuesta tanto entender que conversar de nuestros problemas con otra persona puede ser sanador?
AS: Bueno, en primer lugar pienso que se ha instalado una división entre la medicación y la psicoterapia. Se cree que es un problema moderno, pero en realidad es un dilema bastante antiguo. Platón insistía que la depresión era una condición que se tenía que resolver con la conversación filosófica. Hipócrates decía que era una disfunción orgánica del cerebro y que se debía tratar con remedios orales. Esta división existe desde hace más de dos mil quinientos años.
Por otra parte, siento que tengo la buena fortuna de vivir en Nueva York, tener una educación y ser capaz de conseguir un buen tratamiento. Tuve la oportunidad de cambiar de doctor si lo consideraba necesario. Demoré bastante hasta encontrar al doctor Friedman. Eso te da una sensación de control que contrarresta a la depresión. Muchas personas no tienen ese privilegio, no pueden elegir un doctor ni un tratamiento. Es muy cansado sentarte en frente de un montón de doctores y tratar de explicarles tu vida interna. En Estados Unidos la psicoterapia es muy cara y se ha convertido en un lujo con el tiempo. Eso es algo muy tonto porque las personas deprimidas practicamente no pueden funcionar. Además de su propio sufrimiento, impactan en la economía de una sociedad. Si reciben tratamiento, probablemente se recuperen y generen cambios positivos en su vida y en quienes los rodean. Hasta económicamente es conveniente tratar la depresión de una población. Y ya se ha demostrado que una mezcla de terapia y medicación es lo que más funciona. Un amigo que investiga sobre los tratamientos disponibles en salud mental una vez me dijo: “La medicación le quita el freno de mano a tu carro, pero tú tienes que aprender a manejarlo”. Creo que eso es lo que las personas realmente necesitan.
JFU: Uno de los capítulos que más nos gustó de tu libro “El demonio de la depresión” es justamente el que aborda el tema de la pobreza. En él describes nuestra incapacidad y poco interés en identificar la depresión entre quienes viven en precariedad.
AS: Gracias por decir que les gustó ese capítulo. Mira, todos formamos parte de un sistema horrible e injusto. Quizás conseguí la vacuna porque tengo buen internet en mi casa, pude registrarme pronto y hacer clic tras clic hasta conseguir la cita. Una persona pobre sin internet no puede hacer eso y pierde su oportunidad. Hay una desigualdad en todo sentido y algo de lo que el sistema normalmente priva a las personas pobres es de los cuidados para su salud mental. Los que quizás puedan conseguirla son quienes pueden ir a un centro de salud y decir “estoy deprimido, necesito ayuda”, pero para poder hacer eso la persona tiene que superar el estigma, la ansiedad y el hecho de que es muy difìcil reconocer que estás deprimido cuando tu vida es particularmente difícil.
Cuando la gente dice que la depresión es esta especie de moda elegante de la clase media, yo pienso: “No, la depresión no le pertenece a la clase media, la depresión sucede por el cruce de una vulnerabilidad genética con circunstancias externas que la detonan”. ¿Y quiénes viven en las circunstancias más detonadoras? Los pobres, los que no tienen privilegios. Para mí ignorar esa realidad es un crimen social.
SP: En este capítulo mencionas algunos estudios pilotos que se están haciendo en Estados Unidos para tratar a los indigentes deprimidos. Algo muy interesante es que muchos de ellos se recuperaron sin recibir tratamiento farmacológico. Lo que marcó la diferencia en sus vidas fue tener a un grupo de personas realmente interesadas en su bienestar. Una doctora de esos estudios dijo que enseñarles a las mujeres pobres a verbalizar sus emociones y deseos fue revolucionario.
AS: No tener el lenguaje cognitivo para describir lo que sientes realmente limita a una persona. Después de escribir mi libro, trabajé un tiempo en una prisión. No quiero comparar la criminalidad con la pobreza, pero las personas que están en prisión también viven en situaciones adversas. Recuerdo que hicimos un ejercicio de teatro, les pedí que hicieran una obra sobre sus vidas. Para eso les enseñé la escena de una película y pedí a los reclusos que me dijeran qué emociones expresan los personajes. Dijeron que la gente lucía molesta, lucía frustrada, mencionaron muchas palabras y como media hora después finalmente uno dijo: “Creo que están un poco tristes”. Y yo les dije: “Sí, están muy muy tristes”. Todos eran hombres rudos y la palabra “triste” no estaba permitida en su vocabulario. Creo que eso sucede a menudo cuando tratamos con poblaciones desfavorecidas. No tienen el lenguaje para definir sus emociones, las confunden con otros sentimientos, no las pueden explicar.
JFU: Desde que publicaste tu libro hace veinte años, ¿cuánto hemos avanzado en relación a tratamientos y diagnósticos clínicos? Es cierto que hoy la gente va más a terapia y toma más medicamentos, pero también existe la sensación de que las cifras de depresión y ansiedad han aumentado en los últimos años. ¿Por qué crees que sucede esto?
AS: En términos de tratamientos, el progreso ha sido mínimo. A inicio de los noventa se desarrollaron los fármacos que ahora usamos para atender nuestra salud mental, pero a partir de ahí solo hemos tenido variaciones de los mismos. Nadie ha conseguido un gran descubrimiento. Aún no entendemos la química de la depresión, ni su biología, no entendemos realmente por qué unas pastillas funcionan bien para algunos y les chocan a otros. Hay pequeños avances pero nada revelador. En cuanto a las cifras en aumento, creo que se deben a que vivimos en un mundo que se incendia. Ahora tenemos la pandemia, pero ya teníamos el calentamiento global, gobiernos que abusan de nuestros derechos, en Estados Unidos tuvimos un presidente casi satánico, hay extremistas en muchos países, vivimos en un mundo muy inestable. Yo hablo con mis hijos y cada uno tiene sus miedos. Cuando eran pequeños les asustaba la posibilidad de que hubiese un monstruo bajo sus camas y yo les podía asegurar que no había ninguno. Ahora cuando me preguntan qué pasaría si una parte del planeta se vuelve inhabitable, si no hay lo suficiente para mantener a toda la raza humana, en ese caso no les puedo decir que no hay ningún peligro. Lo único que les digo es que espero que pertenezcan al grupo de personas que tratará de resolver esos problemas.
Ya teníamos un mundo aterrador antes de la pandemia y ahora lo es más porque pensamos qué pasará si aparece otro virus y es más letal, cuándo sucederá. Hemos perdido una sensación de seguridad y estabilidad en nuestro propio hogar que será difícil de recuperar. La pandemia nos presentó el constante peligro en el que vivimos de una manera dramática. Quizás a mediados de los cincuenta algunas personas pensaban que en el futuro las cosas serían mejor, la gente viviría más, el mundo estaba progresando. Yo no pienso eso actualmente. Quizás mis hijos tendrán que vivir en un mundo arruinado. ¿Cómo enfrentarán eso? Vivir en el mundo de hoy asusta.
JFU: En tu libro mencionas que el suicidio debería considerarse un diagnóstico por sí mismo y no solo una consecuencia de la depresión. Es decir, solemos pensar que si enfrentamos la depresión estamos enfrentando también el suicido. Pero tú sostienes que no es así necesariamente. Hay personas que no están deprimidas que también acaban con sus vidas. Aunque escribiste estas ideas hace veinte años, seguimos pensando en el suicidio como un efecto de la depresión. ¿Por qué nos cuesta tanto entenderlo como un diagnóstico independiente?
AS: El primer motivo por el que nos cuesta tanto entender el suicidio es porque le tenemos mucho miedo. Nos da miedo que nuestros hijos puedan cometerlo, nos da miedo pensar que si tenemos depresión pueda llegar el momento en el que intentemos quitarnos la vida. Es una situación horrible que no queremos ni siquiera contemplar. Además, no hace mucho las personas han empezado a aceptar la depresión como un diagnóstico real, pedirles ahora que consideren así también al suicidio es presiornarlos para que hagan otro salto en su estructura mental. Eso es difícil de lograr.
Es cierto que la mayor parte de las personas que se suicidan estaban deprimidas, y ése es un buen punto de partida para estudiar el problema. Pero hay quienes lo hacen sin encajar en el cuadro clínico de la depresión. Acceder a la vida interior de alguien para saber si corre riesgo de suicidarse o si está fuera de peligro es una de las misiones más urgentes de la salud mental. Se supone que yo soy un experto en este tema, pero conozco personas que se han suicidado y jamás pensé que lo harían. Fue totalmente inesperado y no supe qué hacer ni qué decir. El suicidio necesita su propio campo de investigación, sus propios estándares clínicos, sus propios hallazgos. Y después todos necesitamos entender la crisis social que representa.
Una de las experiencias más devastadoras que tuve fue cuando mi compañero de universidad, con quien mantenía una buena amistad, se suicidó hace diez años. Después de lo sucedido, su pareja fue a la psicoanalista y le preguntó si había visto alguna señal. La terapeuta dijo que sí, que él hablaba con frecuencia sobre eso pero que no pensó que lo haría. La novia le preguntó por qué no la llamó para decirle lo que estaba pasando. La terapeuta respondió que ella debía respetar la privacidad de sus pacientes. La privacidad para mí está sobrevalorada en algunos casos. Cuando es apropiada, ok, pero si existe el riesgo de que alguien vaya a terminar con su vida y tú sabes que esa persona tiene gente que la ama, gente que estaría alerta y haría todo lo posible para cuidarla y no dices nada, eso no tiene mucho sentido. Hay reglas en la práctica de la psicología y la psiquiatría que deberían cambiarse.
SP: Después de leer tu libro uno no termina con una sensación de temor. Está lleno de datos y estudios que nos permiten conocer mejor a la enfermedad, tan compleja como es, pero no te quita la esperanza. Además también es un libro sobre el apoyo y el amor. ¿Cómo conseguiste ese balance? ¿Cómo lograste explicar de manera tan clara lo que aprendiste en los momentos más oscuros de tu vida?
AS: Muchas gracias por esas palabras tan generosas. Después de lidiar con mi primera experiencia con la depresión, yo sabía que existían muchos libros sobre el tema. Sabía que habían libros excelentes sobre la psicobiología de la depresión, libros muy buenos sobre cómo se percibía la depresión en el mundo antiguo, muchas guías sobre tratamiento terapéutico y varias memorias con las experiencias personales de los autores. Pero no había uno que condense todo y pensé que era necesario que exista un libro así. Entonces mi misión no fue decir cosas que nadie haya dicho o pensado antes, sino ensamblar estos diversos vocabularios con los que ya se había hablado de la depresión y tratar de conseguir un relato coherente, donde encajaran todas las piezas y las podamos entender mejor.
En cuanto a la narración de mi experiencia personal, yo soy alguien muy verbal. Mi experiencia con la depresión ha sido horrible y muchas páginas del libro son simplemente intentos por entender mejor lo que me estaba pasando. Escribirlas me dio una pequeña sensación de control. Luego saqué el material que podría interesarme solo a mí y a mi doctor y mantuve las partes que podrían importar a otros. La verdad es que me sentí sumamente afortunado, no por la depresión en sí misma, sino por la experiencia de la recuperación, de poder continuar con mi vida. Creo que a muchas personas les cuesta hablar sobre su depresión porque hay un fuerte estigma alrededor del tema, una especie de vergüenza. Mientras que escribía el libro yo sabía que no iba a perder mi empleo si la gente se enteraba que estaba deprimido, podría seguir escribiendo sobre esto. Sabía que mi familia no me iba a rechazar por haber abordado mi depresión en público. Entonces pensé que la mejor manera de conseguir que las personas busquen tratamiento era reduciendo el estigma y el estigma sólo se reduciría cuando la gente hablase abiertamente de sus propias experiencias.
Ahora algunos me dicen: “Wow, tú estabas tan deprimido y ahora pareces estar tan bien, ¿cuál fue tu secreto?” En parte creo que tuve el privilegio de poder acceder a un tratamiento realmente bueno, sin el cual yo no sé si estaría aquí, pero también fui muy afortunado, en ese punto de mi vida, de tener a mi padre. Mi madre había muerto unos años antes y yo aún no conocía a mi esposo, entonces fue mi papá quien realmente me cuidó. Creo que la gente que tiene más oportunidad de recuperarse de una depresión son los que saben que son amados, los que tienen una vida a la que quieren regresar. A veces no es muy útil decir esto pero es cierto. Quise explicarlo en el libro porque no solo ayudaría a las personas deprimidas, sino a todos los que aman a alguien con depresión. Las personas deprimidas tienden a aislarse y yo quería escribir un libro que explicara lo que significa para ellos ser apoyados en una etapa tan oscura.