La mañana del 19 de abril de 2011, mientras dictaba una clase de inglés a un grupo de alumnos de secundaria, Juana Olazábal sintió que un silbido potente se apoderaba de su oído. De repente, las voces de los jóvenes se apagaron y todo se volvió negro. Lo siguiente que recuerda es una opresión fuerte en el pecho, un cansancio abrupto y pensamientos inconexos mientras atravesaba un pasillo interminable del hospital Angamos, del Seguro Integral de Salud (EsSalud), recostada en una camilla.
No lo sabía entonces, pero acababa de tener la primera de cientos de crisis de epilepsia que la atacarían durante dos años, un trastorno del sistema nervioso que provoca movimientos corporales incontrolables de forma repetitiva.En esa época de su vida, Juana, siempre con su madre al lado, visitó a una larga lista de neurólogos tratando de encontrar un tratamiento que detenga las convulsiones.Llegó a tomar quince pastillas al día, sufrió una intoxicación farmacológica y daño en los riñones, pero la sobrecarga de electricidad en su cerebro continuaba. La dinámica en su familia cambió. Sus hermanos menores sabían los horarios de sus medicinas y qué hacer cuando a Juana le daba una crisis. Su mamá dormía con ella para evitar que se cayera de la cama y, con el tiempo, todos en su casa se turnaban para cuidarla por las noches. Ese mismo año, a su madre le diagnosticaron diabetes pero la familia estaba tan concentrada en cuidar a Juana que “descuidaron” la salud de su mamá y, en unos cuantos meses, la señora falleció. De esa manera lo recuerda Juana.
Según el neurólogo e investigador Carlos Alva, la mayoría de pacientes con epilepsia requiere de uno o dos fármacos para controlar las convulsiones. Medicamentos como Carbamazepina, que el Estado entrega a través del Sistema Integral de Salud (SIS), suelen funcionar. Pero este no era el caso de Juana, ella es parte del 30% de pacientes con epilepsia en el mundo que la padece de forma refractaria. La epilepsia refractaria es la más limitante porque provoca convulsiones tan frecuentes que el paciente no puede continuar con sus actividades diarias ni desarrollarse plenamente. Además, en estos casos, los fármacos no sirven para aminorar las crisis. Esta pérdida de control sobre el cuerpo de uno, tiende a desencadenar trastornos emocionales como la depresión o la ansiedad generalizada.
Más allá de las contracturas musculares violentas o sangrados esporádicos que Juana llegó a tener, lo que más le desesperaba de su enfermedad es que empezó a escuchar voces. Los medicamentos antiepilépticos provocan psicosis en un porcentaje reducido de pacientes. A Juana le daba mucha vergüenza, sentía que estaba perdiendo la cordura y no se atrevía a contárselo a nadie, ni a sus médicos. Después de la muerte de su madre, las voces se hicieron más intensas y Juana se sumergió en una depresión grave. Con sus veintiún años, no lograba ver un camino sin obstáculos en su futuro e intentó suicidarse. Este fue un punto de quiebre para ella y quienes la rodeaban. Su novio de entonces, Jorge, empezó a investigar día y noche tratando de encontrar algo que aliviara sus malestares. Así escuchó por primera vez, gracias a unos familiares que viven en Estados Unidos, sobre las propiedades medicinales de la marihuana.
El uso del cannabis en tratamientos médicos cada vez se expande más por el mundo. Alrededor de los años setenta, se descubrió que el CBD, un componente químico de la marihuana, tiene facultades anticonvulsivas. Debido al prejuicio y criminalización de esta planta, sus investigaciones han sido limitadas pero, aún así, en el 2018 la Administración de Medicamentos y Drogas de Estados Unidos (FDA) aprobó el primer fármaco compuesto por CBD. Se llama Epidiolex y sirve para el tratamiento de convulsiones relacionadas con dos tipos comunes y severos de epilepsia. De todas las propiedades que se le atribuyen, la eficacia del cannabis en la reducción de convulsiones es una de las que cuenta con más evidencia científica.
A pesar de eso, Juana no estaba segura de querer probarlo. Se había decepcionado con los veintiún fármacos que comúnmente se utilizan para tratar la epilepsia. Jorge le pidió que investigaran juntos y, si después de hacerlo no estaba convencida, no le insistiría más. Fueron tres meses de lecturas de estudios clínicos en inglés, conversaciones con otros pacientes de epilepsia refractaria y consultas online con médicos extranjeros que avalaban el uso del cannabis, hasta que Juana se animó a intentarlo. Entonces el problema fue dónde conseguirlo. En Perú no lo vendían en ningún lado. Jorge decidió comprarlo por internet y que lo manden desde Estados Unidos. A pocos días, la empresa que contactó le comunicó que no podían hacer un envío de cannabis a Perú porque era ilegal y si él seguía intentado podía ir a la cárcel. Juana y Jorge no podían creerlo. Finalmente, un familiar que venía de Estados Unidos, les trajo un frasco de aceite de cannabis entre sus maletas.
“El primer cambio que sentí no tuvo que ver con las convulsiones sino con la psicosis. Ya no escuchaba las voces en mi cabeza que no me dejaban ni dormir. Por fin se habían ido y yo me encontré feliz solo con eso”, recuerda Juana con la voz entrecortada. Gracias al cannabis medicinal, físicamente también tuvo un descanso: sus crisis epilépticas pasaron de ser hasta diez en el día a una cada tres meses. Juana no recuerda mucho detalle de los cambios fisiológicos porque lo que más llamó su atención fue la tranquilidad mental y emocional que poco a poco fue recuperando. Con eso puede aguantar con más fuerza cualquier otro malestar de su condición. Sin embargo, al acabarse ese frasco de aceite de cannabis que le trajeron de Estados Unidos empezó la angustia por conseguir el siguiente.
La necesidad de Juana por el cannabis medicinal comenzó en el 2013, seis años antes de que el uso de esta sustancia se legalice en el Perú. Durante ese intervalo sin marco legal, se mantuvo abastecida a partir de favores de conocidos que venían de Estados Unidos y consiguió que un neurólogo particular le haga seguimiento. En su caso, el cannabis había desaparecido sus convulsiones casi por completo. Sin embargo, a pesar de la evidencia científica de instituciones internacionales, Juana sabía que en nuestro país solo contaba con su testimonio. El prejuicio al medicamento que le había devuelto la normalidad a su vida estaba en todos lados.
Después de un año de uso ininterrumpido, y sin una sola convulsión, Juana fue a la charla de un experto del Ministerio de Salud que se realizaría en la Asociación de Pacientes con Epilepsia del Perú. Cuando el experto comentó sobre nuevas terapias para esta enfermedad, Juana levantó la mano y preguntó si habían considerado el cannabis medicinal. El doctor le dijo que no existía evidencia de su eficacia; Juana le respondió que llevaba un año consumiéndolo y sin crisis epilépticas. Uno de los organizadores del evento se acercó y le pidió que se retirara. Al salir, a una cuadra del local, unas personas corrían tras ella para pedirle que los orientara sobre cómo dar a sus hijos cannabis para controlar sus convulsiones. Juana en ese momento fue a su casa, que quedaba muy cerca, y repartió sus reservas entre ellos. Un mes después, las tres familias la llamaron para contarle que sus hijos estaban bien, que no podían creer como se habían reducido sus crisis y que, por favor, les enseñara a importar cannabis.
Han pasado siete años desde ese suministro íntimo y espontáneo que realizó Juana con personas cuya desesperación podía comprender. En febrero de 2019 se publicó el reglamento de Ley que regula el uso medicinal y terapéutico del cannabis en el Perú. A diferencia de otros países de América Latina, como Chile, Colombia, Uruguay y Argentina, nuestra ley no consideró el autocultivo ni el cultivo colectivo. Sólo contempla licencias de importación, distribución y comercialización a productores, farmacias y laboratorios. Aunque exista el marco legal, conseguir un frasco de cannabis medicinal dentro de sus parámetros sigue siendo casi imposible.
Aunque hace unos días el Ministerio de Salud haya informado que se facilitarán catorce nuevos puntos de venta de cannabis medicinal, hasta la fecha solo hay un establecimiento en todo el país que lo vende de manera legal: la farmacia de Digemid, ubicada en el distrito de San Miguel al Oeste del Centro de Lima. Más de diez meses después de la publicación de la ley, se inició finalmente la venta de este producto.Sin embargo, las restricciones para acceder al aceite de cannabis provocaron, en poco tiempo, la queja de muchos pacientes e investigadores. Solo se vende a personas que padecen dolor crónico neuropático, náuseas y vómitos inducidos por quimioterapia, síntomas de espasticidad por esclerosis múltiple y epilepsia refractaria, pese a que la ley no especifica estas limitaciones.
Según Pedro Wong, investigador del Centro de Estudios del Cannabis Perú, la decisión se debe a que los laboratorios extranjeros de mayor reconocimiento han realizado estudios clínicos y existe evidencia científica suficiente solo para ellas. En el Perú, al menos 7.500 personas requieren con carácter de urgencia, acceder al cannabis medicinal o algún derivado como tratamiento paliativo para condiciones médicas que les generan sufrimientos severos y permanentes.
Si bien es cierto que en la investigación científica sobre la planta de la marihuana queda mucho por hacer, hay otro motivo de peso por el que nuestro país pone tantas trabas a su uso medicinal y comercialización. El neurólogo e investigador Carlos Alva asegura queen los últimos años se ha visto una apertura al uso de cannabis medicinal como una opción de tratamiento para epilepsia en el Perú pero los médicos aún sienten desconfianza debido a la poca difusión y espacios de debate sobre el tema. Por eso, explica que es necesario abrir centros de estudio como el de la Universidad Peruana Cayetano Heredia y el Centro de estudios del Cannabis para realizar investigaciones y evitar que los médicos nieguen este tratamiento movidos por sus prejuicios. Hacerlo es una necesidad cada vez más urgente porque, así como en toda política de droga, el sesgo frente al cannabis medicinal por parte del Estado y la sociedad ha abierto espacio para un prolífero mercado negro.
A fines de febrero de este año, la farmacia de Digemid, el único proveedor legal de cannabis en el Perú en ese entonces, quedó desabastecida. Cinco días antes de que se dictara el estado de emergencia en el país, la empresa Anden Natural ganó por segunda vez la licitación del Estado para abastecer a su farmacia pero en medio de la cuarentena demoró tres meses en hacerlo y miles de pacientes se quedaron sin la posibilidad de conseguir el medicamento que necesitan.
“La única solución que yo encontré para seguir con mi terapia es comprar en el mercado negro”, dice Emily Marchand, una ex comerciante de treinta y seis años que tiene cáncer Linfoma de Hodgkin, un cáncer que agranda el tejido linfático y puede ocasionar presión sobre algunas estructuras importantes del cuerpo. Emily fue diagnosticada en el hospital del Callao en enero del 2018. Seis meses después de haber dado a luz a su única hija. Ella se sometió al tratamiento convencional indicado. Sin embargo, después de que su tercera ronda de quimioterapias no funcionase, Emily cayó en depresión. Tuvo que abandonar su negocio de disfraces y su esposó decidió marcharse. Viendo su frustración, una amiga le planteó la posibilidad de usar cannabis medicinal. Una alternativa que a Emily no le parecía segura en un inicio ya que su tratamiento oncológico era muy restrictivo con lo que podía consumir.
Existe un debate sobre los efectos secundarios que puede tener el cannabis medicinal y aún hay mucho por explorar. La literatura que existe menciona, por ejemplo, desarrollo psicopático, psicosis, depresión, hipotensión e hipertensión. Pero en algo sí están de acuerdo la mayoría de expertos: todo depende de la dosis y de la cantidad de aceite de cannabis que se compre. Hasta ahora los dos cannabinoides que más efecto medicinal y terapéutico tienen son el CBD y el THC. De la combinación y porcentaje de ambos dependen los efectos del producto. Cada semilla de marihuana, cada cepa, presenta diferente porcentajes de estos componentes y tienen que modularse de acuerdo a la necesidad del organismo de cada paciente. Pedro Wong asegura que con la dosis correcta los casos de riesgo que se presentan son muy aislados. De ahí el riesgo inminente de que los pacientes compren su medicina en un mercado negro, sin ninguna certeza de lo que contienen sus frascos.
Ante la insistencia de su amiga, Emily Marchand decidió investigar y, a través de la organización Gotas de Esperanza dirigida por Francesca Brivio, conoció al doctor Max Alzamora, un experto estudioso en el uso del cannabis quien escuchó su historia y le planteó un tratamiento paralelo y complementario al que llevaba en el INEN. Emily dice recordar perfectamente el día que empezó a tomar el cannabis medicinal de Digemid: 11 de octubre del 2019. Estaba en casa con sus hermanos y su pequeña hija. Tenía mucho miedo pese a que había investigado tanto y confiaba en el doctor Alzamora. Dice que tomó el frasco en sus manos y lo dejó muchas veces. Leyó y releyó la receta para asegurarse de lo que tenía que hacer. En un momento, simplemente se “lanzó” y se puso una gotita de cannabis medicinal bajo la lengua. En ese momento empezó el cambio en su vida.
Unos días después de tomar cannabis con regularidad lo primero que experimentó Emily fue “una sensación de paz”. Se sentía más fuerte y activa y eso la animó a seguir el cuarto tratamiento oncológico. Poco a poco la depresión cedió e, incluso después de las quimioterapias, Emily se sentía animada. Dice que no sentía náuseas ni dolores. “Es como si no hubiese pasado por la quimio. Podía hacer mis cosas casi como cuando no tenía la enfermedad”, recuerda. Tres meses después, entre quimioterapias y cannabis, (aún no sabe qué fue lo que realmente la ayudó) el cáncer había retrocedido.
En el caso del aceite del cannabis medicinal de Digemid, que es el que más ha tomado Emily, cada frasco contenía 4,87% de CBD y 0,04% de THC. Un porcentaje cuestionado por expertos debido a que es muy bajo para que realmente haga algún efecto en los pacientes con dolor crónico y oncológicos. Por eso, ella debía comprar cuatro frascos al mes para tener una dosis que sí le funcione. El problema está en que Digemid no permite comprar más de un frasco a la vez y Emily debía ir cada semana a la farmacia de Digemid para abastecerse.
En febrero de este año, Emily debió someterse a un trasplante de médula ósea para culminar la terapia en el INEN, pero aplazaron su operación debido al estado de emergencia y la suspensión de consultas externas. Sin trasplante, ni quimioterapia ni el aceite de cannabis de Digemid, su única opción para controlar el cáncer fue un aceite de cannabis ilegal que ella misma reconoce no sabe si funcionará o no.
Según el químico farmacéutico Pedro Wong, el cannabis es una sustancia muy heterogénea y no es fácil definir los efectos que tendrá en un paciente determinado. “Una dosis específica de aceite de cannabis podría ser eficaz para tratar los ataques de epilepsia de un paciente A, pero no tener ningún efecto en un paciente B con la misma enfermedad”, explica.
Los doctores que recetan cannabis toman en cuenta la historia clínica del paciente y la cantidad de THC y CBD que tiene cada producto. Por eso, es fundamental que todos los aceites de cannabis y sus derivados que se ofrecen en el mercado tengan la concentración que exponen en sus etiquetas. Sin embargo, la ralentización de la implementación del reglamento de ley sobre el uso de cannabis medicinal en el Perú y el casi nulo acceso legal al aceite de cannabis imposibilita que esto suceda.
“Los productos son muy diversos. Por ejemplo, cada doctor tiene un proveedor de confianza al que ya antes le ha comprado, pero nada asegura que este no le haga cambios a su producto”, dice el médico Max Alzamora. Como estos proveedores no son legales, los médicos ni siquiera pueden estar seguros que los productos que recetan contienen la cantidad de THC o CBD que dicen tener y no pueden exigir fiscalización.
A través de Internet, proveedores ilegales, ferias y eventos venden aceite de cannabis, cremas, galletas, parches, chicles, gomitas, que no pasan por ningún control de calidad. “Ninguna institución se preocupa por supervisar que concentren los porcentajes adecuados. En la mayoría de los casos, ni siquiera tienen alguna cepa de cannabis”, explica Wong. Estos productos no cuentan con registro sanitario de Digemid que avale sus propiedades farmacológicas y, en algunos casos, tampoco cuentan con el registro sanitario de la Dirección General de Salud Ambiental (Digesa), que al menos certifique que son seguros para el consumo de las personas.
Ante este panorama, desde junio del 2019 Pedro Wong trabajó junto al químico brasileño Fabiano Soares, del Grupo REAJA, en un análisis de calidad de diversos productos derivados del cannabis que se venden en Perú. El análisis consistió en medir la concentración de fitocannabinoides que tiene cada producto, es decir, metabolitos que se encuentran en las plantas y son los responsables de sus efectos farmacológicos. Hasta el momento se han identificado en el mundo cerca de dos mil. Los más conocidos son el THC y el CBD, que han presentado más propiedades curativas. El objetivo del estudio de Wong y Soares es corroborar si los productos que se venden en el país tienen el porcentaje de CBD y THC que ofrecen.
Según los resultados finales de ocho productos analizados que entregaron médicos y pacientes, sólo uno contenía la cantidad de THC y CBD que informaba en su etiqueta. Todos los demás concentraban el doble de CBD y un porcentaje menor de THC al que indicaban. La investigación se ha llevado a cabo en el laboratorio de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) y tiene el apoyo de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga y de la universidad San Antonio Abad del Cusco. Ninguna institución del Estado ha realizado un trabajo similar al de Wong y Soares, pese a que desde hace tres años se venden estos productos en el país.
El doctor Max Alzamora asegura que estos resultados muestran el peligro al que están sometidos los pacientes que usan cannabis medicinal en el Perú. “No tienen dosis establecidas bajo un protocolo, no tienen un producto seguro porque no hay más farmacias donde comprar, y además se ha detectado a un grupo de médicos que prescriben recetas de forma indiscriminada”, declara.
“Hablamos de la vida de muchas personas. A diario me escriben madres, padres y familiares de pacientes que necesitan cannabis, pero no saben cómo conseguirlo o cómo obtener un producto de calidad”, dice Francesca Brivio, quien padece mastocitosis sistémica, una rara enfermedad en la que los mastocitos, células de inmunidad, están anormalmente aumentados en diversos órganos y puede provocar lesiones cutáneas de color rojo o violeta. Brivio promovió la legalización del uso medicinal de cannabis en Perú, Colombia, Chile, España y Brasil. No obstante, asegura que en Perú las autoridades no tienen la intención de implementar la ley y, más allá de dejar fuera al autocultivo, no han dado opciones a los pacientes para acceder al cannabis. “La última llamada que recibí fue la de una pareja de Cañete cuyo bebé tiene convulsiones cada hora y no saben dónde conseguir el cannabis que necesita”, dice Francesca mediante una llamada telefónica.
Ojalá la preocupación de Francesca y los más de 7.500 peruanos que necesitan cannabis medicinal empiece a resolverse con las nuevas medidas que está tomando el Ministerio de Salud. El último 20 de setiembre, este ministerio, a través de Digemid, anunció que veinte empresas ya cuentan con la licencia para importar cannabis y que, aunque aún no hay una fecha exacta, pronto catorce farmacias del país podrán vender este producto. Para acceder a él, los pacientes deberán estar en el registro oficial y contar con una receta preescrita por un médico colegiado y titulado. Juana, Emily y Francesca solo desean que no se alargue más el tiempo que han tenido que esperar para conseguir la medicina que tanto necesitan.