Hasta hace unos años, la piel de Ana Álvarez era un territorio minado por cicatrices y moretones. En la calle la gente solía mirarla con cierta indulgencia y compasión, como quien descubre de pronto el tormento conyugal de una mujer. Una vez, mientras viajaba en un micro, una señora se le acercó y le dijo que no debería permitir que su pareja la golpeara. Ana le sostuvo la mirada y se quedó en silencio. Bajo sus lentes llevaba un ojo morado. A ella le parecía inútil explicar que las marcas en su cuerpo no eran el mudo testimonio de una relación abusiva, sino más bien las huellas de la enfermedad de uno de sus hijos. En ese entonces Anthony, un muchacho alto y robusto, tenía quince años y llevaba meses registrando un comportamiento violento. De niño le habían diagnosticado esclerosis tuberosa, un trastorno genético que forma tumores no cancerosos en diversas partes del cuerpo y que, cuando se desarrolla en el cerebro, produce convulsiones y deterioro cognitivo. A menudo esta enfermedad origina además una condición paralela llamada síndrome de Lennox, que se manifiesta con reacciones agresivas en la conducta. Para Ana y sus otros tres hijos, vivir con Anthony era esperar en cualquier instante que les arrojara una taza a la cara o que los asaltara súbitamente con un manotazo. Ante las constantes agresiones, la madre tuvo que mudar a sus dos hijos más pequeños a otra casa, quitar todos los cuadros de las paredes y esconder los objetos más frágiles. «Los médicos me aconsejaron que lo internara en un hospital psiquiátrico de manera permanente, pero es mi hijo: no me iba a despegar de él bajo ninguna circunstancia», recuerda Ana. Pero al mismo tiempo, sin un tratamiento que pudiera calmar las crisis o los raptos de violencia de Anthony, ella no sabía qué más hacer salvo resistir hora tras hora a su lado, tolerar con estoicismo maternal sus arañazos y jalones de cabello, y buscar empecinadamente una terapia que lograra al fin sosegar su indescifrable anarquía interior.
En ese tiempo su hijo sufría entre siete u ocho convulsiones al día y tomaba dieciocho pastillas para neutralizar sus síntomas. En tan solo unas horas podía tener distintos tipos de crisis: desmayarse de pronto mientras caminaba, convulsionar sin perder la conciencia o quedarse rígido, con los ojos muy abiertos, completamente enajenado de la realidad. Cada epilepsia, cada súbita descarga del cerebro, dañaba poco a poco sus circuitos neuronales y limitaba su capacidad psicomotriz. Con los años Anthony dejó de caminar por sí mismo y de hablar con fluidez y coherencia. Ana tuvo que comprar una silla de ruedas para evitar que cayera al suelo cada vez que se desmayaba. La enfermedad amenazaba con dejarlo totalmente discapacitado: según las estadísticas, el cincuenta por ciento de quienes la padecen pierden todas las habilidades motoras y un pequeño grupo muere por alguna complicación. El cóctel de pastillas anticonvulsivas y antipsicóticas que ingería a diario no le producía ningún efecto visible. Peor aún: le estropeaba el sistema hepático y alteraba su estado de ánimo. «Se puso más agresivo cuando comenzó a tomar las pastillas psiquiátricas», asegura Ana, que hasta ese momento había seguido con rigor las recomendaciones de los doctores.
Un día su hijo mayor —quien se quedó en la casa para ayudarla a cuidar a Anthony— le sugirió ver un documental sobre la naturaleza medicinal del cannabis. «Eso es droga», replicó ella de inmediato. Pero tras insistir unos días, su hijo logró convencerla y juntos vieron el reportaje en Youtube. Era la célebre historia de Charlotte Figi, una niña estadounidense que redujo sus más de trescientas epilepsias semanales gracias al aceite de cannabis. A partir de ese momento, en noviembre del 2015, Ana empezó a investigar los efectos medicinales de la planta con la firme intensidad de una madre desesperada. Unas semanas después, decidió probar con su hijo: le dio una infusión de cannabis y al poco rato el adolescente cayó dormido durante dos días. No era la respuesta que esperaba, pero al menos había significado una pausa ante el aplastante torrente de crisis.
Desde entonces Ana supo que el cannabis podía ejercer un beneficio, aunque sea mínimo, en la salud de su hijo, y entonces se puso a indagar en redes sociales hasta que descubrió un grupo de madres chilenas que promovía el cannabis en casos de epilepsia infantil. «Lo primero que me dijeron fue que, si quería encontrar realmente la dosis correcta para Anthony, yo misma tenía que cultivar», recuerda. En ese momento le pareció una respuesta insólita, muy alejada de su realidad, y por eso antes de animarse a hacerlo decidió importar el aceite y averiguar cuál era la mejor cepa para su hijo. A lo largo de seis meses, llegó a traer muestras de países como Canadá, Estados Unidos, México y España. Compraba pomitos a más de trescientos soles que le duraban entre quince días y un mes. Pero solo con uno de ellos, el que contenía la cepa CBD therapy, ella notó un cambio radical: a los pocos días Anthony dejó de tener convulsiones diarias, su conducta agresiva disminuyó considerablemente y parecía estar más conectado con la realidad. Su semblante se recompuso, las palabras en su boca adquirieron sentido y dejó de usar la silla de ruedas.
Sin embargo, Ana se dio cuenta muy pronto de que el dinero no le alcanzaría para costear esa terapia.
En medio de su búsqueda, había conocido a Dorothy Santiago, otra madre de un niño con epilepsia refractaria, y juntas decidieron fundar una asociación para impulsar el uso de la marihuana medicinal. En un principio, las madres de «Buscando Esperanza» se reunían para intercambiar información sobre cómo conseguir el mejor cannabis según cada diagnóstico, pero con los meses empezó a instaurarse la necesidad de cultivar. Los costos excesivos de los aceites y la incertidumbre de no saber si la dosis que recibían era la correcta las empujó a buscar una opción que ellas pudieran controlar y verificar. Con la asesoría de cultivadores y especialistas, Ana y Dorothy se aventuraron a sembrar las primeras plantas con semillas híbridas, las cuales poseen genes de Sativa e Índica, dos especies muy comunes de marihuana. Fue así que poco a poco descubrieron la combinación adecuada para cada uno de sus hijos, y esto les permitió también brindar talleres de cultivo a las demás madres.
Durante todo el 2016, cientos de niños con problemas de epilepsia o algún trastorno neurológico se beneficiaron del cultivo comunitario de la asociación. En un departamento alquilado de San Miguel, ellas se encargaban de sembrar las plantas durante seis meses, luego cortar los cogollos y secarlos en la oscuridad, sumergirlos en alcohol y extraer su esencia, y finalmente repartir el producto entre las mamás del colectivo. Era una labor subrepticia, que debía realizarse en voz baja y con minuciosa discreción. Sin una ley que aceptara el uso médico de la marihuana, ellas tenían miedo de que la policía descubriera el local y las acusara de tráfico ilegal. Un temor inconcebible: vivir con el riesgo de ir presa por querer salvar la vida de tu hijo.
Una tarde de febrero del 2017 Ana recibió una llamada de su cultivador. «Nos encontraron», oyó apenas contestó el teléfono. Se quedó helada. Luego que una vecina del edificio se quejara con la policía, un grupo de efectivos forzó la puerta del departamento e incautó todas las plantas —siete en total— y las herramientas con las que trabajaban. La noticia salió en la televisión: «Intervienen laboratorio ilegal de droga», anunciaba uno de los titulares. En las imágenes aparecen Ana y Dorothy, junto con otras madres, llorando y rogando a los policías que por favor no se lleven la medicina de sus hijos. Todas vestían un polo negro que decía «Buscando Esperanza» y alguna que otra exhibía una pancarta colorida. No parecían peligrosas traficantes que intentan ocultarse de la justicia. «Con esas plantas íbamos a extraer el aceite para sesenta pacientes», recuerda Ana años después. «Esas familias se quedaron sin nada». Tras el allanamiento, la asociación tuvo que cambiar su dinámica: ahora cada madre debía buscar su propia medicina. Esa noche, a Ana le invadió el terror de acabar en la cárcel. Cuando llegó a su casa, cortó las dos plantas que tenía reservadas para su hijo y las botó a la basura.
La noticia abrió el debate público de la necesidad de legalizar el cannabis medicinal en el Perú. Las madres empezaron a organizar marchas, a salir en los programas de televisión e incluso abrieron un consultorio para ofrecer asesoría a pacientes con esclerosis múltiple, convulsiones, Párkinson y distintos tipos de cáncer. El escándalo de la intervención policial había puesto las luces sobre una población invisible hasta entonces: los niños con epilepsia cuyos síntomas ponen en jaque a la medicina tradicional. Sobrecogido por los casos, el congresista Alberto de Belaúnde atendió el pedido del colectivo e impulsó un proyecto de ley para permitir el uso médico de la marihuana. En octubre del 2017, ocho meses después de la incautación, el Congreso aprobó la importación, distribución y comercialización del cannabis en el país. Aunque aún faltaba el reglamento de la ley —que recién se publicaría en febrero del 2019—, ese día todas las madres celebraron.
Pero con los meses el festejo se convirtió en decepción. Al final la ley no incluyó el autocultivo ni el cultivo colectivo. En la práctica, esto quiere decir que si una persona necesita obtener un frasco de cannabis, sólo puede hacerlo en una farmacia de DIGEMID (Dirección General de Medicamentos Insumos y Drogas) y con una sola concentración de cannabinoides: 4,87% de CBD —el componente al que se le atribuye diversos valores medicinales— y 0,04% de THC —la sustancia que ha sido reducida a su efecto psicoactivo—. Sin embargo, como ya han explicado numerosos especialistas, cada paciente necesita un tratamiento distinto de cannabis según su condición. No es lo mismo un adulto que debe calmar los dolores de un cáncer que un niño con esclerosis que aspira a detener sus convulsiones. El hijo de Ana, por ejemplo, utiliza un aceite de marihuana con un ratio de 20:1 (CBD/THC), una combinación que ella jamás ha encontrado en el país.
«El Estado sacó una ley, pero se olvidaron de las madres que realmente luchamos. Nosotras hemos ayudado a un grupo de personas con problemas de salud que el Estado no ha sabido cómo atender», argumenta Ana, quien a pesar de todo ha seguido cultivando la medicina de su hijo. En casa siembra la semilla, cultiva la planta y extrae el aceite con la medida exacta para Anthony. Nadie mejor que ella para asegurarse de darle lo que necesita. El chico que hace unos años atemorizaba con golpes a sus hermanos y primos, hoy ha abierto una página de recetas en Facebook y prepara toda clase de postres y empanadas. Se llama «El taller de Antho» y tiene cientos de seguidores. «La vida es mucho mejor ahora», admite la fundadora de «Buscando Esperanza». Pero sabe que todavía quedan muchas cosas por alcanzar. Quizá la más importante: derribar el inútil y obstinado prejuicio contra la marihuana.
Una noche Roxana Llontop vio en la televisión cómo la policía allanaba un laboratorio ilegal de marihuana. Le llamó la atención que las implicadas fueran tres mujeres que usaban la planta para aliviar a sus hijos, para salvarlos de una serie de crisis que ella identificaba a la perfección. No sabía quiénes eran ni cómo hacían para convertir una simple semilla en aceite medicinal. Semanas antes había visto en redes sociales que el cannabis, esa droga que toda su vida le enseñaron que era un vicio de holgazanes y desadaptados, podía servir para controlar las epilepsias y los dolores del cáncer. Glendy, su única hija, llevaba casi dos años convulsionando todos los días. Su tratamiento médico era lento y Roxana no veía ningún efecto alentador. «Es un proceso, hay que seguir esperando», decían los neurólogos cada vez que les pedía resultados. Pero ella ya estaba harta de esperar. Un día, en una consulta, le preguntó al doctor qué pensaba del cannabis medicinal, que por entonces era uno de los temas más comentados en los medios debido al proyecto de ley. «Señora, no haga caso a lo que ve en la televisión o en Internet. Si esos niños han mejorado no es por la marihuana, sino seguramente por algún milagro», contestó. A Roxana le pareció una respuesta tan insólita que se quedó muda. A veces un prejuicio arraigado es más poderoso que cualquier evidencia.
Por muchos años ella pensaba lo mismo de la marihuana. Había sido criada bajo la idea de que era una droga adictiva que sólo traía malos hábitos, perdición y libertinaje. La puerta de entrada a las demás drogas. Nunca pensó que iba a desear profundamente que su hija la consumiera. Desde que la reputación del cannabis ha ido ganando credibilidad, varias madres de diversas partes del mundo se han convertido en el rostro de una lucha inconcebible hasta hace unas décadas: exigir a sus gobiernos la legalización y el autocultivo de la marihuana. Así como antes eran las madres quienes nos prohibían y castigaban por consumirla, hoy un grupo de ellas nos impulsa a erradicar la mala fama de la planta. Todo estigma tiende a ser reduccionista y suele encasillar las cosas bajo un solo pensamiento. Como un velo en los ojos, el predominio de una idea fija suprime los matices de la realidad y no nos permite ver el panorama completo. Sucede incluso en el campo de la ciencia, en donde la evidencia debería estar por encima de cualquier juicio de valor. Hasta hace unos años, investigar la estructura química del cannabis carecía de prestigio para un científico. En Estados Unidos, casi no hubo investigaciones médicas sobre este tema hasta la década del noventa. No sólo por una cuestión de reputación, sino por una insensata barrera legal: cualquiera que deseara estudiar la marihuana se instalaba, por definición, en un territorio clandestino.
La historia de ilegalidad de esta planta es tan absurda como inexplorada. Por miles de años se usó de forma medicinal en distintas partes del planeta, empezando primero en Asia, luego en África y finalmente en América. Hay registros de ella incluso antes de la invención de la escritura. La variedad más común era el cáñamo y solía utilizarse también como fibra para elaborar cuerdas resistentes. En el siglo XIX, el médico británico William O’Shaughnessy publicó un artículo que describía el éxito del aceite para tratar las convulsiones infantiles, el reumatismo y los espasmos causados por el tétano. Después de este estudio, la aplicación de la marihuana se extendió rápidamente en los países de habla inglesa: en Estados Unidos, por ejemplo, fue el medicamento más recetado entre los años 1850 y 1930. Incluso el propio George Washington sembraba la planta en su finca familiar.
Entonces la policía no detenía a ningún cultivador ni proveedor de cannabis, los padres de familia no lo prohibían a sus hijos y las escuelas no lo satanizaban como una droga terrible para la sociedad. No existía la carga negativa que hoy percibimos cuando alguien comenta que fuma hierba con sus amigos. Según los reportes históricos, a inicios del siglo XX una parte de los estadounidenses consumía marihuana en extractos o tinturas, mientras que los migrantes mexicanos y afroamericanos, que por entonces empezaron a llegar en masa a Estados Unidos, la liaban en cigarros. En 1930, el oficial Harry Anslinger, un hombre que despreciaba abiertamente a los inmigrantes, asumió la dirección de la Oficina Federal de Narcóticos (el análogo de la DEA en la actualidad), desde donde emprendió una campaña durísima contra la marihuana. Algunas de sus frases más célebres fueron: «Es una droga adictiva que vuelve loca, violenta y criminal a la gente», «Hace que los negros se crean hombres blancos», «Es una hierba que da lugar a un tipo de adicción con graves consecuencias: abandono del trabajo, propensión al robo, desaparición del poder reproductivo», «Hay cien mil fumadores de marihuana en Estados Unidos, y la mayoría son negros, hispanos, filipinos y artistas. Su música satánica, el jazz y el swing, es el resultado del consumo de la marihuana».
Anslinger buscaba incluir al cannabis en la lista de las drogas más peligrosas, pero la mayoría de científicos de la época no estaba de acuerdo. De los treinta miembros de la Asociación Médica Americana, veintinueve dijeron estar en contra de las afirmaciones del oficial. Aun así, en 1937 el Congreso aprobó una ley con el único objetivo de aumentar los impuestos de la planta, lo que la volvió más cara y difícil de obtener para los migrantes de bajos recursos. La estocada final sucedió en 1970, cuando el gobierno la incluyó en el Apartado I de su clasificación de drogas, en donde figuran las sustancias más adictivas, dañinas y sin ningún uso médico, como la heroína, el éxtasis y el LSD. Desde entonces, el sólo hecho de estudiarla se volvió ilegal.
Durante casi todo el siglo XX, las escasas investigaciones sobre el uso medicinal de la marihuana no se conocían más allá del ámbito académico. Recién en agosto del 2013, con la emisión de un documental en la cadena CNN, el relato de estigma abrió paso a otra forma de mirar la planta. El especial contaba la historia de Charlotte Figi y cómo sus padres lograron contener las epilepsias gracias a una terapia con CBD. De inmediato el reportaje se viralizó y cientos de familias peregrinaron a Colorado para conocer a los cultivadores y productores del aceite, al que muy pronto bautizaron como Charlotte’s Web. No era sólo un relato inspirador de una niña que había logrado domar su enfermedad, sino que la experiencia de la familia Figi —y el negocio que emprendieron sus cultivadores— inauguró de alguna forma toda una industria del cannabis y, principalmente, cierta idolatría por el CBD. Aunque casi nadie comprendía muy bien esta sustancia, miles de estadounidenses empezaron a ingerirla para diversos malestares más allá de la epilepsia: cremas para calmar el dolor de articulaciones, lociones para combatir el cáncer de piel, pastillas para reducir el insomnio, gomitas y chocolates para aliviar la ansiedad, productos de belleza para rejuvenecer la epidermis.
Pero este aluvión de popularidad generó una simplificación artificiosa: acabó etiquetando al CBD como el componente medicinal, la sustancia benigna, el químico saludable y eficaz, y al THC como la droga, el elemento psicoactivo, el ingrediente malsano y peligroso. Hoy los especialistas defienden el argumento de que el CBD es más efectivo cuando se combina con alguna dosis de THC. Malestares como el dolor crónico o las náuseas por quimioterapia requieren mayores cantidades de THC para provocar una respuesta tangible. En los casos de convulsiones, suele predominar la presencia del cannabidiol pero, como a menudo demuestran los pacientes, ninguna mezcla es tan rígida y cada cuerpo reacciona diferente a las numerosas cepas y a las distintas combinaciones de los cannabinoides.
Aunque los hijos de Ana y Roxana padezcan síntomas similares —convulsiones, deterioro cognitivo, alteración del comportamiento—, sus organismos no responden igual a una misma cepa. Para ellas, la búsqueda por la medicina y la dosis correcta ha sido un adiestramiento de la constancia. Así como muchas madres, Roxana ha tenido que probar una diversidad de aceites hasta encontrar el que se ajusta mejor para su hija. Glendy, que ha sido diagnosticada con encefalitis autoinmune —una inflamación del tejido cerebral cuya causa se desconoce— llegó a consumir diversos tipos de cannabis —entre ellos el Charlotte’s Web— hasta que finalmente encontró la cepa adecuada, llamada Harle-Tsu CBD. Sin una industria abierta y regulada de la marihuana, ni una pluralidad de médicos con la competencia para certificar los aceites, la exploración de estas mujeres resulta siempre intuitiva y enmarañada, difícilmente provechosa, y sin otra forma de medición que el cuerpo impredecible de sus hijos.
La historia de Glendy tiene un origen específico, un instante preciso en que su vida cambió radicalmente. La noche del 2 de enero del 2016, a los doce años, la adolescente estaba viendo una película con sus padres en la sala de la casa. En las últimas semanas se había quejado de dolores de cabeza y un poco de fiebre. Parecía un malestar común de gripe, nada fuera de lo normal, pero esa noche se recostó en silencio sobre las piernas de su madre, cerró los ojos y al cabo de unos minutos su cuerpo empezó a estremecerse. Hasta ese momento Roxana no sabía qué cosa era una convulsión, así que lo primero que pensó fue que su hija se estaba muriendo. Junto con su esposo la llevaron a un hospital, los médicos la pusieron en una camilla y le colocaron oxígeno. Glendy seguía sin reaccionar. En algún punto abrió los ojos pero no respondía a ningún estímulo, no decía nada, su cuerpo lucía inerte, sin voluntad. Por la gravedad de su cuadro, el personal médico decidió derivarla al Hospital Almenara para que le hicieran todos los exámenes. Éste fue el inicio de un internamiento que duraría cuatro meses, un tiempo en el que Roxana tuvo que aprender términos médicos que jamás había oído, nombres de tratamientos que pasaron a formar parte de su vocabulario, procesos neurológicos que debía desentrañar para entender qué estaba sucediendo en el cerebro de su hija.
Un día, frente a las constantes crisis, los doctores decidieron inducirla al coma. Sufría tantas convulsiones diarias que era casi imposible seguir un tratamiento. Cada episodio de epilepsia era un retroceso cognitivo y la hundía salvajemente en esa dimensión recóndita y sombría a donde nada ni nadie parecía llegar. A Roxana le tomó mucho tiempo comprender que su hija ya no era la misma de antes. Mientras se desvelaba en los pasillos del hospital, recordaba su voz llamándola en la casa, las conversaciones que tenían echadas en la cama, los secretos que le contaba como si fuera su mejor amiga. Incluso ahora, luego de cuatro años de enfermedad, le cuesta aceptar la idea de que su niña ya no le hable, que no le haga cariños antes de dormir, que no le diga «mamá, deja todo lo que estás haciendo y échate conmigo». Sus días oscilan entre las manos que cuidan a su pequeña —que permanece enajenada del mundo— y los recuerdos de un pasado que se niega a dejar atrás. «No pierdo la esperanza de que un día regrese de esa otra realidad en la que ahora se encuentra», dice Roxana, quien aún no puede evocar sin angustia los momentos más duros que pasaron en el hospital.
Durante el mes en que Glendy estuvo en coma, sedada por los médicos para evitar que convulsionara, la fragilidad de su estado hizo que contrajera neumonía y hepatitis, y que incluso estuviera al borde de morir por una sepsis generalizada —una respuesta excesiva del cuerpo ante una infección que puede dañar múltiples órganos y causar la muerte—. «Los doctores me dijeron que debía estar preparada para lo peor», cuenta Roxana. Pero muy lejos de acontecer un desenlace, un día su hija volvió fugazmente de la penumbra. Abrió los ojos, se sentó en la cama y miró confundida a sus padres: «Mamá, papá, ¿qué hacemos aquí?» Fue sólo un instante de lucidez. Luego sus ojos se extraviaron de nuevo, el control de su cuerpo desapareció y Glendy retornó irreflexiva a las tinieblas que la cobijan.
«En cualquier momento se conecta», le dijo entonces uno de los médicos a Roxana, y con esa expectativa dieron de alta a su hija para continuar el tratamiento de forma ambulatoria. Sin embargo, los meses pasaban sin ningún resultado visible. La noche en que vio la noticia de la incautación a las madres de «Buscando Esperanza», ella ya llevaba la palabra cannabis dándole vueltas en la cabeza. No tardó mucho tiempo en intentarlo. Y aunque la primera vez que consiguió un frasco le costó más de quinientos dólares (lo obtuvo de un proveedor en Estados Unidos), decidió gastar el dinero que no tenía porque, a esas alturas de la angustia, no estaba en condiciones de desechar ninguna alternativa. El resultado fue categórico: en un mes Glendy no sufrió crisis alguna. A partir de entonces, cada treinta o cuarenta días, no le importaba endeudarse con tal de ver a su hija más apacible y anclada en la realidad.
Pero como suele suceder en estos casos, la calma fue desapareciendo con el tiempo. Roxana intentó probar otras cepas, pero la respuesta era casi siempre la misma: unas semanas de tregua hasta que finalmente las gotas dejaban de surtir efecto. Un día vio en la televisión a un doctor que atendía a pacientes con cannabis y decidió buscarlo. Era la primera vez que oía de un médico que practicaba este tipo de terapia. Así que se presentó en su consultorio con Glendy y le pidió que por favor la ayudara a administrar el aceite. No se imaginó que él trabajaba con un cultivador y podía facilitarle otra cepa. Tras algunos meses de pruebas, el doctor Max Alzamora —uno de los pocos médicos en el país especializado en cannabis— decidió intentar con un aceite hecho en el laboratorio peruano AmbarLabs. Alzamora acentuó el nivel de un componente poco explorado de la marihuana, denominado ácido cannabidiólico (CBDA), y fue así que, desde junio del 2019, Glendy casi no registró convulsiones durante un año. Nunca antes había alcanzado ese grado de estabilidad. «Tanto habíamos gastado para encontrar una mejoría, tanto nos habíamos endeudado sin poder hallar una solución», comenta Roxana, quien desde que el doctor le provee gratuitamente el aceite se ha olvidado de las deudas. El caso fue tan emblemático que Alzamora se animó a presentarlo en el Cannabinoid Conference de Berlín, uno de los eventos de cannabis más prestigiosos del planeta.
La experiencia con esta nueva cepa le ha hecho considerar la posibilidad de cultivarla ella misma en su casa. Esa sería la única manera de asegurarse de tener siempre el aceite, y no depender del tiempo y la voluntad de otras personas. Cada vez más Roxana se convence de que ella necesita tener el control de la medicina de su hija. «Antes no me sentía lista, me daba miedo, pero ahora creo que ya lo estoy», afirma la madre de Glendy. «Sólo necesito asesoría». Ella sabe que el futuro de su pequeña podría definirse en ese simple acto: sembrar una semilla, cultivarla durante meses y verla lentamente florecer.
Tuvieron que pasar quince años para que Ericka Noblecilla encontrara al fin un remedio que calmara los espasmos de su hijo. Quince años en los que convivió con el temor permanente de verlo caer y fracturarse la cabeza, la frente u otra parte del cuerpo. A veces lo más doloroso no es el diagnóstico de una lesión cerebral, de una enfermedad abstracta para los ojos o de un síndrome del que casi nadie ha oído hablar: lo doloroso es tener que ver a un hijo estremecerse sin control, forcejear consigo mismo sin poder hacer nada, hacerse un daño insondable en cada recaída. Ericka, una madre soltera de cuarenta y cuatro años, no se ha vuelto inmune a este dolor, pero ha tenido que domesticarlo para intercalar su función de madre con su vida profesional. Desde que se separó de su esposo vive sola con Paolo, su hijo de veintidós años, quien sufre de epilepsia refractaria por una lesión en el cerebro. Cuando Ericka dio a luz, su niño llevaba dos semanas de retraso y el cordón umbilical enrollado en el cuello. En el momento en que vio a su pequeño no podía saberlo, pero la falta de oxígeno había lacerado silenciosamente su encéfalo.
Desde los cinco hasta los veinte años, Paolo sufría convulsiones más de diez veces en un solo día. Pero éstas no siempre se manifestaban con temblores o desmayos, sino sobre todo con lo que los médicos denominan «crisis de ausencia», un trance de interrupción con la realidad. Un corte abrupto y enigmático de todas las funciones. Así como a Roxana, a ella también le dijeron que estuviera preparada para lo peor. La cantidad de medicamentos que tomaba —como clonazepam, topiramato, ácido valproico, finetoina, entre otros— eran un alivio insuficiente ante la marea de espasmos. Por eso cuando empezó a suministrarle las gotas de cannabis se sorprendió de la manifiesta reacción: no sólo le quitó casi todas las convulsiones sino que de algún modo lo «despertó». Paolo pasaba menos tiempo durmiendo y prestaba más atención a los detalles del mundo, como los dibujos animados de la tele o las olas de la playa a donde Ericka siempre lo llevaba. A diferencia de lo que indica el lugar común, la planta le confirió vitalidad y concentración a su vida diaria. «La marihuana dopa a los niños, los hace dormir todo el día, por eso disminuyen sus crisis de epilepsia», le dijo una vez un neurólogo. «Yo me quedé callada, mirándolo, y pensé: es precisamente lo contrario. Ahora mi hijo vive más en la realidad que en sus sueños», recuerda la madre.
Ese efecto inmediato en la salud de Paolo tiene una razón estrictamente fisiológica, que ciertos doctores desconocen o prefieren dejar de lado. Cuando una persona ingiere gotas de marihuana, la sustancia viaja por su organismo hasta localizar a un grupo de receptores llamados «cannabinoides» —éstos son proteínas que se sitúan en la membrana celular y cuya función es transmitir señales al interior de la célula—. Al ubicar dichos receptores, los componentes del aceite se adhieren a ellos como una llave que se acopla a una cerradura. Esta conexión puede suceder en distintas partes del cuerpo, porque los receptores cannabinoides se hallan en regiones como el cerebro, los pulmones, el hígado y hasta en la piel. El encuentro exacto entre ambos hace que los receptores envíen información específica a las células y con ello modifican su comportamiento: esto es, en definitiva, lo que genera los efectos psicoactivos y medicinales de la marihuana.
Se les llama receptores cannabinoides porque fueron descubiertos gracias al estudio del cannabis. En los noventa, el químico Raphael Mechoulam —considerado el padre en las investigaciones de la marihuana— indagó la ruta del THC en nuestro organismo y descubrió que los seres humanos producimos naturalmente un químico muy similar al componente psicoactivo de la hierba. Mechoulam lo llamó «anandamida», que en sánscrito quiere decir «goce supremo». Desde entonces se conoce a este engranaje de receptores como el sistema endocannabinoide, el cual desempeña un papel importante en ciertas funciones del cuerpo como la memoria, el equilibrio, el sistema inmune y la neuroprotección. «No hemos hecho más que rascar la superficie —afirma el científico—, y me apena no tener otra vida para dedicarla a este campo, porque tal vez llegaríamos a descubrir que los cannabinoides se vinculan de una manera u otra con todas las enfermedades humanas».
La manera de descubrir ese amplísimo panorama medicinal no es sólo investigando desde un laboratorio, sino también mediante la experiencia de los mismos pacientes. Una planta que ha convivido a lo largo de toda nuestra evolución como especie, que se ha usado de forma medicinal por personas de distintas épocas y culturas, que puede sembrarse casi en cualquier tierra y en múltiples condiciones climáticas, debería retomar su lugar como remedio popular, de fácil acceso y libre de miradas reprobatorias. Quizá entonces jóvenes como Paolo no esperarían más de una década para controlar sus crisis convulsivas, ni sus madres tendrían que soportar comentarios descalificadores de sus médicos, ni habría tanto recelo, temor y desconocimiento ante la simple idea de cultivar una semilla en nuestra casa. Aunque nunca se lo ha propuesto realmente, Ericka sospecha que no tendría el tiempo ni la calma necesaria para autocultivar una planta de cannabis, aunque tampoco lo descarta. Por lo pronto piensa que no lo necesita: su hijo ha tenido la suerte de que el frasco de DIGEMID se ajusta con relativa exactitud a sus síntomas. Cuatro gotas al amanecer y cuatro antes de dormir. Lo que sucede en medio, dice Ericka, es una vida con menos sobresaltos, menos dolor y más espacios para disfrutar con su hijo.
Aun así, a veces se descubre pensando en el futuro con cierto desasosiego. Es algo común a todas las madres: imaginar cómo será la adultez de su hijo, cuán intrincado será el camino que transitará, qué expectativa y calidad de vida le espera. Hasta hace unos años, el panorama no era muy alentador y a menudo preferían evitar esa clase de proyecciones. «No quería pensar lo que iba a ocurrir con Paolo porque me deprimía», comenta Ericka. Ahora las madres ven las cosas con menos aprensión. Si algo les ha dado la marihuana más allá de su ventaja paliativa, es la implacable sencillez de un futuro posible. Uno que contempla la esperanza, porque a pesar del lugar común y de la connotación candorosa e indulgente de esta palabra, eso es precisamente lo que ellas sienten: una auténtica esperanza por un futuro más digno, más apacible y de mayor bienestar. En algún momento la enfermedad les había arrebatado ese reducto de la vida, pero hoy una planta marcada por el estigma y el oprobio se los ha devuelto, con todo y contra todos.