Madres primerizas: ¿Cuándo perdió la mujer el poder de decisión sobre su parto?
Dar a luz a tu primer hijo debería ser uno de los recuerdos más sublimes de tu vida, sin embargo, …
Natalia Mastrangelo conocía sus derechos al momento de dar a luz y pensó que estaba amparada por las leyes de Argentina. Pero eso no evitó que el personal médico hiciera del nacimiento de su hijo una pesadilla. Como ella, miles de mujeres son vulneradas a diario en un sistema de salud donde la violencia obstétrica es regla general.
—Me habían reducido a lo más mínimo que pueden reducir a un ser humano. Yo me sentía tan mal. Tan manoseada, tan poco respetada que ya no me importaba. Ya hagan lo que quieran…
La que habla es Natalia Mastrangelo.Tiene a su bebé de meses sentado en sus rodillas y, desde la que era su casa en Barracas, Buenos Aires, revive el día en el que se convirtió en madre. Lo revive con dolor, entre lágrimas y molestia. Le cuesta, pero lo califica: una pesadilla.
A sus 29 años –cabello rojizo, piel blanca y sonrisa simpática–, cuenta que se sentía blindada de conocimientos para enfrentar su primer parto. Quería que fuese un parto natural, vaginal; quería estar acompañada de su pareja; quería que los médicos intervinieran lo mínimo posible; quería un parto memorable en el mejor sentido de la palabra. Nada de esto pasó.
Natalia, que es licenciada en comunicación y locutora, creó en 2017 un espacio radial autogestionado llamado Código Feminista que mutó a Código Transfeminista. En él profundiza en temas relacionados con la desigualdad de género e invita a referentes en materia para debatir y charlar sobre lo que está en la agenda.
Argentina, ese país que gritó por vez primera “Ni una menos”; ese país que transformó un pañuelo en el símbolo internacional por la lucha por el aborto legal; ese país que constantemente se pinta de lila y verde para declararse tierra feminista; ese país que un día al año se paraliza para darle pie a un Encuentro Nacional de Mujeres con miles de asistentes y debates; era el escenario en el que cientos de miles de niñas, jóvenes y mujeres, como Natalia, se informaban, se agrupaban y compartían lo aprendido con otras.
Si bien las grandes banderas de los movimientos feministas argentinos de los últimos años se centraron en el cese de la violencia femicida y en el derecho al aborto legal, seguro y gratuito, activistas locales tenían años abordando otro tema, también relacionado con la salud sexual y reproductiva de las mujeres: la maternidad y el parto. Dando a luz, Las Casildas, Parir y Nacer y el capítulo argentino de El parto es nuestro, son algunas de las organizaciones y asociaciones reconocidas por su trabajo para visibilizar e informar sobre estos temas y sobre la violencia obstétrica.
La sociedad civil estuvo además involucrada en la creación de un marco legal que aborda esta materia lo que, afirman expertas, es una gran ventaja. Se trata de la Ley Nacional 25.929 de Parto Humanizado que desde 2004 establece líneas a seguir sobre los derechos de las gestantes o parturientas y de las personas recién nacidas. Dando a luz fue una de las organizaciones impulsoras de esa norma. Allí se postula, por ejemplo, el derecho de una mujer “A ser informada sobre las distintas intervenciones médicas que pudieren tener lugar durante esos procesos de manera que pueda optar libremente cuando existieren diferentes alternativas” y “A ser tratada con respeto, y de modo individual y personalizado que le garantice la intimidad durante todo el proceso asistencial”.
Otras leyes nacionales que se manejan dentro de este campo son la 26.529, de Derechos del paciente, y la 26.485, sobre la prevención, sanción y erradicación de la violencia contra las mujeres. Esta última tipifica de modo expreso a la violencia obstétrica como “aquella que ejerce el personal de salud sobre el cuerpo y los procesos reproductivos de las mujeres, expresada en un trato deshumanizado, un abuso de medicalización y patologización de los procesos naturales(…)”.
Pero la experiencia de millones de argentinas es contraria o ajena a lo que estas normas estipulan. Incluso después de la reglamentación que se hizo de la Ley de Parto Humanizado en 2015, las vivencias de muchas mujeres demuestran que aún cuando un país puede tener un desarrollo legislativo de avanzada, la realidad habla por sí misma. En los centros de salud, tanto públicos como privados, el personal médico se aferra a prácticas del pasado que vulneran la dignidad de las mujeres. Son excepciones las que tienen partos sin violencia.
“Hay que entender el parto como un hecho cultural, político, no médico”, explica Julieta Saulo, fundadora de la agrupación Las Casildas y coordinadora del Observatorio de Violencia Obstétrica. “No hay enfermedad, nada que curar, nada roto, es una cuestión fisiológica. Las mujeres parimos desde hace millones de años, el tema es que lo que molesta al sistema médico hegemónico es la autonomía”, añade.
Ese sistema médico dominante, patriarcal y hegemónico, al que se refiere Saulo y que es estudiado por diversas expertas y expertos en materia, se sostiene en prácticas médicas que excluyen a la mujer como protagonista de su parto y que hace de un proceso fisiológico, uno médico-patológico.
De esta forma, explica Belén Castrillo, doctora en Ciencias Sociales e investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), se entabla una relación dentro de los centros de salud entre médico-paciente, que con el tiempo se ha construido con base en la confianza: “Se ha generado esa idea de que el médico está para curarnos, que son servidores, que lo que hacen es para el beneficio del paciente y poder desentrañar que detrás de eso hay un ejercicio de poder, que se vislumbra a través de un sistema de dominación, no es nada fácil”.
Entonces, a una mujer que está atravesada por esta formación, que además no tiene información sobre los procesos fisiológicos, ni del marco legal que la ampara, le costará identificarse como víctima. Esa naturalización e invisibilización de la violencia obstétrica hace difícil el reconocerse como una persona que ha sufrido una vulneración.
La clave es, y en eso coinciden ambas expertas, estar informadas, tener conocimientos sobre el mismo proceso fisiológico del parto, pero también de la legislación que ampara a las personas gestantes en el país. “La información es poder”, es el eslogan de Las Casildas.
Pero ¿es suficiente?
Parece que no.
Ocho meses después de dar a luz a su primera hija sin problemas –por cesárea, como era su deseo, porque la sola idea de tener que soportar los tactos vaginales le generaba escalofríos–, Natalia volvió a embarazarse. Sin embargo, un examen rutinario –la translucencia nucal, que mide el desarrollo del cerebro del feto– arrojó un grave problema. Luego de pasar por varias ecografías en las que se sintió agredida –nadie le explicaba nada, sus preguntas quedaban sin respuesta– le informaron que el feto que llevaba en su vientre no era compatible con la vida.
Era candidata para una interrupción legal del embarazo (ILE) y optó por acceder a ella. Pero tampoco en esta instancia le explicaron en qué consistiría el procedimiento por el que pasaría en el hospital donde se atendió. No le dijeron que, prácticamente, ella tendría que parir al feto. De haberlo sabido, dice ahora, hubiese juntado el dinero para ir a una clínica privada. Preguntó, preguntó, pero nadie le respondió.
A las pastillas que le dieron, le siguieron horas de espera y contracciones, que se hicieron cada vez más fuertes. Preguntaba qué pasaría, pero nadie le respondía. En cambio, le hicieron tactos, esos que ella evitó siempre; le rompieron bolsa, le hicieron pujar, todo sin responder sus inquietudes, sin compañía de ningún familiar. En algún momento, presa del dolor, se dejó vencer por el cansancio y el personal médico tuvo que dejarla reposar. Al rato se levantó de la camilla a orinar. Completamente sola y padeciendo un frío invernal, se sentó en el inodoro, pujó y escuchó un ¡Glup! Así fue cómo se enteró de que, finalmente, había abortado. De que así tendría que decirle adiós a su bebé.
La primera vez que sufrió violencia obstétrica, Natalia Mastrangelo no conocía esa categoría. Tenía 23 años y cerca de cuatro semanas de gestación de un hijo buscado y deseado. Llegó a la guardia de emergencia en medio de un aborto espontáneo y, lejos de contenerla, obstetras y personal de enfermería trivializaron su situación:
—Bueno, pero sos joven, no pasa nada. Después buscás otro.
Seis años más tarde ella se pregunta: “¿Y es que es reponible un hijo?”
Años más tarde; Mastrangelo y su pareja retomaron su intención de convertirse en padres y, en seguida, ella quedó embarazada. La experiencia con el programa radial, al que invitaba a teóricas, académicas, líderes y dirigentes populares feministas, pero también su propio activismo, sirvieron para que se familiarizara con las distintas manifestaciones de la violencia de género, incluso aquellas que se desarrollaban dentro del sistema de salud.
—Yo ya había escuchado de “violencia obstétrica”. Había escuchado muchos relatos, pero siempre parecía algo tan ajeno, tan que no te va a pasar a vos, que pensé que con prepararme ya era suficiente como para que no me sucediera —dice Mastrangelo antes de tomar una pausa—. Me sucedió todo.
Durante su embarazo, ansiosa por encontrar información, opiniones y opciones para tener un parto más cercano a lo que ella consideraba “humanizado”, Natalia se unió a grupos en redes sociales. Poco a poco fue leyendo más experiencias de parto e información sobre esas prácticas médicas que, aunque estaban normalizadas y perpetuadas dentro el sistema por médicos y médicas, estaban desaconsejadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) desde hace por lo menos dos décadas.
Allí leyó por primera vez sobre el corte tardío del cordón umbilical; lo controvertida que era la episiotomía, ese corte entre la vagina y el ano que amplía la abertura para que salga el bebé; la maniobra de Kristeller, que se usa para empujar al bebé afuera a pesar del dolor de la mamá y riesgo de dañar órganos de ambos; la maniobra de Hamilton, que es el desprendimiento manual de membranas amnióticas; la oxitocina sintética, que se suministra y genera contracciones mucho más dolorosas que las naturales; y muchas otras cosas.
Quien sea aceptado en un grupo de Facebook de parto humanizado –exigen normalmente dar información personal, se prioriza a mujeres embarazadas o que buscan tener hijos; se rechaza directamente a personal médico– , tiene la posibilidad de poner en el buscador el nombre de hospitales, de obstetras, de parteras, de enfermeras, y leer el testimonio de mujeres que atravesaron sus partos en esas instituciones y con apoyo de esas personas. Además podrá leer relatos de partos escritos por las propias protagonistas, acceder a enlaces a noticias o informes relacionados con el tema y muchos otros temas que a la comunidad le suele interesar.
Estos grupos, dice Castrillo, se afilian al concepto de ciberactivismo feminista (de origen español) que resulta interesante por su capacidad de difusión inmediata y masiva de información que de otra forma no se podría colar. Alerta, sin embargo, sobre la hegemonización de grupos radicales y el criterio que debe tener una mujer al ingresar allí.
En el caso argentino, una de las inquietudes recurrentes en los grupos tiene que ver con la elaboración y entrega de un plan de parto ante las instituciones y el/la obstetra de cabecera. En este documento se dejan por escrito, “ preferencias, necesidades y expectativas en relación con la atención durante el parto o cesárea, nacimiento y post parto (puerperio)”, de acuerdo con lo que refiere la agrupación Las Casildas. Este texto está enmarcado dentro de de la Ley Nacional 26.529 de Derechos del paciente bajo la figura "Directivas Anticipadas".
Natalia hizo un plan de parto durante el trajín de ir a un lugar a otro hasta encontrar un sitio en el que se sintieran cómodos y escuchados. Habían decidido que fuera un hospital público, no sólo por su situación económica y laboral, sino porque sentían que en el privado “con tal de facturar te hacen un montón de prácticas y te recomiendan un montón de cosas que no son necesarias”.
Entonces, luego de recibir buenas referencias, se decidieron por el Hospital Materno Infantil Ramón Sardá. Además, existía cierta afinidad con ese centro puesto que 28 años antes ella misma había nacido allí. El hospital Sardá instauró en los 80 un programa llamado Maternidades Centradas en la Familia (MCF), que constituye un paradigma de atención perinatal que como indica su nombre, busca dar protagonismo a la familia dentro los procesos de embarazo, parto y puerperio. A través de él se incorporaron progresivamente un conjunto de prácticas, consideradas innovadoras, que quedaron registradas en un libro editado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 2008: “El modelo de Maternidad Centrada en la familia. Experiencia del Hospital Materno Infantil Ramón Sardá. Estudio de buenas prácticas”.
Empezaron a aplicar prácticas demostradas como beneficiosas y, supuestamente, a descartar las perjudiciales de acuerdo con los conceptos más recientes de Medicina Basada en la Evidencia y actualizadas anualmente en la Biblioteca de Salud Reproductiva de la OMS. “Dentro de esta concepción se debe priorizar la desmedicalización del parto normal (o sin complicaciones), con especial énfasis en la participación de la familia y la admisión de acompañante en sala de partos como expresión básica”, dicen en su web.
Este modelo se tomó como base para después crear el Modelo de Maternidades Seguras y Centradas en la Familia con Enfoque Intercultural con apoyo de Unicef y la OMS(2011) que se volvió en una pieza clave para repensar las Maternidades en Argentina.
Con algo de esto en mente y con la ilusión de tener cierta potestad en su proceso, Natalia asistió a la maternidad Ramón Sardá. Pero desde el principio todo fue burocráticamente violento. Sentía una atención despersonalizada y cuando presentó el plan de parto a una de las médicas que la recibió en consulta, se burló de ella. Además, no le respondían a sus inquietudes. La ignoraban, muchas veces.
Decididos a cambiar de centro de atención, Natalia y su pareja volvieron a buscar referencias y recomendaciones de otras madres y los grupos de internet. Es así como se enteraron de las buenas experiencias que habían tenido otras mujeres en la Maternidad Estela de Carlotto (MEC).
Inaugurada en Moreno, provincia de Buenos Aires, en el año 2013, la MEC es la primera institución construida bajo el modelo de maternidades seguras y centradas en la familia con enfoque intercultural de Unicef y OMS. Natalia quedó encantada no solo por el buen trato, estaba contenta porque el personal se preocupaba realmente por hacerla sentir cómoda. Incluso a nivel burocrático fue mucho mejor que sus experiencias anteriores: había facilidad para la admisión, posibilidad de poder hacerse los controles fuera y acudir especialmente para el parto. Las instalaciones eran modernas, alejadas de la frialdad de un hospital común.
Pero la buena experiencia terminó poco antes del nacimiento de su bebé: como en otras maternidades, la semana 41 era el punto de quiebre.
—El problema que hay es la fecha de vencimiento que nos ponen a las embarazadas, como si fuéramos un envase —suelta Natalia, indignada—. Hasta la semana 41 podías parir allí, ya después de la semana 41 no te dejaban entrar. No te atendían directamente.
Según los cálculos de la MEC ella se había pasado ya cuatro días y su cuerpo no mostraba una señal siquiera de que el bebé tuviera intención de salir. Como opción desesperada, quedaba el hospital Penna. Días antes había asistido y le dijeron que cuando cumpliera la 41 fuera y le harían una inducción.
—En todos los lugares era igual: hasta la 41 o inducción. Te empiezan a asustar, te empiezan a decir que el bebé se va a morir y con todo el miedo que te inculcan ¿vos qué vas a hacer? —se lamenta—. Yo quería esperar hasta la 42, no quería una inducción porque yo sabía lo malo que era la oxitocina, que una intervención trae otra y otra y otra y otra. Una intervención trae una catarata de intervenciones, entonces yo no quería ir pero me vi presa del sistema y presa de los médicos, de la institución médica, de la medicina.
El día que tenía que ir, el lunes, no fue. El miedo la postró en su casa. Siguió haciendo todo lo que le aconsejaron para que el bebé naciera: relaciones sexuales, tomar té de flor de frambuesa, caminar, bailar, canela, chocolate… pero no había manera.
—Él no quería salir, pero no había ningún problema. Yo a él lo sentía super bien. El problema lo tenían los médicos.
Natalia había contactado a unas parteras para que la acompañaran en el trabajo de parto y ante la presión de la semana 41, decidió pedirles que le hicieran la maniobra de Hamilton que consiste en despegar con el dedo las membranas amnióticas de la pared del útero para inducir al parto.
Ese martes, su esposo y ella se sentaron frente a la obstetra del hospital Penna, quien revisó sus estudios sin siquiera presentarse ante ella. Ahí empezó la pesadilla.
Desde el primer momento usaron apodos para referirse a Natalia, la trataban como niña e imposibilitaron que su pareja la acompañara. La ubicaron en un cuarto que más que habitación parecía un depósito. Allí pretendían que su cuerpo, naturalmente, generara la oxitocina necesaria para que empezara el trabajo de parto. Mientras tanto, parteras, enfermeras, residentes y médicos, hablaban de ella como si no estuviera presente, como si no estuviera escuchando. En un momento decidieron cambiarla de cuarto y su expresión dice bastante: «Me quise morir».
Allí dentro estaba una chica con una bata estrujada por encima de la panza, sin ropa interior, gritando de dolor, en pleno trabajo de parto. La vergüenza mutua condensó el ambiente. Natalia, con su panza de 41 semanas, se acomodó en un rinconcito. Una vez que la mujer salió de la habitación, Natalia permaneció sentada a la espera de que asearan el espacio. Nunca lo hicieron.
Soñaba desde pequeña con convertirse en mamá. Había escuchado los relatos que su madre repetía sobre los cuatro partos que tuvo. Todos vaginales, todos sin intervenciones. Eran otros tiempos, dice, cuando la medicalización no era la norma. Cuando finalmente salió encinta, en 2013, ya había investigado todo sobre fisiología del parto, el embarazo y la maternidad.
Sabía, también, de los riesgos de un sistema médico con una elevada tasa de cesáreas. Estableció un fuerte vínculo de confianza con los padres de una amiga de su infancia –obstetra él, partera ella–, que formaban parte del Programa de Parto Sin Intervención del Hospital Austral, una institución privada y prestigiosa.
Llegó la semana 41 de embarazo, y le dijeron que acudiera ese domingo, pues no había tanta gente. A ella le sonó mal: «¿Y si mi bebé no quiere nacer el domingo?», pensó. Pero fue, y las evaluaciones que le realizaron salieron todos bien. Por eso, no entendía por qué querían hacerle una inducción. Preguntó qué pasaba si se iba y le respondieron que si lo hacía ya no podría parir allí. Y le recalcaron los peligros de parir en el sistema público.
Accedió con desgano, dolor, miedo y tristeza. Recuerda haber golpeado la pared antes de que introdujeran las prostaglandinas en su cuerpo. Recuerda que horas más tarde le dijeron que al bebé le estaban bajando las pulsaciones. Recuerda que jamás sintió una contracción. Recuerda que le dijeron que iría a quirófano. Recuerda la anestesia y el pavor que le tenía. Recuerda, con dolor, esa cesárea que ella nunca había querido.
En 2019 Agustina tuvo un segundo hijo. Para evitar que robaran nuevamente su parto, decidió tenerlo en casa. Agradece haber vivido lo que siempre soñó y lamenta haber tenido que salir del sistema para lograrlo.
—¿Puede entrar mi marido? —preguntó Natalia en cuanto empezó a impacientarse.
—No, todavía no —respondió la enfermera.
El cuerpo de una embarazada es como una gran casa que se desborda de hormonas. Estas se alborotan y se manifiestan en cambios visibles e invisibles para la madre. Enrojecimiento de la piel, náuseas en los primeros meses, aumento de la temperatura corporal, estreñimiento, varices, hemorroides, problemas de visión, ardor en el cuerpo, dolores de cabeza, pérdidas de orina, aumento de infecciones urinarias, son solo algunos síntomas, pero emocionalmente este cóctel también tiene muchos efectos. La fragilidad emocional es real. Son altibajos y cambios abruptos en el estado de ánimo que durante el parto afloran aún más. La recomendación es contar con un círculo de contención.
—Pero de acuerdo a la ley yo puedo estar con quien quiera en mi trabajo de parto — insistió Natalia, angustiada.
—¡No! ¿Qué parte no entendés de que todavía no puede entrar?—Ante la desilusión y el llanto escondido de Natalia, la enfermera se apiadó un poco y en tono maternal le expuso—: No puede entrar porque todavía no las organizamos bien.
—¿Entonces yo voy a estar acá sola?
—No, aún no sabemos si vas a compartir la sala con alguien.
Esas palabras la congelaron. Esa habitación no podía siquiera albergarla a ella; mucho menos podía ser un espacio para compartir con otra mujer en trabajo de parto. Eso, y sin el soporte de su marido.
Al poco tiempo llegó una doctora que— como nadie nunca antes —se presentó por su nombre. Admitió que no lo hacía rutinariamente –«la vorágine de trabajo no se lo permitía, se justificó–, pero haber leído entre los papeles de Natalia un plan de parto le motivó a acercarse de esa forma.
—Quedate tranquila que muchas cosas que vos ponés acá, yo no te las puedo asegurar, pero lo que te puedo asegurar es que en mi guardia nadie te va a faltar el respeto, nadie te va a maltratar —le dijo.
Sin creer demasiado, pero con fe en que así ocurriese, Natalia bajó un poco la guardia y suspiró un poco más tranquila. A pesar de que le prometió que pronto iban a hacer ingresar a su marido, ese momento se hizo esperar bastante.
Minutos después, una partera entró a la habitación y con hastío le consultó a la enfermera que le tomaba la presión para qué estaba Natalia allí. Como no la escuchó, dirigió la mirada a la embarazada.
—¿Y vos para que estás? —le preguntó con gritos.
—Para una inducción —le respondió.
La partera salió de la habitación. A los pocos minutos volvió y siguió el interrogatorio: si había asistido a algún curso de preparto, y ella le respondió que sí, que había ido a varios y en distintos centros de salud. Ante su comentario, y entendiendo que había sido porque era de esas que querían un parto humanizado, soltó con dejadez:
—¡Ah! Estos casos son los peores. Ya sé en qué termina esto.
Las agrupaciones que hablan sobre parto respetado constantemente advierten situaciones como estas. Mujeres que expresan conocimiento sobre sus derechos, que preguntan y que se interesan por el proceso, son de algún modo retadas por quienes deberían preocuparse por su bienestar. Las consecuencias van más allá de las verbales, llegan incluso a ser físicas.
— Yo no me lo podía creer. A mí se me cerraba el útero en vez de abrirse —recuerda Natalia.
Luego de esa advertencia, la partera manifestó su intención de hacer el primer tacto. A Natalia le pareció necesario comentarle que horas antes le habían hecho la maniobra de Hamilton. No le creyó. El único gesto amable de esa mujer, dice Natalia, fue advertirle que iba a tocarla antes del procedimiento. Pero en cuanto empezó, ella debió soportar otra humillación:
—¿Otra vez tengo que ir a buscar el cuello del útero allá arriba? —gritó en voz alta a la enfermera—. ¿Es el dia de los cuellos altos?
Natalia seguía aguantando pero por dentro se preguntaba: «¿es que toda mi fisionomía le molesta a esta mujer?». Cada palabra, lejos de relajarla, la atemorizaba, la afectaba.
—Todo estaba mal, todo estaba mal. Yo era un error caminando, más o menos.
Tras esa experiencia a Natalia le introdujeron prostaglandinas en el cuerpo, que son hormonas que buscan preparar y dilatar el cuello uterino para las contracciones cuando se decide inducir el trabajo de parto.
Había que esperar unas cuatro horas, según le informaron allí, y durante la espera fueron numerosos y dolorosos tactos, insistentes preguntas a ver si había pasado algo, controles y, finalmente, el ingreso de su marido al salón. Cada minuto que pasaba, Natalia se sentía más angustiada e impotente. Sabía que si no se desataba naturalmente el parto, iban a suministrarle la oxitocina y temía lo que eso le ocasionara a ella y a su hijo. Pero nada pasaba. A las tres horas y media entraron a ponerle la vía y Natalia rompió en llanto.
—No tenía energía para discutir. Ya sabía que era presa de ellos. Estaba entregada a ese lugar, ya no me podía ir, no podía hacer nada.
La oxitocina empezó a hacer efecto. Las contracciones, que un trabajo de parto normal deben ser cada 15 minutos, después cada 10, cada 5 y cada dos en la etapa expulsiva, fueron cada un minuto y medio en el primer momento.
Ante el intenso dolor y las constantes agresiones Natalia optó por una actitud ligera e incluso empezó a hacer chistes. Pese a todo estaba feliz porque luego de tan mala experiencia, finalmente se acercaba el momento de ver a su hijo. Hizo bromas, a ver si de ese modo bajaban la guardia quienes la atendían, pero la tensión seguía.
—Yo trataba de estar contenta, pero no me dejaron.
Cuando Natalia le contó al personal la periodicidad de sus contracciones, recibió como respuesta una dosis más alta de oxitocina. Empezaron a ser cada 58 segundos. Eran contracciones que duraban entre 30 y 40 segundos, que dolían como nada. Ella aguantaba porque la sostenía la idea de tener a su bebé por parto vaginal. Pero nadie puede soportar tanto dolor de golpe.
A pesar de tener tantas y tan continuas contracciones, Natalia seguía en la habitación de inducción. En varias ocasiones pidió que la cambiaran a sala de trabajo de parto, donde había elementos que la ayudarían a aliviar los dolores, pero tuvo que aguardar horas antes del traslado.
Y mientras tanto continuaron los tactos.
—Yo sentía que me hacian mierda en cada tacto, sentía un dolor insoportable cada vez y sin embargo venían todo el tiempo a hacerlos.
Luego de implorarles nuevamente el cambio de sala, accedieron. Cuando Natalia entró en la ducha caliente que estaba en ese espacio se dio cuenta de cuánto la aliviaba el agua y de cómo lograba amainar el dolor. Pero no la dejaban estar tranquila. Continuamente venían: a hacer tacto, hacer un control, a preguntar si pasaba algo.
Nunca manifestó ganas de pujar y aún así la tocaron innumerables veces.
—Perdí la cuenta de la cantidad de tactos que me hicieron. Y siempre que lo hacían se quejaban de que seguía igual. —
Fueron doce horas de contracciones cada minuto, hasta que le hablaron de romper bolsa. El problema era que el agotamiento de Natalia era real, que ella tenía un límite, que no aguantaba más dolor y el solo hecho de ver ese gancho grande que usarían para esa práctica la descompensaba.
—Es que no puedo más —soltó ella.
—Habría que agotar todas las instancias —le respondieron.
Y ya para ese momento, Natalia se sentía nadie. Sentía que la habían destruido psíquica y corporalmente.
—Yo no quería cesárea, yo quería que me dieran tiempo, pero no me daban tiempo. Si a mí me dejaban así yo juro que aguantaba mil horas más, pero ellos quieren romperme la bolsa.
Ante ese panorama prefería la cesárea.
—No podía más.
La enfermera la ayudó a cambiarse y a subirse a la silla de ruedas. Cuando está rodando hacia quirófano le dijo al esposo:
—Bueno, dale un besito que me la llevo.
Natalia se agitó y le dijo que él podía entrar, que se lo habían dicho los médicos. Durante ese camino empezó a llorar, peleaba y discutía al ver la negativa de la enfermera de que ingresara con su marido.
—No puede entrar porque no tenemos ambos. Fue fin de semana largo y nos quedamos sin ambos.
—Era el momento más importante de nuestras vidas y yo quería que él estuviera conmigo, no quería estar sola.
Pero estuvo sola. Durante toda la operación la trataron como una niña que lloraba por capricho.
—Lo importante es que va a nacer tu bebé —le decían para calmarla.
Por lo menos eran sinceros: no les importaba el cuerpo de Natalia, no les importaba cómo iba a salir el bebé ni los deseos de esa madre.
—No podés estar angustiada es el momento más importante de tu vida —le insistían.
—Yo ya estaba harta me habían reducido a lo más mínimo que pueden reducir a un ser humano. Yo me sentía tan mal. Tan manoseada, tan todo, tan poco respetada que ya no me importaba —recuerda Natalia—. Ya hagan lo que quieran, me terminaba conformando con que saliera mi bebé bien.
Pero tampoco fue asi.
Le querían poner la anestesia epidural durante una contracción y la regañaron por moverse del dolor. Tras la inyección se le movió una pierna involuntariamente. Solo tras la advertencia de las enfermeras que la sostenían fue que el médico se dio cuenta que había tocado algo en la espina dorsal que la había hecho moverse. Junto con la anestesia llegó una contractura muy fuerte en el hombro izquierdo de Natalia, tan fuerte que le quedó doliendo más que la cirugía. Y cuando dijo lo que sentía, la medicaron más.
—Me mandaron tal cantidad de droga al cuerpo que yo llegué a estar totalmente ida, no entendía nada.
En medio de su desvarío pudo conversar con la neonatóloga, la única persona dentro de la sala que fue amorosa con ella. Incluso la tomó de la mano durante la operación. La tranquilizó y le prometió que cuando saliera le iba a poder dar la teta al bebé y lo iba a poder sostener inmediatamente. No pasó.
Empezó a vomitar y como no podía girar la cabeza, empezó a sentir que se ahogaba con su propio vómito. Hizo señas como pudo para que la voltearan y la respuesta fue: «¿Pero qué comiste, mami? Me estás mintiendo, comiste algo».
—Era un momento tan espantoso. Me vomitaba encima y estaba por recibir a mi hijo
Y además la regañaban. Cuando dejó de vomitar, el anestesista le dijo que le ayudaría a ver cómo salía el niño. Le levantó la cabeza y el mundo empezó a dar vueltas.
Mientras más hijos tienes, peor te tratan, sostiene. Y si eres pobre, aún más. Sonia tiene tres hijas y a todas las dio a luz en hospitales públicos. En cada uno de sus partos se sintió vulnerada por el personal médico. Además, fue testigo de agresiones a otras mujeres y hoy entiende que es una realidad de la que pocas escapan.
Su primera hija nació en 2011 en el hospital Santojanni. En esa ocasión nunca le permitieron tener un acompañante que la apoyara, ni a ella ni a ninguna otra parturienta. Nunca le explicaron qué procedimientos o qué fármacos le aplicaban. Ni siquiera le avisaron que la cortarían durante el trabajo de parto . Se enteró de la episiotomía cuando la estaban cosiendo los puntos y hoy día duda de que haya sido necesario.
En 2015, cuando estaba embarazada de su segunda hija, sufrió complicaciones y continuas infecciones urinarias. Un día la fiebre estaba sobre los 40 grados; le dieron antibióticos y la enviaron a casa sin siquiera hacer un monitoreo a la bebé. Aún faltaban unas semanas para que se cumplieran los 9 meses, pero su suegra decidió llevarla a la Maternidad Sardá. Allí si la ingresaron y por lo gravedad de su estado decidieron adelantar el parto.
En cuanto le bajó la fiebre empezaron con el goteo. Así le dice a la oxitocina que le suministraron para provocar esas contracciones y el parto. Pese al dolor, lo que más le angustió fue el después: una vez que sacaron a su hija se la llevaron sin decirle nada. Ella no la escuchó llorar y estaba muy preocupada. Nadie le decía nada. Fueron eternos esos minutos, recuerda. Hasta que una enfermera le dijo que estaba bien y se la entregaron.
Su último parto, otra vez en el Santojanni, fue el peor. No la dejaron ingresar sino hasta tener los 9 cm de dilatación y una vez en sala de parto constantemente la retaban. Le decían que si era la tercera vez, no tenía por qué estar gritando.«Te dicen si vos tenés el quinto (hijo) no te podés quejar. Si vos tenés el tercero tampoco».
Cuando lo vio salir, ya no tenía fuerzas para llorar. Estaba tan emocionada, pero no podía demostrarlo. Lo miró y se asustó porque había salido lleno de meconio y sabía que eso podía ser peligroso si lo llegaba a aspirar. Se lo acercaron, lo besó con dulzura pero en seguida pidió que lo sacaran de encima: se estaba vomitando de nuevo.
—No podía estar siquiera al lado de mi hijo.
Mientras el anestesista la regañaba por el vómito, escuchó a la obstetra decir que el problema era que ella estaba tocando el nervio vago y eso era lo que le hacía vomitar. En ese momento se llevaron al bebé y ella empezó a perder la conciencia. Su último pensamiento fue: quiero que termine esta pesadilla, pero al mismo tiempo pensaba que así se refería al momento más importante de su vida, al momento del nacimiento de su hijo y todo era muy triste.
—Realmente se ocuparon de robarme el parto, de robarme ese momento, de que algo maravilloso se convirtiera en una pesadilla que yo solo quería que terminara.
Pero no terminó allí.
Antes de perder por completo la conciencia, Natalia escuchó cómo los médicos decían que algo no estaba funcionando. Los escuchaba nerviosos y dándose órdenes. Le recetaban más y más drogas.
—No sabía ni que me estaba pasando y no me importaba. Me habían logrado relegar a lo más mínimo del ser y ya no me importaba. Mi cuerpo ya no era mío.
Tardaron un rato que para ella fue eterno. De hecho ahora le cuesta recordar si la sacaron dormida, o despierta; si le pusieron anestesia general o no. Cuando tomó algo de conciencia, no paraba de temblar de frío. Era una sensación espantosa la de no poder dominar su propio cuerpo.
Sin mucha preparación se acercó el médico:
—Te cuento que tuvimos un problema, el útero no volvió a lugar. Tu útero era como una bolsa vieja, vacía, no volvía su sitio por la cantidad de contracciones que tuviste durante tan corto tiempo, así que lo que hicimos fue una sutura que, para que te hagas una idea, es como cuando uno ata un matambre. Bueno, te atamos el útero así para que vuelva al lugar, porque si no no volvía. Por ahora funcionó, por el momento, te lo pudimos salvar, y no hubo que sacarlo.
—Te lo pudimos salvar, repite Natalia.
Cuando escuchó eso, maldijo haber sabido todo lo que en su opinión hicieron mal. Pero al mismo tiempo, reflexiona y dice que de no haberse informado hoy día estuviera agradeciendo que los médicos «salvaron» su útero.
Aún bajo los efectos de las drogas y calmantes, aún un poco ida, Natalia sentía la necesidad de amamantar a su hijo y de cargarlo, pero le decían que no podía moverse porque le dolería la cabeza o complicaría la sutura. Era una impotencia terrible para ella ver cómo su recién nacido Bruno se paseaba en los brazos de su padre.
—Era mi hijo y yo no tenía ni fuerzas ni ganas de mirarlo porque no podía más. O sea tenía ganas, pero yo estaba en otro plano. Era una angustia, una impotencia. Yo sentía por dentro que me arrollaban miles de emociones juntas, no tenía ni fuerzas de llorar. Me sentía tan mal.
Afuera la calefacción la hacía transpirar. Agobiada de calor, sin poderse bañar por la cesárea, sin poder tomar agua, con dolor por el catéter que tenía en la uretra, dolor del corte de la cirugía, dolor de la contractura en el hombro…
—Me dolía todo. Me sentía menos que un ser humano, que un animal.
Tardó un poco, más de lo que Natalia hubiera querido. Pero, finalmente, llegó el momento en el que Bruno se enganchó a su pezón y lo amamantó por vez primera.
Aquel fue su único alivio.
Dos meses después del nacimiento de Bruno, Natalia empezó a escribir su relato de parto. Dice que denunciará lo que le sucedió y que por eso no menciona los nombres de quienes están involucrados.
En Argentina, la Comisión Nacional Coordinadora de Acciones para la Elaboración de Sanciones de Violencia de Género (Consavig) recibe denuncias de violencia obstétrica. En su último informe publicado (2018) da cuenta de 42 denuncias, pero activistas aseguran que sin repercusiones, esta medida se queda en nada. ¿La esperanza? Un cambio de paradigma dentro de la atención obstétrica. Natalia y miles de mujeres hablan porque necesitan ser escuchadas. Natalia y miles de mujeres hablan porque una ley no es suficiente. Natalia y miles de mujeres hablan para que se sepa.