Una repisa de supermercado exhibe los resultados de las batallas comerciales que ha librado la industria alimentaria para ganar nuestra preferencia. Sabemos ahora con claridad que su fórmula más exitosa para que compremos sus productos se convirtió en una enorme amenaza para nuestra salud: mientras más cantidades de azúcar, sal y grasa tienen un paquete de galletas, una bolsa de papas fritas, un sobre de sopa instantánea o un refresco envasado, se eleva también el número de consumidores adictos a este tipo de comida y la población con sobrepeso y obesidad, advierte la Organización Mundial de la Salud (OMS). Sus estadísticas son contundentes: casi la cuarta parte de latinoamericanos -unas 130 millones de personas- ya son obesos y dos millones mueren cada año por enfermedades relacionadas con su dieta.
Por eso, las reglas para controlar la epidemia de obesidad tienen carácter de urgencia en el continente. Sin embargo, desde que varios países crearon impuestos para las bebidas azucaradas y aprobaron normas esenciales que obligan a las empresas de alimentos procesados (aquellos alterados por la adición de grasa, azúcar, sal y otros componentes) y ultraprocesados (elaborados principalmente con ingredientes industriales) a hacer comprensible la información de los insumos de sus productos con un nuevo modelo de etiquetado, estas corporaciones empezaron a actuar en pared para poner en práctica estrategias y maniobras que impidan la ejecución de todo lo que afecta sus intereses.
“[Queremos] que no se utilicen declaraciones que puedan suscitar dudas sobre la inocuidad de los alimentos o puedan provocar miedo en el consumidor”, se lee en el último pronunciamiento de la Alianza Latinoamericana de Asociaciones de la Industria de Alimentos y Bebidas (Alaiab), publicado en su sitio web en marzo de 2019. Esta organización conformada por 23 gremios empresariales de 14 países de la región dice que su objetivo central es tener un buen clima de negocios y está inconforme con las normas de etiquetado frontal que se han implementado en países como Chile, Ecuador y, recientemente, el Perú.
En la industria de alimentos hay un nivel de opacidad, desregulación y violaciones a la ética tan alto como el que muestra su prima hermana, la industria farmacéutica. Varias de sus estrategias de comercio y defensa de sus intereses económicos están dañando la salud de millones de personas. Pero ¿por qué está siendo tan difícil para los gobiernos implementar normas que priorizan el bienestar de la gente antes que el de un grupo de corporaciones? ¿Cómo influyen estos grupos económicos en las decisiones del Estado y en nuestras vidas? Las respuestas a estas interrogantes fueron el eje central que originaron nuestra primera serie regional “La salud en la mesa del poder”, en alianza con reporteros de Perú, México, Colombia y Chile, que publicamos a partir de ahora en todos los medios aliados para esta investigación.
El resultado ofrece un panorama de prácticas cuestionadas que explican la ceguera y la lentitud de los Estados para enfrentar problemas urgentes como la prohibición del uso de grasas trans en los alimentos industrializados o reformas que mejoren la transparencia de las agencias que deciden las compras públicas de medicinas y otros insumos médicos esenciales. Uno de los principales mecanismos utilizados son las puertas giratorias: identificamos ejecutivos de corporaciones de alimentos y de medicinas que pasaron a cargos claves en el Estado y funcionarios de agencias sanitarias que fueron captados por la industria para ejecutar medidas que las favorecen. Todo esto fue permitido y pasó inadvertido hasta ahora porque Perú, Chile, Colombia y México no tienen sistemas que fiscalicen adecuadamente la práctica del lobby para prevenir delitos de corrupción.
Otro de los métodos que probamos con casos concretos es el sistema de alquiler del prestigio de sociedades científicas y de colegios profesionales que sirve para elaborar campañas publicitarias que engañan al consumidor sobre el contenido de productos que se promocionan como saludables cuando no lo son. En el Perú, el Colegio de Nutricionistas arrendó por varios años sus sellos de aval a productos altos en azúcar, sal, sodio y grasas saturadas del Grupo Alicorp, Nestlé, Bimbo, Lavaggi y otras empresas, según una auditoría que revelamos. Mientras que la Sociedad Peruana de Cardiología le entregó su sello de aval a la conserva y aceite Primor de Alicorp.
Por si fuera poco, una directora general de la agencia pública peruana que emite los registros sanitarios a los alimentos pasó al sector privado para fundar una asociación financiada por la industria que hizo campaña en contra del etiquetado con octógonos. Luego, en marzo de 2019, esta exdirectora aliada de las corporaciones, Mónica Saavedra, fue designada viceministra de Prestaciones Sociales para supervisar los principales programas alimentarios y de reducción de la pobreza en un país donde se ha duplicado la tasa de obesidad infantil. Mientras tanto, su pareja dirige una consultora que asesora a empresas públicas y privadas en políticas de seguridad alimentaria y nutrición.
La falta de transparencia y de escrutinio del sector salud permite también que el propietario de una consultora cercana a la industria haya ocupado por unos meses la Dirección de Vigilancia Alimentaria y Nutricional del Ministerio de Salud. Su empresa avaló un engaño publicitario de un popular cereal para niños de Alicorp revelado hace pocos días.
En México, el segundo país con la tasa de obesidad más alta del mundo, el problema es igual de gordo. Si bien los impuestos a las bebidas azucaradas han demostrado su eficacia para reducir el consumo de gaseosas y así frenar el avance de la obesidad y la diabetes, la industria ha redoblado sus esfuerzos para desacreditar esta medida y manipular a la opinión pública. En enero de 2014, el Gobierno Federal estableció un impuesto de un peso (0,052 dólares) por cada litro de refresco, lo que representa un incremento aproximado del 10% sobre el precio de venta al público. Las autoridades dijeron que los recursos recaudados se destinarían a combatir la obesidad y el sobrepeso, y aunque el consumo de gaseosas ha empezado a retroceder a causa del tributo, no se conocen otros avances concretos. En ese contexto, los refresqueros han atacado el impuesto por medio de campañas publicitarias. Han creado un sitio web en el que divulgan estudios que subestiman los efectos de las bebidas gaseosas sobre la salud y aseguran que el gravamen no ha sido beneficioso, que perjudica a los más pobres y que es una intromisión del Estado en las decisiones individuales.
Lo cierto es que las corporaciones de alimentos y bebidas gaseosas se han hecho omnipresentes en las instancias donde se deciden las políticas de salud pública de México. En setiembre de 2018, la participación de la delegación mexicana en la cumbre de las Naciones Unidas sobre las enfermedades no transmisibles fue un reflejo de la manera en que se ha abordado en este país la lucha contra el sobrepeso y la obesidad: los representantes mexicanos fueron, en su mayoría, cabilderos de las grandes firmas de alimentos y bebidas procesadas. La participación de especialistas y representantes de la sociedad civil fue mínima.
En Colombia, los intentos frustrados de aprobar medidas saludables (el impuesto a las bebidas azucaradas, la regulación de la publicidad y el etiquetado con octógonos para los alimentos) revelan la forma cómo la industria de alimentos procesados influye en el Congreso, donde los gestores de intereses financian congresistas y se mueven sin problemas en una nebulosa legal.
Si consideramos que Chile está un paso adelante en la región con respecto a normas que regulan a la industria de alimentos, se ha hecho muy poco todavía para evitar las puertas giratorias y conflictos de interés de funcionarios con las corporaciones farmacéuticas. Por eso, luego de ser director de la Central Nacional de Abastecimiento (Cenabast), el ingeniero y capitán de navío Valentín Díaz Gracia se convirtió en gerente general de un laboratorio farmacéutico que le vende medicinas al Estado chileno. De igual modo, los seis meses que el químico farmacéutico Stephan Jarpa dirigió el Instituto de Salud Pública consolidaron su carrera como consultor privado en temas regulatorios de medicamentos. Jarpa estuvo a la cabeza de la institución estatal en el proceso de implementación de la Ley de Fármacos I, que, entre otras cosas, fijó la obligatoriedad para médicos y farmacias de informar la bioequivalencia de los medicamentos. Ahora, como consultor privado asesora a la industria en estos temas que conoció a fondo cuando fue funcionario público.
La primera serie regional de Salud con lupa espera extenderse a más países. Sus primeros hallazgos ya permiten ver con claridad que las corporaciones de alimentos y medicinas no están dispuestas a afectar de manera alguna sus negocios y seguirán librando batallas con diversas maniobras para controlar instancias claves del Estado y mantenerse a la cabeza de la mesa del poder en la que nuestra salud es el plato de fondo.