Angélica Chinén lleva tantos años cocinando doscientas porciones al día, que ya no recuerda cómo era cocinar para cuatro o cinco personas. Su sazón casera, como ella califica al sabor de sus platos, está diseñada para preparar un arroz con pollo o un seco con frejoles para más de cincuenta paladares. En casa, cuando hace el almuerzo los lunes —el único día libre de la semana— tiene que invitar a los vecinos para poder dejar la olla vacía. “Yo no sé cocinar poco: cuando lo hago siento como si jugara a la cocinita”, dice la dueña de Huerta Chinén, el menú más popular del mercado Nº 2 de Surquillo.
Aunque cocinar en grandes cantidades nos hace pensar en un restaurante, los clientes de Angélica suelen comer allí porque les recuerda a su propia casa o al sabor de su infancia. “Este caucau me hizo pensar en mi madre”, “me he acordado de mi abuela al comer este pepián”, “el olluquito que me serviste sabe igual que el de mi tía”, le comentan a menudo los comensales que desde hace tres décadas se apilan en este rincón del mercado. A pesar del paso del tiempo y de sus 66 años a cuestas, Angélica sigue siendo la única que cocina todos los platos sin dejar que nadie más meta su cuchara. Lo hace además sin contar con fórmulas ni medidas exactas: sólo su intuición y su conocimiento le dictan cuánta sal debe añadir a la olla, cuántos dientes de ajo debe llevar un aderezo o cuánto ají especial hay que agregar a un estofado. Por eso los clientes identifican de inmediato cuando otras manos preparan el menú. “Algunas veces no puedo venir y mi ayudante se encarga de la cocina —cuenta Angélica—. Pero aunque conoce muy bien mi sazón y le doy todas las instrucciones, igual la gente se da cuenta de que no soy yo”.
Es lo que sucedió hace unos meses cuando se contagió de covid-19 y tuvieron que internarla en una clínica. El restaurante cerró por quince días mientras ella se recuperaba auxiliada por un balón de oxígeno. En medio de los malestares y la falta de respiración, Angélica no dejaba de pensar en sus cacerolas vacías y arrinconadas tras la puerta de su stand. “Mi vida siempre ha estado entre las ollas y el fogón”, suele decir con firmeza cuando intenta explicar su afición a la cocina. Luego de dos semanas, sus dos hijos decidieron reabrir el negocio y se encontraron con varios clientes preocupados por la salud de Angélica y de su esposo, quien también había caído enfermo. Algunos les enviaron regalos o mensajes de aliento. “Me decían que extrañaban mi sazón, la forma cómo los atendía, o el tiempo que pasábamos conversando. Muchos de ellos se han convertido con los años en amigos cercanos”, dice la cocinera más célebre del mercado de Surquillo. Así como una madre, ella recuerda cómo quieren sus clientes que le sirvan la comida: algunos prefieren el cau cau sin arroz, otros el seco de res sin cebolla, y muchos el arroz con pollo sumergido en salsa huancaína. Sus comensales más antiguos no tienen que indicarle nada: Angélica les pone el plato en la mesa con esa familiaridad detallista de quien conoce todas sus preferencias y aversiones.
Luego de recuperarse del virus, volver al restaurante fue una experiencia emocionante pero a la vez extraña. Al inicio se sentía rara, un poco tímida frente al público, como si fuera su primer día de trabajo. No podía moverse con la misma ligereza de siempre, se agitaba con frecuencia y le dolía el cuerpo, pero trataba de mantener en todo momento su sonrisa acogedora, su encanto maternal para recibir y atender a los clientes, esa cálida cordialidad que se ha vuelto en el sello de su restaurante. Sin embargo, esa no era la primera vez que salía ilesa de un diagnóstico peligroso. Cinco años atrás se sometió a una operación cerebral por un quiste que comprometía su médula espinal. Visitó tres especialistas y ninguno le dio muchas expectativas de vida. “Los médicos me decían: hay una gran posibilidad de que puedas morir en sala, quedar parapléjica o tener algún daño irreversible”, recuerda la cocinera. Al año siguiente la operaron dos veces de la columna por una escoliosis pronunciada. Tras cada una de estas experiencias, y principalmente después del covid, Angélica ha sentido que ha vuelto a la vida, a lo que para ella significa realmente vivir: pasar sus días entre las ollas y el fuego, servir el almuerzo a decenas de personas, y abrigar ese vínculo con quienes, a pesar del paso del tiempo, acuden a su puesto no solo por un plato de comida, sino sobre todo porque ella está ahí.
Con el boom gastronómico, Huerta Chinén fue uno de los tantos huariques que elevó su prestigio por encima al de un simple menú. El secreto, dice Angélica, no radica en nada extraordinario: simplemente en su sabor casero y en su forma de tratar al cliente. “Todo mi empeño y cariño lo imprimo en mis aderezos”, sentencia la mujer que lleva casi cuarenta años levantándose a las cinco de la mañana y durmiendo a la medianoche. En medio de un mercado con tantos puestos de comida, su abrasadora personalidad no es un detalle menor: es quizá su mejor estrategia de marketing y lo que finalmente pareciera emerger entre el jugo de un lomo saltado y la costilla de un asado de tira. Es allí, en esa región furtiva de los condimentos, en donde uno mejor percibe el sabroso carácter de Angélica Chinén.