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Choropampa: sobre cómo una minera y el Estado minimizaron el mayor desastre con mercurio

En junio del año 2000, un camión derramó más de 150 kilos de mercurio de propiedad de Minera Yanacocha a lo largo de 27 kilómetros de la vía que atraviesa la comunidad de Choropampa, en Cajamarca. Casi 25 años después, cientos de personas sufren las consecuencias de uno de los mayores desastres de mercurio metálico en el mundo. La antropóloga Sandra Rodríguez analiza las estrategias que usaron la empresa y el Estado para eludir sus responsabilidades.

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Una mujer camina despacio por la carretera de ingreso a la comunidad de Choropampa.
Fotos: Leslie Searles

En una sala de la Municipalidad del Centro Poblado de Choropampa están reunidas una veintena de personas. En una esquina, detrás de un escritorio de metal, está sentado un gerente de Minera Yanacocha, acompañado por su equipo de trabajo. Al frente, está el alcalde del centro poblado, un joven que no supera los 25 años, junto con varios hombres y mujeres del pueblo. Han pasado seis meses desde que, en junio de 2000, un contratista de la mina derramó 151 kilos de mercurio en un tramo de la carretera que va de Cajamarca hacia Lima. A causa del derrame, se intoxicaron más de 700 personas, la mayoría de las cuales viven en Choropampa, y están enfermas desde entonces. La atmósfera de la reunión es tensa. Hay una discrepancia fundamental sobre la que vuelven una y otra vez.

"Si dicen que están contaminados, traigamos al médico que ustedes gusten en el mundo entero", dice el gerente. "Pero, después de seis meses, ocho meses, el examen ya no va a arrojar mercurio por la orina", responde un dirigente de los comités de defensa. “Entonces quiere decir que no tienen”, interrumpe el gerente. Más cansado que sorprendido, el dirigente continúa: “Pero se manifiestan los síntomas. Hay personas que están mal, se les cae el cabello, se enronchan de vez en cuando, pero dicen ‘sus análisis de mi salió cero’, pero entonces, ¿a qué le aduce usted su enfermedad?”. Los demás, también fastidiados, van nombrando sus síntomas y los de sus vecinos. La conversación llega a un punto muerto. Lo que los choropampinos registran con sus cuerpos no se corresponde con aquello que registran los exámenes de laboratorio. “Tráiganme su médico, tráiganme al laboratorio y que se acabe”, dice el gerente, y zanja la discusión.[1]

En marzo de este año se lanzó Trama, una miniserie podcast que reconstruye, a través de las historias de Rosa, Josefa Martínez y Juana Martínez Saénz, cómo se experimentó el derrame de mercurio en Choropampa, uno de los mayores desastres ambientales de la historia reciente de Perú. Para este ensayo, me interesa resolver el aparente enigma que se planteó en la reunión que acabo de reconstruir: ¿Por qué las pruebas no revelaban una relación entre los síntomas de los vecinos y la intoxicación? Puesto de manera más general, me interesa poner atención a ese supuesto no-saber y preguntarme ¿por qué no sabemos lo que no sabemos?[2]. La clave para desembrollar dicho enigma está en la construcción de un escenario de ignorancia deliberada. A través de diversas estrategias —encubrir, modelar verdades a medias, construir conocimientos deficientes pero revestidos de autoridad ‘técnica’, explotar la confusión y la ambigüedad— se fabrica en Choropampa un escenario orientado no a minimizar el riesgo, sino a minimizar la percepción del riesgo. Esto facilita que el Estado y la empresa evadan sus responsabilidades, y reduce la capacidad y posibilidades de la población afectada de acceder a la reparación del daño, es decir, a tratamientos especializados de salud y a compensaciones justas, lo que convierte al desastre en una herida imposible de cerrarse. En ese sentido, los más de 20 años transcurridos desde del derrame de mercurio son una oportunidad para observar las condiciones que permiten la persistencia del desastre en la vida de la gente, así como su reproducción en otros escenarios de daño similares.

Construir la ignorancia

El conocimiento técnico juega un rol central en los asuntos medioambientales. Quizá más que en cualquier otra materia, este tipo de conocimiento se constituye como la primera fuente de saber fiable y, en ese sentido, de legitimidad en la toma de decisiones.[3] Puede ser movilizado para construir autoridad, así como para desafiarla, como queda claro en varios escenarios de conflicto socioambiental en el Perú.[4] En los últimos años, varias investigaciones han puesto el foco en la manera en que este conocimiento es utilizado para construir imaginarios y para influir en procesos de toma de decisiones.[5] Sin embargo, antes que en el conocimiento, quiero enfocarme en lo que suele pensarse como su anverso: la ignorancia, no entendida esta como una ausencia de sino como un recurso activo. No me refiero, entonces, a los “vacíos” de información, sino a algo que está en juego en la mayoría de los conflictos socioambientales: la producción voluntariosa de obstáculos y velos, verdades a medias, y escenarios de confusión y duda.[6] A partir del caso de Choropampa, quiero atender específicamente a los usos y efectos de esa ignorancia: ¿cómo funciona el poder que emerge y se consolida a partir del mandato de no-saber?

Esconder o sub-reportar, minimizar y quitar importancia, dirigir el foco hacia cierta información mientras se nubla otra, sedimentar y explotar la duda e incertidumbre, atarantar a través de tecnicismos presentados como “ciencia”, construir conocimiento deficiente revestido de un halo de autoridad. A través de estas tácticas se construyó en Choropampa un escenario de ignorancia deliberada, desde el momento del derrame hasta el tratamiento posterior de sus consecuencias en al ambiente y la salud de la población. Vamos a ver, paso a paso, cómo la empresa y el Estado desplegaron estas estrategias con el objetivo de minimizar la percepción del riesgo que representaba el desastre, a fin de evadir una serie de responsabilidades.

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En lugar de realizar los exámenes neurológicos y psicológicos que se necesitaban, se optó por repetir los exámenes de orina que no servían para determinar el nivel de daño ocasionado por el mercurio en los cuerpos intoxicados.

Apenas ocurrido el derrame, la respuesta buscaba no generar alarma y recuperar silenciosamente el mercurio. Como se cuenta en Trama, desde la misma tarde que cayó el mercurio en Choropampa, la comunidad recogió el metal como pudo, sin saber que se exponía a un material altamente tóxico. A pesar de que trabajadores de Minera Yanacocha y autoridades locales supieron del derrame desde la mañana siguiente, no cercaron la zona ni alertaron lo suficiente a la población.[7] La empresa contratista comunicó el derrame en un periódico de la ciudad de Cajamarca, que no circulaba en Choropampa, en la que reducían (subreportaban) la cantidad de mercurio derramado.[8] Los esfuerzos de la empresa estuvieron concentrados en recoger el metal. Para ello, contrataron a un grupo de jóvenes a los que no les dieron ningún equipo de protección. Además, ofrecieron comprarle a la población el mercurio a 100 soles el kilo. Como es lógico, esto, en lugar de alejar a los vecinos de la zona contaminada, aumentó su entusiasmo por acercarse a ella.

Pronto aparecieron las primeras personas con síntomas de intoxicación aguda. Sorprendentemente, las autoridades provinciales de salud sugirieron en un principio que debía tratarse de una enfermedad viral. Una de las primeras pacientes fue diagnosticada en el Hospital Regional de Cajamarca con ‘leucemia y alergia’ por un doctor que tenía pleno conocimiento del derrame.[9] Una semana después, para explicar el número creciente de pacientes, el propio director del Hospital declaró en la radio que se estaba frente a una epidemia de rubéola. Esa misma noche, sin embargo, fueron trasladados de emergencia a Cajamarca los primeros enfermos de gravedad y, al día siguiente, uno de ellos entró en coma. Cuando ocurre un desastre, la respuesta inicial es clave para reducir la vulnerabilidad y exposición de las comunidades. Sin embargo, este objetivo puede verse superpuesto por otros intereses, como el de “no generar alarma”, que llevó a encubrir el riesgo de exposición al metal, así como el diagnóstico de sus efectos. Por lo menos 755 personas —un tercio de las cuales tenía entre 5 y 14 años— resultaron intoxicadas, y 210 tuvieron que ser internadas en el hospital de Cajamarca. Como este se desbordó, la empresa minera se vio obligada a alquilar las instalaciones de un hotel cercano para dar tratamiento a los pacientes.

La emergencia sanitaria puso en la mira a la empresa minera y al Estado. Había que limpiar el desastre. Pero había que hacerlo rápido, pasar la página cuanto antes y, fundamentalmente, persuadir de que era posible hacerlo sin dejar consecuencias. Mientras se removía el mercurio de la carretera, esta vez sí con equipos especializados, se lanzó una campaña de comunicación: se repartieron en el pueblo unos folletos que afirmaban que “El mercurio sale solo. Nuestro propio cuerpo lo va eliminando de manera natural a través de los excrementos y la orina.”[10] Expertos traídos de Estados Unidos afirmaron lo mismo en la televisión local.[11] Y lo mismo dijeron incluso las autoridades de salud. En julio de ese año, el entonces director regional de Salud dijo en una entrevista que “los monitoreos de los exámenes de orina de la población afectada se encontraban bajo los parámetros normales, asumiendo que la secuela que queda es psicológica”.[12] Los resultados de nuevos exámenes de orina “respaldaban” esta afirmación: para diciembre de ese año, ya nadie tenía niveles de mercurio por encima de los límites establecidos.[13]

Aunque los spots televisivos de la empresa aseguraran que “la salud de los choropampinos se encuentra totalmente restablecida”[14] la población continuaba sintiéndose enferma. Como se muestra en la conversación que abre este ensayo, existía una discrepancia fundamental entre los síntomas que la gente reportaba y lo que los exámenes decían de su estado de salud. En Trama hice dos apuntes sobre esa contradicción. Primero, el mercurio puede dejar efectos a largo plazo que pueden manifestarse de múltiples maneras, lo que complica las tareas de diagnóstico. En segundo lugar, los exámenes de orina registran variables de exposición reciente, no variables de daño. Por eso, tiene sentido que, tras unos meses, los resultados de los exámenes no arrojaran presencia de mercurio. En Trama, Rosa lo explica muy bien: “No van a encontrar mercurio en nuestro cuerpo, lo que van a encontrar en nosotros son secuelas, que son cosas distintas”.

Para medir las secuelas de las que habla Rosa, se necesitaba otro tipo de exámenes. Hugo Villa y Fernando Osores, médicos especialistas en toxicología entrevistados durante la investigación, concuerdan con que los exámenes requeridos debían concentrarse en medir “temas conductuales, psicológicos” para registrar los daños en el sistema nervioso central, y realizarse durante un periodo prolongado, como parte de un estudio de monitoreo. Esto ya se sabía desde 2000. Se señalaba explícitamente en el informe de la evaluación que realizó el Ombudsman del Banco Mundial: “Se debe dirigir esfuerzos de monitoreo y evaluación a buscar signos de impacto crónico. Entre estos se encuentran pruebas neurológicas y psicológicas dentro de los 12 a 24 meses de la exposición”.[15] Lo que se hizo en Choropampa, sin embargo, fue otra cosa.

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Casi 25 años después, el Estado y Yanacocha no han reparado adecuadamente el daño ocasionado a cientos de personas.

En este punto, vemos desplegarse una sofisticada estrategia. Consiste no tanto en negarse a producir información como en hacerlo de manera selectivamente defectuosa. La información producida es deficiente para explicar los efectos de la intoxicación, pero resulta conveniente por sus implicancias políticas. En noviembre de 2000, Minera Yanacocha y la Dirección Regional de Salud firmaron un convenio marco de cooperación que incluía el financiamiento de un plan de vigilancia y seguimiento de los afectados.[16] Este plan fue diseñado por la obstetriz Jaqueline Alcalde-Rabanal quien, en entrevista para esta investigación, contó que se contemplaba hacer un seguimiento del estado de salud física y mental a lo largo de cinco años, a través de 12 mediciones. Sin embargo, tan solo seis meses después, Jacqueline fue removida de su cargo por discrepancias con la empresa. El estudio que finalmente se hizo duró dos años. Aquí podemos ver claramente cómo funciona este mecanismo: en lugar de realizar los exámenes neurológicos y psicológicos que se necesitaban, se optó por repetir los exámenes de orina, cuyo resultado no solo era previsible (“Podemos afirmar que no hay pacientes con niveles altos de mercurio en la población”)[17] sino que, además, no servían para determinar el nivel de daño ocasionado por el mercurio en los cuerpos intoxicados.

Los exámenes de orina y el estudio cumplieron dos funciones fundamentales. En primer lugar, generaban una ilusión de conocimiento. El estudio anunciaba que nos acercaría a comprender los efectos a largo plazo de la intoxicación, pero lo hacía a través de un no-mirar selectivo y estratégico, diseñado precisamente para no-saber. Además, al ser producido por especialistas, en un lenguaje técnico, revestía un aura de ‘evidencia’ que le confería autoridad. Es un ejemplo de cómo el conocimiento “experto” puede ensombrecer antes que aclarar o, como dice la socióloga Linda McGoey, convertirse en “una autoridad útil al servicio de la ignorancia”.[18]

En segundo lugar, su ‘autoridad’ tiene por efecto restarle importancia a toda información contradictoria, lo que incluye a los malestares que la población continuaba reportando. Por supuesto, el que este discurso ‘técnico’ circulara no eliminaba los síntomas de los afectados, pero tenía la fuerza para instalar un ambiente de duda, confusión, que invalidaba o minimizaba dichos síntomas, e incluso los trataba como percepciones o meras “secuelas psicológicas”. La relación de poder que existe entre la comunidad, la empresa y el Estado provoca en la población un ‘déficit de credibilidad’, es decir, la infravaloración de su capacidad para comprender y tomar decisiones.[19] En circunstancia de desastre, esgrimir un discurso ‘técnico’ o ‘basado en evidencia’ sirve para definir quiénes detentan el saber, quiénes son creíbles y quiénes no. Una señora expresa muy bien esta asimetría y sus efectos políticos en el documental Choropampa, el precio del oro: “Nunca podemos conseguir nada porque Yanacocha siempre nos gana porque tiene un criterio técnico y un punto de vista más definido y nosotros no tenemos eso”.[20] Para los afectados, es muy difícil generar un contrapeso que equipare el escenario. Pensemos, por ejemplo, en la enorme capacidad financiera que necesitaría únicamente para solventar sus propios estudios de monitoreo.

La construcción de este escenario de ignorancia deliberada (la explotación de la duda y la ambigüedad, en medio de un desastre ambiental) obstaculiza la reparación del daño. Es decir, dificulta el acceso a una atención de salud adecuada y a una compensación justa. Así, la ignorancia deliberada no solo vuelve evidentes las relaciones de poder que marcan la distribución desigual de la contaminación, sino que ahonda y recrudece esas jerarquías sociales, porque desliza sobre los hombros de los afectados la responsabilidad de mitigar el daño que les han ocasionado.

Una atención de salud deficiente

Luego del derrame se activó en la posta de salud de Choropampa un seguro de salud financiado por la empresa para atender a los afectados. En diciembre de 2000, Seguros Pacífico, contratado por Minera Yanacocha, y la Dirección Regional de Salud de Cajamarca firmaron un convenio donde se establecía que “el seguro cubrirá la atención de pacientes con síntomas y enfermedades que se encuentren relacionadas con la exposición a mercurio en los centros médicos de Choropampa, Magdalena y San Juan”.[21] En teoría, el seguro atendería a 1173 empadronados. En la práctica, una serie de obstáculos impide que sean atendidos y la situación ha emporado con el tiempo.

El principal problema radica en que, para recibir tratamiento especializado, el médico contratado por el seguro debe determinar la relación entre los síntomas del paciente y la intoxicación. Para ello lista un número determinado de síntomas. Si no los encuentra, declara que dicha relación no existe. Como cuenta Josefa en Trama, casi nadie pasa su filtro: en la actualidad, ese seguro se limita a dispensar analgésicos.

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La atención de salud de los afectados es vista, gracias a dicha confusión, como una concesión que se hace a los afectados y no como un derecho que se les garantiza.

La lógica que guía la atención de los afectados (una lista cerrada de síntomas, un médico general contratado por un seguro privado, a su vez contratado por la empresa) es problemática, cuando menos, en dos aspectos centrales. En primer lugar, ha sido cuestionada por los médicos entrevistados para esta investigación. Fernando Osores, especializado en toxicología por la Universidad de Salamanca y experto en toxicología clínica ambiental, considera que, dadas las características del mercurio, no se puede esperar un único tipo de cuadro clínico, la intoxicación debe ser enmarcada como un antecedente epidemiológico. En sus palabras, “una persona del año 2000 que estuvo demostradamente afectada por este evento y que presenta problemas neurológicos, problemas inmunológicos, renales, endocrinológicos, etcétera, de diversa índole, que son compatibles con problemas descritos por la intoxicación al mercurio, no cabe duda. Otra cosa es que el seguro diga lo contrario”.

Por otro lado, la visión privada de este servicio ha reducido progresivamente las medicinas y las horas de atención médica. El seguro justifica esta decisión en la caída de la demanda (lo que, por lo demás, tiene sentido, ya que la población sabe que allí no encontrará el tratamiento que necesita). La desconexión es tal que, cuando estuvimos en Choropampa a inicios del 2022, Josefa y muchas otras personas con las que conversamos pensaban que el seguro ya no existía. David Guarniz, actual presidente del Comité Local de Administración de Salud (CLAS) de Choropampa, sospecha que el objetivo es desmantelar paulatinamente la cobertura: “De a poquitos nos van a ir quitando todo”.

El escenario de ignorancia deliberada modificó la percepción pública del riesgo que representaba la intoxicación. Al hacerlo, la duda y confusión sobre los posibles efectos a largo plazo son fácilmente explotables. En este caso, nuevamente el Estado se hace a un lado y el tema se trata como un asunto entre privados. Así, la relación entre malestar e intoxicación, que es condición para acceder a un tratamiento apropiado, es de dominio casi exclusivo del seguro y la empresa. Se monta una respuesta de salud que tiene dos ventajas clave. Primero, puede mostrarse que se ha desplegado un plan de atención de salud, aunque esté diseñado a través de filtros que limitan los casos efectivamente atendidos. Además, la atención de salud de los afectados es vista, gracias a dicha confusión, como una concesión que se hace a los afectados y no como un derecho que se les garantiza. De esta manera, la ignorancia deliberada vuelve legítima una respuesta de salud deficiente.

Un camino a la justicia lleno de trabas

La ignorancia deliberada también ha favorecido las trabas en el acceso a compensaciones justas. Apenas ocurrido el derrame, la empresa inició conversaciones con algunos afectados para lograr transacciones extrajudiciales. Estas transacciones tenían problemas de origen, entre los que destaca la ambigüedad con la que se plantean las compensaciones. En los acuerdos firmados, se menciona explícitamente que la empresa no reconoce responsabilidad por el daño, y los montos entregados —que variaban, sin un criterio claro, entre 1000 y 15 000 soles— eran evidentemente bajos.[22] A pesar de ello, se llevaron adelante, por la necesidad económica urgente de la población, y porque las estrategias para ocultar y minimizar los riesgos de la intoxicación impedían establecer los valores reales del daño que debía ser compensado. Esto, sumado a la cláusula que comprometía a los firmantes a no iniciar reclamos posteriores,[23] muestra que, antes de funcionar como compensación, estos acuerdos buscaban detener el malestar social y proteger a la empresa ante eventuales demandas judiciales.[24]

Por otro lado, tenemos las demandas judiciales que iniciaron tanto quienes no aceptaron las transacciones extrajudiciales como quienes las aceptaron pero estaban descontentos con ellas.[25] Ha habido tres procesos judiciales importantes contra Minera Yanacocha que se resumen brevemente en Trama. Detengámonos en el tercer proceso, que agrupa varias demandas individuales interpuestas en la Corte Superior de Cajamarca desde 2002. En el camino, la mayoría de las demandas han sido archivadas y hoy son poquísimas las personas que continúan en juicio, entre ellas Juana Martínez, protagonista del tercer episodio de Trama. Este proceso ilustra cómo la construcción voluntariosa del no-saber es aprovechada por la defensa. En 2021, esta demanda fue desestimada en primera instancia bajo una reinterpretación particular sobre lo que se califica como “daño”. Según la sentencia, solo es posible hablar irrefutablemente de daño si los niveles de mercurio hallados en las muestras de orina superan los 150 ug/L[26]. Cantidades menores a esto, aun cuando estén por encima de los valores normales de 20 ug/L, “no implican necesariamente que se haya ocasionado daño a la salud”. Es decir, ya que podría como no podría haberse generado daño, se exigía a demandantes como Juana un “peritaje médico” que absolviera la duda. Este criterio pone sobre los afectados el peso de la “demostración científica” del nexo causal entre sus males y la intoxicación. Hay que resaltar aquí que se trata de una lectura particularmente exigente de lo que califica como “prueba”, ya que desestima el hecho de que tanto Juana como sus familiares fueron atendidos por intoxicación por mercurio luego del derrame, y parece demandar acreditaciones o veredictos de daño producto de estudios de monitoreo que, como se ha mencionado ya, no fueron realizados de manera rigurosa en el caso de Choropampa.

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Trama ganó el segundo puesto en la categoría Podcast Periodístico de la Bienal Internacional de Radio organizada por el Gobierno de México.

Esta manera de apelar a la ausencia de “pruebas científicas” es un recurso común de explotación de la incertidumbre en escenarios de contaminación ambiental. Precisamente por ello se ha incorporado en la legislación nacional e internacional el principio precautorio. Bajo este principio, en lugar de presumir que una sustancia es segura hasta ser probada como peligrosa —un proceso muy costoso en términos de tiempo, así como de recursos humanos y financieros— se presume a favor del medioambiente y de la salud pública. Es decir, en escenarios de incertidumbre o que ponen a prueba los límites del conocimiento científico, se otorga el beneficio de la duda a los potencialmente afectados y no a quienes desarrollan actividades potencialmente dañinas.[27] De esta manera, se busca que el no-saber no sea utilizado como excusa para no hacerse cargo o, peor aún, para colocar sobre los afectados la pesada responsabilidad de probar el daño. La sentencia que desestima la demanda de Juana Martínez, así como las estrategias de control y reparación de daños asumidas en el caso de Choropampa, contravienen claramente este principio, y muestran más bien la forma en que la incertidumbre o la ambigüedad pueden ser explotadas a fin de evadir responsabilidad.

Una herida que no cierra

“El caso de Choropampa no es un caso cerrado, señorita, es una herida abierta” dice Juana Martínez en el último episodio de Trama. Como se intenta mostrar a lo largo del podcast, la persistencia del daño tiene que ver con el desplazamiento sobre los afectados de cargas incluso más pesadas que la contaminación misma: ellos tienen que asumir la responsabilidad de probar la gravedad de sus malestares, muchas veces frente a un conocimiento oficial presentado como “técnico” que los desestima, y organizar protestas e ir a juicio para exigir que atiendan su salud y se les compense por los daños. Este sufrimiento que persiste en el tiempo es consecuencia directa del escenario de ignorancia deliberada que, al mismo tiempo que libra de responsabilidad tanto a la empresa como al Estado, deja sin amparo a los afectados.

Este escenario, lamentablemente, no es exclusivo de Choropampa. Más bien, es resultado de una extendida cultura corporativa que se radicaliza en contextos como el peruano, con una débil regulación estatal. Por eso, lo vemos repetirse en nuestro país una y otra vez.

De esta manera, y tal como sostienen Ilenia Iengo y Marco Armiero, las crisis ambientales y de salud pública “son también crisis del conocimiento”.[28] La ignorancia deliberada que se construye sobre ellas, además, genera una forma particular de amnesia histórica “que olvida, y niega, los traumas tóxicos de las generaciones anteriores”.[29] Ese olvido, replicado en cada uno de estos casos, favorece que se repitan en bucle, siempre como aparentes hechos aislados, cuando, en la práctica, responden a estrategias similares de “control de daños”. Estas implican invisibilizar selectivamente la información, explotar la duda y la ambigüedad, movilizar a conveniencia el conocimiento técnico, a fin de controlar la narrativa de los hechos y, finalmente, descargar sobre los afectados la responsabilidad de demostrar que, en efecto, les hicieron el daño que les hicieron.

Por ello es urgente desmontar las contradicciones aparentes, cuestionar lo que supuestamente no se sabe como si se tratara de un vacío y no de una construcción, y revelar los patrones de acción que unen los desastres del pasado con los desastres del presente. Desbaratar los escenarios de ignorancia deliberada hace parte de la tarea mayor de desmontar la violencia estructural que permite la reproducción inadvertida pero incansable de casos de injusticia ambiental como el de Choropampa.

Un agradecimiento especial a Miguel Flores-Montúfar por sus comentarios y lectura detallada mientras escribía este artículo.

[1] Esta escena está registrada en el minuto 42:38 de la película documental ‘Choropampa, el precio del oro’, dirigida por Ernesto Cabellos y Stephanie Boyd (2002).

[2] Haciendo eco de una de las preguntas que orientan el libro de los historiadores de la ciencia Robert Proctor y Linda Schiebingler, Agnotology: The Making and Unmaking of Ignorance, publicado el 2009 por Standford University Press.

[3] Ver más en Stephen Bocking (2006), Nature’s Experts. Science, Politics and the Environment, Rutgers University Press.

[4] Quizá los conflictos socioambientales más paradigmáticos donde se generó conocimiento técnico para desafiar la postura oficial sean Conga (2012) y Espinar (2013).

[5] Como pequeña muestra, se pueden ver los trabajos de Fabiana Li, José Carlos Orihuela, Maritza Paredes y, desde una perspectiva más histórica, Marc Hufty.

[6] El estudio de esta voluntariosa producción de la ignorancia se conoce como ‘agnotología’, término acuñado por Robert Proctor y Linda Schiebingler. Los estudios sobre la ignorancia son un creciente campo de exploración académica desde varias disciplinas. Para ver más sobre esto, puede revisarse el trabajo reciente de Linda McGoey (2019), Peter Burke (2023).

[7] La empresa no contaba con un Plan de Contingencia en caso de accidentes con este metal en específico. Sin embargo, al ser la accionista principal, Newmont, una empresa transnacional, tenía pleno conocimiento de la gravedad de lo ocurrido.

[8] El 5 de junio del 2000, RANSA puso un comunicado en el diario Panorama Cajamarquino donde reportaba que se habían derramado aproximadamente 4 litros de mercurio, es decir la tercera parte de los 11 litros (equivalente a 151kg) efectivamente derramados.

[9] Marco Arana (julio 2000), Informe de la verdad sobre el desastre ambiental en Choropampa. Disponible online.

[10] Estos fueron producidos por la oficina local de la ong CARE, que recibía financiamiento de la empresa. Esto puede verse en el minuto 33:00 de la película documental ‘Choropampa, el precio del oro’ (2002).

[11] Michael Kosnett, toxicólogo contratado por Minera Yanacocha, apareció en televisión local en julio del 2000.

[12] Defensoría del Pueblo (diciembre 2001), Informe Defensorial Nº 62: El caso del derrame de mercurio que afectó las localidades de San Sebastián de Choropampa, Magdalena y San Juan en la provincia de Cajamarca. Página 27.

[13] Documental ‘Choropampa, el precio del oro’ (2002).

[14] En noviembre del 2000, Minera Yanacocha emitió un spot en la televisión local para informar que: “Hoy la salud de los choropampinos está totalmente restablecida, los pobladores atendidos se encuentran en sus hogares y realizan sus quehaceres diarios con completa normalidad.” Documental ‘Choropampa, el precio del oro’.

[15] Compliance Advisor Ombudsman (julio del 2000), Investigación del derrame de mercurio del 2 de junio del 2000 en las cercanías de San Juan, Choropampa y Magdalena, Perú (página 60). Asimismo, en su informe del 2001, la Defensoría del Pueblo hace también un llamado a que el Ministerio de Salud “implemente un programa especial de seguimiento sobre los efectos en la salud” (página 84).

[16] Proyecto de Vigilancia y Seguimiento a Personas Expuestas a Mercurio.

[17] Esto se cita en un reporte de la empresa que enumera sus acciones de respuesta post-derrame.

[18] Linda McGoey (2019), The Unknowers: How strategic ignorance rules the world, Zed Books, (página 12).

[19] La filósofa Miranda Fricker llama la atención sobre los ‘déficit de credibilidad’ en contraste con los ‘excesos de credibilidad’, la tendencia a ser percibido como especialmente inteligente o como autoridad en cierto tema. El juego entre ambos compone un paisaje de ‘injusticia testimonial’. Miranda Fricker (2007), Epistemic Injustice, Oxford University Press.

[20] Minuto 1:00:12.

[21] En caso no puedan ser tratadas allí, el paciente será derivado al Hospital Regional de Cajamarca o a clínicas afiliadas, como la Clínica Limatambo.

[22] Con excepción de las embarazadas a las que se dio 21,000, según el informe de Derechos Humanos que reúne una sistematización de las acciones legales realizadas en el caso. En el documental ‘Choroapmpa, el precio del oro’, se menciona que los montos variaron entre 600 y 6,000 dólares (minuto 32:00).

[23] Los acuerdos incluyeron una cláusula que obligaba a ambas partes a “renunciar a iniciar todo tipo de acciones civiles, penales, administrativas o de cualquier índole”.

[24] A esta conclusión llega Justicia Viva en su análisis legal de las transacciones extrajudiciales en el caso de Choropampa.

[25] Si bien los acuerdos firmados no les impedían abrir dichas demandas, sí funcionaron como una barrera disuasiva ya que tenía que ser declarado nulos a fin de que el proceso judicial pudiese continuar.

[26] En el 2000, CICOTOX (Centro de Información, Control Toxicológico y Apoyo a la Gestión Ambiental de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos) tuvo a su cargo realizar los exámenes de orina y sangre para determinar presencia de mercurio. Basándose en estándares internacionales, se estableció como valores normales de mercurio los menores a 20 microgramos de mercurio por litro (ug/L) de orina, y como valores tóxicos los superiores a 150 ug/L. Esta terminología específica no debe confundir, ya que desde los primeros exámenes de laboratorio que realiza, la presencia de valores mayores a 20 ug/L es calificada como ‘envenenamiento mercurial’.

[27] Más sobre el principio precautorio en la legislación peruana en “La Constitución y los principios ambientales de precaución y prevención”.

[28] Ilenia Iengo and Marco Armiero, (2017), The politicization of ill bodies in Campania, Italy.,Journal of Political Ecology 24(1): 44–58.

[29] Donna Golstein, (2017), Invisible harm: science, subjectivity and the things we cannot see, Culture, Theory and Critique, 58(4), 321–329.

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