Salud mental

Cuando descubrí que la psicosis no es como en las películas

La psicosis es un síntoma bastante incomprendido que el cine se ha encargado de relacionar con la violencia. En esta columna, Carolina Díaz Pimental busca humanizar los episodios psicóticos a través de su experiencia, mostrando la realidad de un síntoma que no solo se manifiesta en la esquizofrenia.

Psicosis_final
Ilustración: Héctor Huamán

Una mujer entra a la ducha y de pronto empieza a sonar música de suspenso para animar al espectador a adivinar lo que viene a continuación. Un asesino se abalanza sobre ella con un cuchillo y la apuñala varias veces hasta que cae al suelo. Luego deja a su víctima a su suerte.

Esta escena corresponde a la película Psycho o Psicosis en español, donde el protagonista, Norman Bates, es un asesino serial. Pero no es la primera y supongo que tampoco será la última vez en que alguien relacione a la psicosis con comportamientos violentos.

Aceptémoslo: lo poco que sabemos de ella lo hemos aprendido de películas como esta, que muestran una realidad bastante distorsionada de lo que realmente significa experimentar un episodio psicótico.

Socialmente, psicosis es una palabra casi prohibida, una palabra que genera escalofríos, una palabra lejana, porque aún teniendo problemas de salud mental, la posibilidad de pasar por ella ni siquiera es contemplada.

Hay una gran diferencia entre decir “estuve deprimido” y decir “tuve un episodio psicótico”. Lo primero suele generar empatía, mientras que lo segundo hace que con frecuencia la gente se asuste y te deje de hablar. Lo digo con conocimiento de causa, porque soy una de esas personas de las que se han alejado por miedo.

La primera vez que mi mente se desconectó de la realidad tenía doce años y mis papás se acababan de separar. Recuerdo que estaba en la casa de mi abuela, con él y algunos de mis tíos, cuando un pensamiento me invadió violentamente: mi papá había secuestrado a mi mamá. No tenía ninguna prueba de ello, pero algo dentro de mí me aseguraba que ella estaba encerrada en la maletera del carro.

Cada vez que veía hablar por teléfono a mi papá, suponía que estaba coordinando con sus cómplices. Ese día estuve, durante horas, parada frente a la maletera sin parpadear, esperando escuchar algún sonido. Llamar a mi mamá para comprobar si mi idea era cierta o no, no era una posibilidad, yo estaba cien por ciento segura de que era así.

Volver a mi casa después de un par de días y verla allí no me hizo cambiar de parecer. Seguía convencida de que él quería hacerle daño.

Durante semanas estuve llamándola a cada rato al trabajo para asegurarme que todo estuviera en orden y sentándome en el sillón al lado de la entrada mientras contaba los minutos para que ella saliera. Recién entonces yo podía respirar otra vez.

La psicosis tiene el poder de hacer que te creas cosas que no son ciertas, que te conectes con realidades paralelas, que escuches voces o que veas cosas. Pero, aunque sea desconcertante o incómodo para las personas que presencian uno de estos episodios, no necesariamente significa que algo grave vaya a pasar en ese momento, al menos no en todos los casos.

Suele relacionarse con la experiencia de personas con esquizofrenia, pero también se manifiesta en personas con mi diagnóstico: trastorno bipolar, sobre todo en quienes tienden a pasar por episodios marcados de manía. Pero lo cierto es que la depresión tampoco se salva, porque la psicosis depresiva también existe.

Quisiera decir que mi relación con la psicosis acabó en la adolescencia, pero esa anécdota fue solo el preámbulo de varias situaciones que viví luego, pasados los veinte, en una época en la que se supone que tienes que tener “todo resuelto” y en que una sola señal de excentricidad o “locura”, en cualquiera de sus formas, no es bien recibida.

Como cuando me obsesioné con las letras de las canciones porque pensaba que tenían mensajes ocultos que debía descifrar o cuando estaba segura de que en otra vida había sido una bruja que murió en la hoguera y cuando alguien me contradecía, literalmente, sentía las llamas quemando mi piel. O también cuando pensé que el fantasma de la hermana fallecida de una de mis mejores amigas había reencarnado en un perro y le hablaba con la convicción de que me entendía y buscaba comunicarse conmigo.

En ninguno de estos momentos pensé en herir a otros y creo que, por mi personalidad, aunque estuviese en una situación extrema, tampoco se me ocurriría hacerlo. La violencia tiene raíces mucho más complejas que los trastornos mentales, aunque gran parte de la sociedad quiera hacernos responsables de los crímenes más atroces.

Existe suficiente evidencia de mis palabras, como el estudio, liderado por la psicóloga estadounidense Jennifer Skeem, en donde se comprobó que no hay una relación directa entre agresividad y episodios psicóticos.

Yo prefiero ser fiel a mi experiencia, a la de mis pares, a los resultados de las investigaciones y no a lo que muestran en el cine y en la televisión, que aunque pueda llegar a entretener, es estigmatizante, está lejos de la realidad y es más peligroso que alguien que imagina arañas caminando en la pared de su cuarto.

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