El cerebro y el dolor

La revolución científica silenciosa que podría solucionar el dolor crónico

La ciencia tiene una mejor comprensión de cómo funcionan las células que integran el sistema del dolor y cómo se estropean. Estos avances ofrecen posibilidades de tratamiento y, también, consuelo.

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Imagen: Justin J Wee/The New York Times. Estilismo de utilería: Caroline Dorn

El dolor crónico es uno de los problemas médicos más costosos del mundo, ya que afecta a una de cada cinco personas, y uno de los más misteriosos. Sin embargo, en las dos últimas décadas, los descubrimientos sobre el papel crucial que desempeña la glía —un conjunto de células del sistema nervioso que antes se consideraba mero soporte de las neuronas— han reescrito el fundamento científico del dolor crónico.

Estos descubrimientos han proporcionado a los pacientes y a los médicos la explicación científica sólida de la que antes carecía el dolor crónico. De este modo, esta ciencia emergente del dolor crónico está empezando a influir en la atención a la salud, no al crear nuevos tratamientos, sino al legitimar el dolor crónico para que los médicos lo tomen más en serio.

Aunque la glía está repartida por todo el sistema nervioso y ocupa casi la mitad de su espacio, durante mucho tiempo recibió mucha menos atención científica que las neuronas, que realizan la mayor parte de la señalización en el cerebro y el cuerpo. Algunos tipos de glía se asemejan a las neuronas, con cuerpos parecidos a los de las estrellas de mar, mientras que otros parecen estructuras construidas con juegos Erector, con sus partes estructurales largas y rectas unidas en nodos.

Cuando se descubrió por primera vez a mediados del siglo XIX, se pensó que la glía —de la palabra griega para pegamento— era solo un tejido conectivo que mantenía unidas a las neuronas. Más tarde se las rebautizó como el personal de limpieza del sistema nervioso, ya que se descubrió que alimentaban a las neuronas, limpiaban sus residuos y eliminaban a sus muertos. En la década de 1990 se les comparó con el personal de secretaría cuando se descubrió que también ayudaban a las neuronas a comunicarse. Sin embargo, las investigaciones de los últimos 20 años han demostrado que la glía no solo apoya y responde a la actividad neuronal, como las señales de dolor, sino que a menudo la dirige, con enormes consecuencias para el dolor crónico.

Si es la primera vez que te enteras de esto y eres uno de los más de mil millones de personas en la Tierra que sufren dolor crónico (es decir, un dolor que dura más tiempo que de tres a seis meses y que no tiene una causa aparente o que se ha independizado de la lesión o enfermedad que lo causó), puede que te sientas tentado a decir que tu glía está estropeando su trabajo de gestión del dolor.

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Y tendrías razón. Los investigadores creen ahora que, en el dolor crónico, la glía lleva a una red de dolor sana a un estado desregulado, al enviar señales de dolor falsas y destructivas que nunca terminan. El dolor se convierte entonces no en una advertencia de daño, sino en una fuente del mismo; no en un síntoma, sino, como dice el investigador del dolor de Stanford, Elliot Krane, en “su propia enfermedad”.

Cómo funciona el sistema del dolor,
y cómo se estropea

El sistema del dolor suele funcionar en tres fases distintas.

En primer lugar, cuando una lesión o dolencia provoca un daño —digamos que acabas de tocar una sartén caliente—, las largas fibras nerviosas de tu dedo perciben el daño y lanzan un mensaje de dolor hacia tu cerebro. En la segunda etapa, esas señales entran en la columna vertebral y, en un traspaso supervisado y a veces ajustado por una glía cercana, saltan a otras neuronas dentro de la médula espinal. Por último, en la tercera etapa de este sistema de alarma, esas neuronas de la médula espinal llevan las señales a un punto de tu corteza cerebral relacionado con la yema del dedo y crean la sensación de dolor ardiente. Y ahí maldices.

La primera parte de este sistema de alarma —llevar la señal de dolor hacia el sistema nervioso central— funciona en gran medida con un piloto automático muy eficiente. Sus principales protagonistas son las largas neuronas sensibles al dolor que van desde el dedo hasta la médula espinal y desencadenan rápidamente un reflejo que hace que quites la mano.

Sin embargo, en la segunda fase, cuando estas señales se acercan al cerebro y a la médula espinal, las cosas se complican. Es aquí, en el paso del sistema nervioso periférico al central, donde una profusión de glía regula fuertemente las señales de dolor, por ejemplo, amplificando o disminuyendo su intensidad o duración. Y es aquí donde las cosas pueden ir mal y desencadenar el dolor crónico. Como ha demostrado una buena cantidad de investigaciones recientes, el dolor crónico se desarrolla porque la glía acelera el sistema del dolor en un bucle inflamatorio sin fin que provoca que los nervios generen una alarma de dolor perpetua.

Todavía no está claro cómo o por qué se desarrolla esta mala gestión glial. Puede surgir después de una lesión o aparentemente de la nada. El dolor provocado por una o varias lesiones, como en un accidente de tráfico, suele durar días o semanas y luego desaparece. Pero a veces el sistema regulador de la glía continúa las señales de dolor después de que el tejido se cure. Estas pueden incluso extenderse a otras zonas, causando aún más dolor.

La glía puede crear un lío difícil de desenredar

En teoría, la identificación de la glía como culpable del dolor crónico debería facilitar la búsqueda de una solución. Por desgracia, no es así, al menos por ahora. No se puede eliminar la glía sin más —es demasiado importante— y los analgésicos actuales no ayudan porque se dirigen a las neuronas, no a la glía.

Y la glía es ridículamente versátil. Transmiten información a través de docenas de vías de comunicación. “Prácticamente todas las vías de comunicación de las neuronas, la glía también las usa”, dice Doug Fields, investigador de la glía en los Institutos Nacionales de Salud. En un mundo más amable, estas vías ofrecerían objetivos para fármacos u otros tratamientos. Pero en los sistemas tan complejos en los que opera la glía, esos objetivos han resultado infructuosos hasta ahora. Ningún tratamiento ha pasado todavía del laboratorio al paciente.

Esto no debería sorprendernos, dice Fields: “Los neurocientíficos han estudiado las neuronas durante más de un siglo, pero están poniéndose al día con la glía”.

David Clark, investigador del dolor en Stanford y médico del Hospital de Asuntos de Veteranos de Palo Alto, sospecha que parte del problema radica en la redundancia incorporada al sistema del dolor. La glía parece tener tantas formas de transmitir las señales de dolor que, aunque un tratamiento bloquee una, enseguida encuentra otra. Clark cree que burlar este vasto sistema de regulación glial puede requerir estrategias novedosas.

“Esto no va a ofrecer un objetivo que se pueda alcanzar simplemente con un fármaco o un interruptor genético. Es posible que haya que hacer algo totalmente nuevo, como averiguar cómo desactivar toda una familia de genes en algún punto crucial”, afirma Clark.

El dolor tiene un origen

La constatación en los últimos 20 años de que la glía está en el fondo del dolor crónico ofrece dos fuentes imporantes de consuelo.

Por un lado, los científicos tienen ahora al menos una idea de dónde buscar una solución: la glía. Todavía no se han encontrado biomarcadores fácilmente detectables que puedan demostrar en una persona viva que la glía (u otros elementos) está causando el dolor crónico. Pero la ciencia subyacente es sólida y cada vez lo es más.

Para los afectados por el dolor, se trata de una grata validación de su realidad. “Aprender esto”, dijo Cindy Steinberg, directora nacional de política y defensa de la Fundación del Dolor de Estados Unidos, y ella misma paciente de dolor crónico, “es enormemente útil para aquellos de nosotros que sufren dolor crónico”. En un grupo de apoyo al dolor crónico que dirige Steinberg, dijo que la gente encuentra una gran afirmación al saber que hay una biología distinta subyacente a su dolor. Confirma lo que saben desde hace tiempo pero que a menudo es cuestionado por médicos y amigos: que su dolor es tan real como cualquier otro.


David Dobbs escribe sobre ciencia, medicina, libros y cultura. Es autor de la memoria My Mother’s Lover y de Reef Madness: Charles Darwin, Alexander Agassiz, and the Meaning of Coral.

Producido por Alice Fang, Tiffanie Graham, Farah Miller, Nancy Ramsey, Jaspal Riyait y Erik Vance.

© 2021 The New York Times Company

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