Perú

Las heridas perpetuas del parto
de una mujer indígena

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos presentará este año al Estado peruano un informe final sobre el caso de la agricultora cusqueña Eulogia Guzmán, víctima de maltratos que generaron daños irreversibles a su hijo durante su parto en un centro de salud. Su expediente es el primero que se examina como una causa de violencia obstétrica en esta instancia.

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La primera vez que Eulogia Guzmán dio a luz en un servicio médico, su bebé estuvo a punto de morir. Antes, había recibido a sus cinco primeros hijos en casa sin complicaciones, pero todo fue muy diferente con Sergio desde el momento que salió en un auto al Centro de Salud de Yanaoca, en las alturas de la región Cusco. La tarde del 10 de agosto de 2003, Eulogia - una agricultora del poblado de Layme, quechuahablante, de entonces 26 años- esperó en el pasillo con fuertes dolores de parto por cerca de media hora sin que nadie saliera a auxiliarla. Su esposo estaba con ella y tuvo que buscar al personal para que la atendiera, pero no llegó a tiempo.

Cuando Eulogia sintió que las contracciones eran cada vez más seguidas y que su bebé ya se asomaba, se acomodó la pollera y se puso de cuclillas para pujar como sabía hacerlo. Pero pocos minutos después, una enfermera apareció en el pasadizo y le ordenó que subiera de inmediato a una camilla. Eulogia le suplicó en quechua que ya no la moviera, que su hijo nacería pronto. “Ama hina Kaychu, amaña kuyurichiwaychu [Ya no me mueva, por favor. Ya no me mueva, por favor]”, repitió varias veces. La enfermera Gladys Limachi no le hizo caso, la tomó fuerte de las muñecas para levantarla y en medio del forcejeo, Eulogia expulsó al niño que cayó bruscamente de cabeza al suelo.

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Eulogia Guzmán vive en la comunidad de Layme, distrito de Yanaoca, en las alturas de Cusco. Todos los días, cuida de sus gallinas y cuyes, y siembra papa y cebada en su pequeña chacra. Foto: Leslie Moreno Custodio

Ese golpe sería el inicio de una serie de abusos contra Eulogia y Sergio, quien como consecuencia de un estado de asfixia neonatal sufrió lesiones cerebrales irreversibles: nunca habló ni caminó, quedó ciego y tuvo convulsiones frecuentes. Eulogia no lo sabía entonces, pero fue víctima de violencia obstétrica. Aún ahora el término le suena lejano, al igual que a la mayoría de mujeres en el Perú, pero es probable que todas reconozcan las situaciones que describe: cuando te someten a tactos vaginales reiterados sin consentimiento; cuando se burlan porque lloras o te impiden preguntar, expresar miedos o inquietudes durante el parto; cuando te desnudan y obligan a dar a luz acostada sin respetar tu cultura; cuando te someten a una cesárea injustificada; cuando alteran el proceso natural de tu parto con maniobras en el vientre y medicamentos sin permiso informado; cuando te separan de tu bebé sin causa médica justificada. Por eso, algunos países como México, Argentina y Venezuela ya consideran la violencia obstétrica como un delito con leyes específicas y sanciones administrativas y penales.

Lejos de ser un fenómeno aislado, este tipo de violencia contra las mujeres es “una forma de vulneración de sus derechos fundamentales extendida y normalizada en los servicios de salud”, se lee en un histórico informe de las Naciones Unidas publicado en setiembre de 2019. La Organización Mundial de la Salud (OMS) la reconoció cinco años antes “como un problema de salud pública” y planteó una reforma en la atención de las mujeres en el sistema médico.

En diciembre de 2019, viajamos al distrito de Yanaoca, en la región Cusco, para entrevistar a Eulogia Guzmán en su casa.

Frente a esto, las mujeres indígenas son las más vulnerables porque han sido históricamente excluidas en distintos aspectos de su vida por ser mujeres, por ser indígenas y por ser pobres. A pesar de que el Perú es el tercer país de América Latina con el mayor porcentaje de personas indígenas en su población (24%), por mucho tiempo los servicios de salud ignoraron la cultura y las tradiciones de las familias en el nacimiento de sus hijos.

Cuando Eulogia Guzmán y su bebé fueron trasladados de emergencia al hospital regional de Cusco, los abusos se prolongaron. Nuevamente, la dejaron en un pasadizo como si no existiera, no le informaron el estado de salud de su hijo hasta varios días después de su caída, no la dejaron verlo mientras estuvo internado y tampoco le explicaron todo lo que vendría después para mantenerlo con vida. “Se aprovecharon de que yo entonces no entendía castellano”, cuenta Eulogia con su voz dulce y tímida en la pequeña oficina de la Vicaría de Sicuani. Hasta aquí llegamos con ella para revisar el expediente de la denuncia que presentó contra 4 trabajadores del Centro de Salud de Yanaoca por negligencia médica durante el parto hace 17 años. Una abogada de la prelatura la ayudó durante todo este tiempo para que el caso no quedara en el olvido.

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En la Vicaría de Sicuani, la abogada María Concepción Salazar repasa el expediente de Eulogia Guzmán elevado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Foto: Leslie Moreno Custodio

Son cuatro fólderes voluminosos que llevan el nombre de su hijo y que guardan decenas de documentos y fotografías de un episodio que la Corte Suprema archivó en diciembre de 2009, pero que Eulogia Guzmán recuerda como si hubiera ocurrido ayer. Nunca había hablado con periodistas sobre lo sucedido, nunca antes la fueron a buscar a su casa en el poblado de Layme para escucharla.

Pero este año, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) podría darle un giro a su caso con el informe final que presentará al Estado peruano tras examinar su expediente durante seis años como el primer caso de violencia obstétrica que llega a esta instancia.

En el plano penal, la denuncia contra la obstetra Marina Aguilar, la enfermera Gladys Limachi, y los médicos Alberto Zamalloa y Juan Carlos Pelaez es cosa juzgada. El caso fue cerrado pese a que uno de los cuatro acusados había aceptado su responsabilidad y hasta intentó un proceso de conciliación en el que ofrecía pagar 4 mil soles de reparación antes de que se conociera la sentencia que absolvió a todos. Lo que se espera ahora de la CIDH es un informe con conclusiones y recomendaciones al Estado para que se repare el daño en este caso y se establezca una respuesta adecuada del sistema de salud ante otras situaciones de violencia obstétrica. “Si el Estado peruano no cumple, la Comisión remite el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, donde se pueden ordenar otras medidas de justicia y reparación a Eulogia”, explica Gabriela Oporto, abogada de la organización feminista Promsex, a cargo del caso.

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Los servicios de salud en el Perú están obligados ahora a ofrecer un plan de parto a las gestantes y respetar la postura en la que se sienten más cómodas. Foto: Leslie Moreno Custodio

Las condiciones del parto para las casi tres millones de mujeres indígenas que viven hoy en el Perú no son todavía muy diferentes a las que le tocaron a Eulogia Guzmán en 2003. Los servicios de salud aún enfrentan enormes desafíos para garantizarles un trato digno, con respeto a su cultura y sin coacciones de ningún tipo.“Ahora se cobran multas a las mujeres que dan a luz en sus casas y se hostiliza a las parteras para aumentar las metas de partos institucionales. No se está poniendo en el centro los derechos de las madres indígenas y sus hijos”, advierte en un informe el Centro de Culturas Indígenas del Perú - Chirapaq- que recogió casos de maltratos y violaciones durante el parto de madres indígenas en la región Cusco en 2019.

A pesar de que hace cuatro años el Estado incluyó la violencia obstétrica entre una de las dieciséis modalidades de violencia contra las mujeres y prohibió las prácticas médicas que la describen, no hay sanciones penales y administrativas específicas. Por eso, no se visibiliza y muchas madres tampoco tienen información y caminos claros para denunciar los abusos que ocurren en la atención de su parto. En el caso de las indígenas, la desinformación y el miedo a reclamar es mayor cuando todo el sistema funciona en un idioma que no conocen y se ignoran las condiciones geográficas donde viven, su grado de instrucción y sus costumbres.

En la entrada del Centro de Salud de Yanaoca, hay un letrero grande con dibujos de embarazadas en distintas posturas. Una de las mujeres puja de cuclillas agarrada a una cuerda que cuelga del techo mientras su pareja la sujeta con cariño por la espalda. Esta no es una respuesta a los reclamos de las gestantes que fueron obligadas a renunciar a sus costumbres, sino una estrategia sanitaria que el Perú incorporó desde 2005 para aumentar el número de nacimientos en los servicios médicos y reducir las muertes de madres e hijos durante el parto y post-parto.

Dar a luz de cuclillas es la forma ancestral de cómo venimos al mundo (aparece en pinturas rupestres y en la iconografía de todas las culturas) y una práctica que las mujeres indígenas de los andes y la amazonía aprendieron de sus madres y abuelas en casa. Hasta hace algunos años era impensable que se promoviera en los centros de salud pese a que se acumuló evidencia científica de que en esta postura la mujer hace menos fuerza, siente menos dolor, reduce el sangrado y la posibilidad de desgarros.

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Los días miércoles el Centro de Salud de Yanaoca recibe a más mujeres gestantes para sus controles médicos. Foto: Leslie Moreno Custodio

La voluntad de las mujeres fue dejada de lado desde que el parto dejó de ser una experiencia íntima en el hogar para transformarse en un acto médico controlado en el hospital a comienzos del siglo pasado. Se le impuso pujar acostada en una cama con las piernas abiertas en alto para que el personal gineco-obstétrico saque al bebé con mayor comodidad en ambientes esterilizados. En el Perú, el 92,7% de nacimientos se realiza de esta forma en los servicios de salud.

Aunque al comienzo el Ministerio de Salud incluyó el parto de cuclillas o vertical en los servicios de atención médica para mejorar indicadores de salud pública y no como una restitución de derechos, este fue el punto de partida para varias reformas en el país. A partir del 2007, el Fondo de Población de las Naciones Unidas apoyó programas de partos con enfoque intercultural y el Estado asumió compromisos para reivindicar los saberes y la cosmovisión de las mujeres indígenas en el parto.

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Este es el local del antiguo servicio de salud de Yanaoca donde fue maltratada Eulogia Guzmán. Se ha construido uno más grande al lado. Foto: Leslie Moreno Custodio

Sin embargo, se puede decir que el punto de quiebre ocurrió cuando la OMS apoyó un cambio en todo el modelo de atención médica que violenta a las mujeres. Desde 2014, se habló entonces de restituirles el poder para decidir sobre su embarazo y su parto como un acto natural y no patológico. Esto inspiró el programa piloto llamado Parto Humanizado que empezó en el Instituto Materno Perinatal de Lima como una experiencia que privilegia la voluntad de la mujer y respeta sus tiempos fisiológicos para dar a luz. El programa se extendió a otros hospitales y centros de salud del país con la actualización de la norma técnica de atención del parto publicada en julio de 2016.

Cronología de un abuso impune

El protocolo vigente indica ahora con claridad que los servicios médicos deben ofrecer a la mujer un plan de parto conforme a sus necesidades y en el que puede decidir el tipo de postura, una persona acompañante, tiempos y formas de aliviar el dolor conforme a su cultura. Las reglas incluyen los procedimientos médicos que no deben aplicarse como prácticas de rutina, como el rasurado púbico, el enema, la episiotomía o corte vaginal para la expulsión del bebé y maniobras sobre el vientre de la madre.

El Ministerio de Salud reconoce también que no hay razón para restringir a la mujer de alimentos y líquidos durante el trabajo de parto, que no se debe romper de manera artificial el saco amniótico donde está el bebé cuando la evolución del parto es normal y que el tacto vaginal se realiza solo si la gestante tiene deseo de pujar o si se aprecia pérdida de líquido amniótico. Se especifica algo tan instintivo como la importancia de que el recién nacido tenga contacto con la piel de su madre tan pronto como nace. “No estamos ante un mero cambio de prácticas, sino de un paradigma en la atención”, dice Antonio Levano, médico defensor del parto humanizado o fisiológico en el Perú, que aboga por nacimientos menos medicalizados y más naturales.

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El hijo de Eulogia Guzmán murió en diciembre de 2015 y está enterrado en el cementerio de Layme, en Cusco. Foto: Leslie Moreno Custodio

Uno de los más grandes desafíos para lo que supone una revolución en la atención de los nacimientos está en que cada vez más mujeres conozcan sus derechos para tomar decisiones informadas. Si todavía todos los datos no son accesibles y claros para las mujeres de las ciudades, resulta aún más complicado que llegue a las mujeres indígenas de las zonas más alejadas del país. Lo refleja una encuesta de la doctora Raquel Hurtado La Rosa, exinvestigadora del Centro Nacional de Salud Intercultural del Instituto Nacional de Salud, a 90 gestantes y 80 puérperas (mujeres que hace muy poco han parido) atendidas en hospitales e institutos públicos de Lima, Abancay, Cusco y Loreto en 2016. El resultado global evidenció que más de la mitad dijo que no fue informada de que podía decidir la forma cómo quería dar a luz.

El estudio incluyó entrevistas con 24 médicos y obstetras de esos servicios de salud sobre su conocimiento en la atención del parto de cuclillas o vertical y las prácticas violentas que deben erradicarse. El 33 % de participantes dijo que no había sido capacitado, en particular los médicos, sobre la nueva norma de atención que promueve el parto vertical.

Un fila de mujeres se forma en el largo pasadizo del Centro de Salud de Yanaoca un miércoles de diciembre de 2019. Varias son jóvenes gestantes con barrigas inmensas que llevan puestos sombreros bordados con flores de colores de las comunidades rurales del Cusco donde nacieron. Es el día de feria semanal en el pueblo y también la única oportunidad que tienen las familias para bajar en camionetas rurales a sus chequeos médicos. Silvia, una agricultora del poblado de Jilayhua, cuenta los días que le faltan para dar a luz y tiene miedo. No le asusta el dolor de las contracciones, sino que todo ocurra cuando su esposo esté en el campo y no pueda traerla hasta aquí. “El personal de salud nos repite que tenemos que atendernos en el centro. Me ha dicho que si dejo que una partera me ayude tendré problemas para que mi hijo pase sus controles y vaya al colegio”, cuenta.

Se podría pensar que en esta época el trabajo de las parteras indígenas sería reconocido y valorado. En los lugares de geografía más difícil y donde no hay postas de salud cercanas, son ellas las que han dado confianza y apoyo a muchas mujeres indígenas para traer a sus hijos en buenas condiciones. Pero las parteras indígenas están excluidas de las políticas oficiales de salud en el país. Son perseguidas y hostigadas por el personal de salud que las considera un problema para cumplir sus metas de nacimientos institucionales. “Mi trabajo no es nada libre. Muchas veces he tenido que atender a escondidas a mujeres como si fuese una delincuente”, cuenta Amelia, una partera quechua de la zona que prefiere no dar su verdadera identidad.

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Eulogia cuida al bebé de una supervisora del programa QaliWarma algunos días de la semana para ayudar con la economía de su familia. Foto: Leslie Moreno Custodio

Desde que las parteras fueron relegadas y se pierden sus conocimientos ancestrales, los nacimientos por cesáreas aumentan en las áreas rurales del país. En el 2000, cuatro de cada 100 mujeres indígenas daba a luz por cesárea. Mientras que en el 2018, 16 de cada 100 mujeres fueron sometidas a esta cirugía para traer a sus hijos al mundo, según la Encuesta Demográfica y de Salud Familiar del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI). “Es un contrasentido que el Perú reivindique el parto con respeto, pero persiga a las parteras”, dice la presidenta de Chirapaq, Tarcila Rivera, quien expuso este problema en el Foro Permanente de las Naciones Unidas para las Cuestiones Indígenas.

En los últimos años, el Estado peruano desincentivó la práctica de las parteras indígenas al impedirles emitir certificados de nacido vivo y partidas de nacimiento a los hijos de las mujeres que atendían en casas. Pero esta medida solo aumenta las barreras que ya tiene la población indígena para el ejercicio de sus derechos.

Eulogia Guzmán camina ágil sobre las piedras para esquivar el lodo que dificulta la ruta al cementerio de Layme, donde está enterrado su hijo Sergio. Ella mide menos de un metro y medio, pero lo cargó sobre su espalda durante trece años para llevarlo a todos los controles médicos en Sicuani y Cusco. Una tarde de diciembre de 2015 no pudo hacer nada cuando una neumonía puso muy grave al niño y no tuvo otra opción que llevarlo de emergencia al Centro de Salud de Yanaoca, pero rechazaron su internamiento. Se resignó entonces a cuidarlo durante sus últimas horas en su casa. “Me sentí nuevamente humillada, invisible, impotente”, recuerda.

"Ari haykaq phunchayllapas chayamunkacha justicia tiempunchis [¿Algún día llegará nuestro tiempo de justicia?]", pregunta Eulogia mientras limpia la maleza que cubre la tumba de Sergio. Cuando habla en quechua se siente más segura, puede decir todo lo que piensa, pero dice que se vio obligada a aprender castellano para enfrentar una batalla en busca de justicia que ya lleva diecisiete años. Ya no recuerda cuántas veces le repitió su caso a la policía, cuántas veces un fiscal le preguntó si estaba segura de todo lo que declaró y cuántas veces se presentó ante un juez para ratificar su testimonio. Por eso, hay momentos en que piensa que todo está perdido y que no hay nada ahora que pueda reparar la pérdida de su hijo y las heridas de un parto que nunca se fueron.

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Durante 17 años, Eulogia Guzmán buscó justicia por los abusos y el daño irreparable a su bebé cuando dio a luz en el Centro de Salud de Yanaoca. Foto: Leslie Moreno Custodio

Cuando le preguntan cuántos hijos tiene, Eulogia siempre nombra a todos: “cinco hombres y dos mujeres, uno muerto”. Ella es muy paciente con los niños y algunos días de la semana una supervisora del programa de alimentos en escuelas Qali Warma le encarga el cuidado de su bebé para movilizarse por zonas alejadas del Cusco donde tiene que supervisar el servicio. Por eso, en la puerta de la casa de Eulogia suele haber un grupo de niños jugando con las gallinas y los cuyes de crianza. Algunos son sus nietos, otros los que cuida para ganarse la vida.

Eulogia Guzmán no lo sabe, pero el destino de su caso en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sentará un precedente para otras mujeres indígenas que sufrieron abusos durante el parto. Otras mujeres como ella que temen ahora mismo ir a un centro de salud porque es el lugar donde se sienten más maltratadas y discriminadas por su origen y por ser mujeres.


*Con la edición de Stefanie Pareja.


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