Desde el 9 de agosto, América Latina se ha convertido en la región con más muertos confirmados en el mundo al haber superado los 214 mil fallecidos. De todas las personas que nos ha arrebatado el coronavirus, el 29% vivía en nuestro continente. El problema es que esta radiografía oficial está incompleta: los sistemas epidemiológicos de varios países no consiguen ir al ritmo de la pandemia. Algunos hospitales tardan semanas en informar a las entidades de salud correspondientes su número de casos positivos, hay doctores que tienen que llenar a mano los certificados de defunción mientras las muertes siguen multiplicándose y, en algunos países, los registros simplemente no tienen casillas para recoger la situación de sectores completos de una población, como la indígena. En la región el real impacto del COVID-19 no se refleja en los números oficiales sino en las altas tasas de subregistro de las personas que hemos perdido.
Aunque parezca un problema de estadística, llevar mal la cuenta de los contagios y muertes por la pandemia es abrirle el paso a la propagación del virus. Sin saber por dónde se desplaza ni la fuerza con la que ataca, las autoridades de muchos países de la región están luchando a ciegas. Una muestra es cómo las cifras de muertos en Brasil, México, Perú y Colombia se empezaron a disparar en julio, cuando los gobiernos ya intentaban convencerse de que habían superado la primera ola del brote y era el momento de convivir con el coronavirus en un estado de nueva normalidad, de reabrir las escuelas, los negocios y regresar a nuestros trabajos.
En México, se ha reconocido que no se realizaron suficientes pruebas de descarte y la expansión del virus ha dejado casi cincuenta y tres mil muertos en poco más de cuatro meses. “Si la tendencia sigue como en las últimas semanas, el país alcanzará en poco tiempo un escenario catastrófico”, admitió el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López- Gatell. Mientras que en el Perú, la ministra de Salud, Pilar Mazzetti, declaró este fin de semana que se evaluará el regreso a la cuarentena si no logramos atajar la progresión de contagiados y fallecidos. En Brasil, el país latinoaméricano con más muertos, siete estados y el distrito federal han tenido que crear sus propios sistemas de registro para recoger información que les permita contener el contagio. Con un presidente que ha comparado al COVID-19 con “una gripecita” y sin un ministro de salud desde hace dos meses, esperar por las cifras oficiales del Estado no parece una opción segura.
En este desfase en el control epidemiológico de la pandemia, se oculta, una vez más, las necesidades de los grupos de la población más vulnerables e históricamente excluidos por los Estados. Los vacíos en el registro se han profundizado entre los pueblos indígenas, las minorías sexuales y los trabajadores de limpieza pública.
Las consecuencias de no tratar de ordenar el caos no terminan con la muerte de un paciente de COVID-19. En Guayaquil, entre marzo y abril, el número de fallecidos avanzaba tan rápido que las autoridades confundieron los nombres de los cuerpos de las víctimas y hasta ahora hay cientos de familias buscando los cadáveres de sus seres queridos. Al dolor de perder a quien amas, se le suma la incertidumbre de no saber dónde descansa.
Sin embargo, tener un registro fidedigno de la pandemia no sólo nos servirá para enumerar a los que ya no están. Es el cimiento desde el que podemos empezar a construir un nuevo futuro. Sin datos epidemiológicos completos es imposible crear políticas públicas que resistan las secuelas que dejará esta crisis sanitaria. El coronavirus es un golpe demográfico solo comparado con la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Para recuperarnos, todos los países estamos esperando que la ciencia nos entregue una vacuna que inmunice al planeta, pero los gobiernos también necesitan asumir su parte: desenredar su burocracia, comunicarse mejor y agilizar el registro del paso del virus por sus territorios. Aunque ya van cinco meses de contienda, aún hay mucho camino por recorrer. Y con los ajustes necesarios, las cifras pueden empezar a girar a nuestro favor. "Hay brotes de esperanza, y para cualquier país, región, ciudad o pueblo aún no es tarde para darle la vuelta a la pandemia", dijo el lunes el director general de OMS, Tedros Adhanom, en su más reciente balance.
Más de tres mil indígenas de la región Amazonas se han infectado con el nuevo coronavirus. La mayoría pertenece a comunidades nativas de las etnias awajún y wampis de la provincia de Condorcanqui. Si hay víctimas mortales, los registros no lo dicen porque quienes mueren en esta zona son enterrados sin haberles hecho una prueba de COVID-19. Sin un resultado positivo, no los cuenta el Gobierno.
Como las autoridades no llevan un registro de sus muertes, los recogedores de basura y barrenderos de la ciudad de México han abierto un grupo de Facebook para contar y hacer un duelo por sus compañeros víctimas del COVID-19. Aunque ya son más de 120 muertes, los municipios siguen sin hacerles pruebas ni entregarles suficientes equipos de protección.
Sin un ministro de salud y con un presidente que ha llamado al COVID-19 “una gripecita”, siete estados de Brasil y el distrito federal han tenido que crear sus propias plataformas de registro para hacer frente a la pandemia. Uno de ellos es el estado de Ceará, polo turístico de la costa brasileña, en donde un equipo liderado por una bióloga implementó un sistema digital para llevar un conteo más exacto de los contagios y muertes en su zona.
En los departamentos del Atlántico y La Guajira, en el caribe colombiano, la cremación puede ser considerada un acto en contra de la dignidad de los muertos. Por eso, muchas familias han añadido al dolor de perder a sus seres queridos, la impotencia de que se ignoren sus tradiciones y creencias religiosas. Sobre todo, cuando se han cremado los cuerpos de personas sin pruebas positivas de COVID-19.
Entre marzo y abril, Guayaquil se convirtió en el epicentro de la pandemia en Ecuador. Alrededor del mundo circularon imágenes de cadáveres en las calles o envueltos con bolsas negras en los hospitales La velocidad de las muertes por COVID-19 desencadenó una confusión en el registro: se calcula que más de 200 cuerpos se extraviaron en ese período. Han pasado cinco meses y aún hay familias buscando el cuerpo de sus seres queridos.
Cada muerte de esta pandemia es más que una cifra. Es un proyecto de vida inconcluso y la suma de estos fallecimientos representa para cada país la pérdida de una parte importante de su capital humano, la reducción de sus minorías étnicas y de grupos vulnerables al coronavirus como los adultos mayores, los indígenas, los enfermos crónicos y el personal en la primera línea de acción contra el virus.
Como ocurrió con la gripe de 1918 -considerada la más grave del siglo XX al desencadenar 50 millones de muertes- se estima que la mortalidad del COVID-19 generará cambios demográficos importantes que aún son difíciles de medir como la caída de la fertilidad y la reducción de la fuerza laboral. Estas estimaciones sobre problemas a enfrentarse en el futuro requieren hacerse con cifras oficiales, oportunas y confiables.
Además, en el corto plazo, contar con estadísticas precisas de muertes ayuda a los gobiernos a rastrear dónde se concentra la gravedad de la pandemia en sus países y disponer medidas para controlar la diseminación del contagio, incluyendo toma de pruebas para detectar el virus y cuarentenas, así como la distribución de recursos humanos y equipos médicos.
Sí, los epidemiólogos estiman que cada muerte por COVID-19 es el resultado de acciones que no se adoptaron tres semanas antes de que una persona se contagiara y su condición se agravara. Las muertes no solo evidencian las deficiencias de un sistema sanitario que no pudo evitarlas sino fallas en las acciones de contención del contagio como el relajamiento de las cuarentenas.
Si no se pudo evitar que una persona contraiga el virus, debe ser detectada a tiempo para acceder a un tratamiento y ser puesta en aislamiento. Las personas con síntomas leves tardan 14 días en recuperarse.
Es difícil contar las muertes por el nuevo coronavirus porque los sistemas de vigilancia epidemiológica y de registro de datos han estado saturados. En algunos países de la región se agravó con el desborde de casos de hospitalización, lo que provocó muertes en casas, en las colas de hospitales y en las calles. Estas muertes tardaron en ser registradas al igual que las ocurridas en hospitales, producto de la falta de personal autorizado para llenar certificados de defunción.
Esta situación ocurrió en la ciudad de Wuhan (China), donde se originó el brote. A partir de esta experiencia, la Organización Mundial de la Salud (OMS) pidió a todos los países mejorar sus sistemas de registro de muertes en hospitales, funerarias, residencias de ancianos y centros de diagnóstico para mejorar el recojo de la información.
Otro factor que dificulta rastrear a los contagiados y a los muertos es la falta de aplicación de pruebas para detectar el virus y la demora de los resultados debido al déficit de personal y de laboratorios que se requiere. Al inicio de la emergencia, la mayoría de países contaba sólo a los fallecidos con prueba positiva a COVID-19, lo que significaba que si un muerto no fue diagnosticado con el virus no aparecía en las cifras oficiales.
En las localidades más alejadas de un país hay mayores problemas como la falta de personal para llevar a cabo el registro de fallecidos y la falta de acceso a Internet que generan el desfase entre la ocurrencia de la muerte y su inclusión en las estadísticas nacionales. Debido a estas limitaciones, el Perú tiene cada año un subregistro de defunciones del 30% por todas las causas de muerte. En las comunidades altoandinas y amazónicas se emiten certificados de defunción en papel que tardan semanas en ser trasladados hasta un centro urbano donde la información será digitada e ingresada al Sistema Informático Nacional de Defunciones del Perú (Sinadef), un aplicativo informático donde se ingresan los datos de los fallecidos en el país.
También hay complicaciones en el registro de las muertes sospechosas que empiezan en los certificados de defunción que llenan los médicos. En la definición de la causa básica de la muerte pueden cometerse errores que generan dudas y que han hecho que, en el caso peruano, se conforme un grupo de expertos que ha analizado unos 20 mil certificados de defunción para precisar la causa de muerte. Así, el 22 de julio se añadieron 3.688 muertes que no habían sido consideradas en las estadísticas oficiales de fallecidos por el nuevo coronavirus hasta el mes de junio.
El mal llenado de un certificado de defunción es un problema mundial. Se estima que el 15% de los médicos de los países desarrollados cometen errores en el proceso, mientras que en naciones menos desarrolladas alcanza al 50% de los profesionales de la salud.
El exceso de mortalidad ocurre cuando, en una semana o período determinado, el número de muertes por cualquier causa sobrepasa a la media de fallecimientos de años anteriores en el mismo período de referencia. En base a este indicador, los países hacen estimaciones sobre cuál es el número normal de muertes que se producen anualmente.
En una emergencia sanitaria global están ocurriendo más muertes que en otros contextos en cada país. A ese aumento de pérdidas de vidas por todas las causas se denomina exceso de mortalidad. El resultado proviene de la comparación de un período específico de los meses de pandemia con el número de fallecidos en el mismo período de años anteriores. La diferencia ayuda a tener una estimación del exceso del número de muertos.
El exceso de muertes es un fenómeno mundial y se hace más evidente cuando se comparan los conteos oficiales por COVID-19 que reporta cada país con el número de muertes por todas las causas de los sistemas de registros de defunciones de cada país.
El número total de muertes por coronavirus en los países probablemente no se conocerá hasta que finalice la pandemia y los registros de defunciones sean analizados. En setiembre de 2019, tres meses antes de que el COVID-19 hiciera su aparición en Wuhan, un informe de la OMS y el Banco Mundial estimaba que un brote similar a la gripe de 1918 podría matar entre 50 y 80 millones de personas.
Los países de la región, por recomendación de la Organización Mundial de la Salud (OMS), además de registrar las defunciones en hospitales, llevan un conteo de los fallecimientos en casas y residencias geriátricas.
La inclusión de estos casos y de los fallecimientos en hogares en el registro oficial de fallecidos por COVID-19 requiere la revisión de los certificados de defunción. Sin embargo, esta tarea se dificulta debido a que los médicos cometen errores en los términos que usan para llenar la causa básica de muerte en los certificados de defunción.
La OMS establece dos categorías que se deben incluir en los certificados de defunción en esta pandemia: U07.1 para los fallecidos confirmados por COVID-19 y en los que esta enfermedad fue la causa de la muerte, y U07.2 para personas que hayan muerto por una infección provocada por el nuevo coronavirus, pero no cuentan con una prueba positiva. Estos códigos permiten el procesamiento informático de los certificados de defunción y son necesarios para el registro de muertes a nivel nacional y para el reporte que cada país envía a la OMS para medir el impacto de la pandemia a nivel global. Sin embargo, en esta codificación también hay deficiencias. En Perú se estima que el 40% de los certificados de defunción no tiene códigos o estos no se usan correctamente. El Ministerio de Salud ha destinado a personal especializado para analizar cada certificado.
Las pandemias y epidemias terminan cuando disminuye el número de contagios y la enfermedad ya no representa un problema de salud pública. El control de la enfermedad puede llevar a dos escenarios: romper la cadena de contagio o erradicarla. A pesar de ello, se mantienen los sistemas de vigilancia para evitar un rebrote.
La ciencia logra controlar una enfermedad cuando ya no hay pacientes que puedan infectar a otros, porque fallecieron o sobrevivieron a terapias y su organismo crea anticuerpos para ser inmunes a la enfermedad. La vacuna es la otra forma de crear inmunidad, pero su creación toma un tiempo prolongado para garantizar su seguridad y eficacia.
Es uno de los países de la región y del mundo con el mayor exceso de muertes por todas las causas si se compara el promedio de los últimos tres años. Entre el 31 de marzo y el 30 de julio, se registró un exceso de 55.409 fallecimientos, de los cuales 19.187 eran personas con COVID-19 con prueba confirmada.
Como los registros oficiales de México han sido cuestionados por las pocas pruebas PCR aplicadas, las estimaciones sobre contagios y muertes se realizan con información de su capital. Del 5 de abril al 25 de julio, esta ciudad registró un exceso de 27.162 muertes por todas las causas, de las cuales 8.674 fueron por coronavirus. Es decir, que por cada cuatro muertes en exceso una es por COVID-19.
Ante la falta de datos nacionales que permitan hacer estimaciones en Brasil, se utiliza la información disponible de Río de Janeiro. Del 29 de febrero al 30 de julio se registraron 9.798 muertes más que en años anteriores, de las cuales 8.279 fueron por COVID-19. Es decir, 17 de cada 20 muertes en exceso fueron por coronavirus.
Del 2 de marzo al 28 de junio, el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas registró un exceso de 11.964 muertes en comparación al mismo período en años anteriores. De ese total, 4.572 son decesos confirmados por coronavirus y 2.573 muertes sospechosas. Esto significa que tres de cada cinco muertes en exceso fueron por COVID-19 (casos confirmados y sospechosos).
El país alcanzó un exceso de 28.536 muertes entre el 29 de febrero y el 30 de julio en comparación al mismo período de los últimos tres años. De ese total, 5.702 son casos confirmados de COVID-19. El pico de fallecimientos por todas las causas se registró en abril y, desde entonces, las muertes han disminuido, aunque muestran un ligero incremento en julio.
Entre el 7 de abril y el 27 de julio hubo un exceso de 11.334 muertes, de las cuales 9.196 fueron por COVID-19. Esto significa que el coronavirus fue la mayor causa de muerte en el país en dicho período. Desde julio, las muertes por coronavirus superan el exceso de fallecidos por otras enfermedades y accidentes registrados en el mismo periodo de los últimos tres años.