Sobremesa

El arroz nuestro de cada día

A los peruanos nos gusta tanto el arroz que la producción nacional no alcanza y lo importamos. Tumbamos bosques para cultivarlo en San Martín, la primera región arrocera del Perú y la que encabeza la deforestación amazónica. Tenemos una variedad gastronómica, pero almorzamos casi siempre lo mismo: lo que sea con arroz.

Arroz
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En el Perú, uno de los países con mayor variedad gastronómica de Latinoamérica, almorzamos casi siempre lo mismo: lo que sea con arroz. Este grano, que probablemente sea nuestro principal alimento energético, suele servirse formando himalayas en miniatura al lado de una porción de papas, o de lentejas, o de trozos de pollo, o de un huevo frito, o de carne molida. El arroz chaufa -es decir, el arroz saltado chino (chow fan)- es uno de nuestros platos predilectos, así como el arroz con pato, el arroz con mariscos, el arroz a la cubana, el ají de gallina, o el tacu tacu (un refrito de arroz con frijoles). En plena Amazonía inventamos un delicioso tamal de arroz envuelto en hojas de bijao, que llamamos juane, porque se come en la fiesta de San Juan. El arroz con leche y el arroz zambito son dos de nuestros postres más añorados. Hasta les lanzamos puñados de arroz crudo a los recién casados para desearles prosperidad. Nos gusta tanto el arroz que la producción nacional no alcanza y debemos importar al año un peso equivalente a mil trescientos aviones jumbo –grano a grano--; principalmente del Uruguay (donde casi no lo comen), del Brasil (donde lo comen menos que los peruanos) y hasta del continente asiático.

Una mañana luminosa en la costa norte peruana, fui en busca de campos de arroz con Leyson, un joven técnico nativo del valle del Jequetepeque, en el departamento de La Libertad. Íbamos en motocicleta, levantando polvo sobre los terraplenes, bordeando los canales de irrigación, un par de metros por encima de las pozas inundadas de cultivo, que brillaban como espejitos rotos, contra el sol. El llano valle inferior del río Jequetepeque se extendía entre el borde de los cerros y el horizonte de las playas frente al mar, dividido en miles de cuadraditos de intenso color verde. Rodeamos un montículo de desperdicios que ocultaban el valle a nuestra vista, y nos hallamos frente a dos hileras perfectamente rectas y apretadas de blancas garzas, dispuestas a lado y lado de una parcela de arroz en crecimiento. Dentro, vadeando entre los tallos inundados, avanzaban al unísono tres hombres con camisetas y pantalones largos, las cabezas envueltas en lo que parecían telas viejas, como tres tristes momias escapadas de sus catafalcos. Cargaban a la espalda grandes tanques con brillo de hojalata y esparcían rítmicamente sobre el agua –pero más en el aire y unos sobre otros—nubes del coctel químico contenido en sus tanques. Estaban fumigando. En el preciso instante en que los hombres llegaron al extremo de la poza, su tarea terminada, las garzas se abatieron sobre el campo de arroz, para engullir los bichos recién envenenados.

Naturalmente, no es para alimentar garzas mutantes que se fumigan los campos. El arroz alimenta a uno de cada dos seres humanos. A diferencia del maíz y el trigo, el arroz es el principal cultivo producido para alimentar gente que todavía consumimos en grano, sin muchas transformaciones ni agregados. La superficie cosechada de arroz en el mundo es mayor que toda Colombia, y dos veces y media más extensa que Francia. El arroz, semiacuático, se cultiva principalmente en pequeñas parcelas inundadas. Puestas juntas, esas pozas formarían el tercer humedal más grande del planeta, solo un poco más pequeño que la cuenca amazónica. La producción anual supera los setecientos millones de toneladas; aproximadamente el doble de lo que pesa toda la especie humana. Esa enorme producción se sustenta en los preceptos de la Revolución Verde, que transformó a la agricultura hace cerca de un siglo: variedades seleccionadas monocultivadas, con intenso uso de abonos concentrados y masiva aplicación de venenos (plaguicidas, herbicidas, pesticidas) desarrollados por grandes laboratorios privados.

Aunque el grano de arroz, justo bajo la cáscara, presenta una fina película rica en proteína y vitaminas, esa capa se raspa y se desecha en los molinos para exponer el grano almidonado que conocemos, compuesto casi totalmente por carbohidratos. Ese es el arroz blanco y desnudo de nutrientes que nos fascina a los peruanos y que cultivamos en dos grandes enclaves: la árida costa norte (departamentos de Tumbes, Piura, Lambayeque y La Libertad) y la selva centro-norte (San Martín y Loreto). Para sembrar arroz semiacuático en medio del desierto, hemos construido con mucho costo y esfuerzo grandes reservorios y extensas redes de irrigación. Para sembrar arroz en la tórrida selva, simplemente tumbamos y quemamos el bosque. Es mucho más barato. Con más de ochenta mil hectáreas de arrozales, San Martín es el primer departamento arrocero del país y encabeza también la deforestación amazónica.

Al otro lado de los Andes, una de las principales represas del desierto arrocero se llama Gallito Ciego, por un petroglifo cercano a las esclusas, que representa a un pájaro sin ojos. La represa sujeta las aguas del río Jequetepeque y permite irrigar unas treinta mil hectáreas de arroz acuático. En Guadalupe y Chepén, pueblos del valle inferior del Jequetepeque, todo gira en torno al arroz y no hay familia desentendida de los altibajos en la producción del grano.

Los agricultores arroceros trabajan pocas hectáreas por persona; pero con estándares muy altos. De acuerdo con el criterio común, los arrozales debieran verse como jardines recién regados: uniformemente verdes y tupidos, sin una sola plantita amarillando ni una sola yerba extraña para ofender la vista y el pundonor en esa tierra “generosa y viril”, como reza el escudo de la provincia. Para alcanzar su ideal, los cultivadores de arroz aplican grandes cantidades de abonos nitrogenados y emplean una veintena de productos sintéticos diseñados para matar malezas, hongos patógenos y animales plagas; bajo la desinteresada orientación de los ingenieros contratados por los laboratorios y tiendas de agroquímicos. Esta es, prácticamente, la única fuente de asistencia técnica con que cuentan los pequeños agricultores peruanos. Existe por lo menos medio centenar de tiendas de agroquímicos en el valle bajo del Jequetepeque. Estas benéficas instituciones suelen fiar sus productos a crédito a sus aconsejados. Es usual, sin embargo, que en su afán de alcanzar la producción perfecta los agricultores excedan las dosis prescritas. Además, para ahorrar en mano de obra, en lugar de aplicar cada sustancia por separado, aprovechan una misma oportunidad de fumigar para mezclar “cocteles” de varios agroquímicos a un tiempo, en grandes bidones de plástico azul, con un palo, y aplicar esas ignotas sustancias a los campos cultivados. A veces, sin saberlo, un mismo principio activo, que llegó al campo con nombres comerciales diferentes, de las manos de asesores diferentes, vuelve a ser aplicado.

Cualquier lego que atienda una conversación entre un agricultor y el amistoso ingeniero que lo asiste escuchará un animado intercambio en un idioma post-apocalíptico parecido al klingon, hecho de nombres de marcas de agroquímicos, plagas, enfermedades y cifras en unidades no especificadas. Algo así como “Starkle media emaktincipermexcontestbronco son la misma alfa cypermetrina le metes cien para el Gusano Rojothiophanatepara la semilla,¿cuál es thiophanate?, el homai es thiophanate para rizoctoniasis.Más adelante su bayfolan para la spodotera: es de bayer y si es bayer es bueno.” Este estribillo resulta muy frecuente.

Por lo menos tres de las marcas de insecticidas más utilizados son altamente peligrosos para el ser humano y por ello llevan etiquetas rojas; pero por ser de amplio espectro (es decir, matan de todo) son las más baratas. Las etiquetas de otros cuatro químicos populares son amarillas. Es fácil encontrar los envases vacíos de toxinas agrarias abandonados en medio de los campos o amontonados con otros desperdicios. Nadie los lava tres veces o los regresa a la tienda, como se recomienda. Nadie obliga a la tienda a recuperarlos. En ocasiones, los juntan y los queman, como si no supieran lo que llevan. En ese ambiente altamente intoxicado crecen los niños, rezan las cucufatas, fornican cuando pueden los estudiantes universitarios, vuelan extrañas garzas y ha surgido también un gremio de zancudos chupa-sangres que son inmunes a todos los pesticidas conocidos.

En las pozas de arroz de la costa norte peruana, conviven en aparente paz las larvas de tres distintas especies de zancudos cuyas hembras adultas beben sangre humana. Bichitos que soportan las fumigaciones como quien oye caer la lluvia. Serían verdaderos súper-villanos, si no fueran insectos sin conciencia de sus actos. Una especie tiene la capacidad de transmitir la malaria. Otra, puede transmitir el dengue y el zika. La tercera, transmite encefalopatías a burros y caballos.

Nuestros paseos en motocicleta con Leyson, un joven técnico nativo del valle y un pedagogo nato, se debían a un proyecto de la Dirección General de Salud Ambiental del Ministerio de Salud (DIGESA), que busca controlar la proliferación del zancudo transmisor de la malaria mediante el simple recurso de dejar secar, intermitentemente, las pozas arroceras; pero manteniendo siempre el suelo saturado. Esta técnica, inventada hace unos trescientos años, ha mostrado en el norte peruano la capacidad de obtener rendimientos similares o superiores al cultivo por inundación, con mucha menos agua, con uso reducido de pesticidas y con mejor calidad del grano. Sin superficie de agua permanente, las larvas de zancudos indeseables mueren; y cae el riesgo de contraer malaria. Tan buena ha resultado la técnica, que el Gobierno Peruano declaró de interés nacional su aplicación y creó una comisión promotora conformada por tres ministerios.

Se especula que las secas intermitentes podrían incluso ayudar a reducir la emisión de gases de efecto invernadero producidos por el ser humano, que son los agentes del cambio climático. Los campos de arroz inundado liberan gas metano, un compuesto treinta veces más activo que el famoso CO2 (anhídrido carbónico) como calefactor atmosférico. Además, los suelos abonados liberan otro gas, el óxido nitroso, diez veces más activo que el metano. Aun no conocemos el balance óptimo entre secas intermitentes, abonamiento y productividad, que pudiera encoger el impacto de los campos de arroz sobre el clima, sin que los peruanos sacrifiquen su porción de arroz en el almuerzo; pero el Perú –correctamente-- ya incorporó la técnica de secas intermitentes a sus compromisos de mitigación del cambio climático.

Por otro lado, pareciera que el propio clima cambiante aconseja adoptar esa técnica tan novedosa, que solo existe hace trescientos años. El reservorio de Gallito Ciego solía abastecer dos campañas de arroz al año; pero en los últimos años se da el caso que solo alcance agua para una campaña anual. A la sequía, además, se suma con frecuencia el calor asociado a la oscilación climática que llamamos El Niño. Nadie sabe exactamente cómo ocurre; pero los granos de arroz, dentro de sus cascaritas pajizas, en esas condiciones climáticas, no cuajan. Durante nuestros estudios con la DIGESA, aunque la caída productiva afectó a todos, los pocos que aplicaron secas intermitentes gozaron de mayor rendimiento molinero (la proporción de grano pulido de alta calidad, por volumen de grano en cáscara entregado), con menos agua malgastada y con ahorros importantes en agroquímicos utilizados. Si toda la costa norte cultivara con secas intermitentes, el agua que se ahorra ofrecería seguridad contra sequías prolongadas y serviría para más campañas. Los agricultores beneficiados por la técnica han decidido organizarse para promoverla y gestionar acciones de fomento desde el Estado.

Aunque nutricionalmente incompleto, el arroz es un excelente alimento energético. De grano seco y poco perecible, se puede almacenar en cualquier clima, es portátil y acaba resultando más barato que la papa o las pastas, por ejemplo. Es muy versátil y es fácil prepararlo. En el afán por producirlo para mitigar nuestra implacable hambre, hemos transformado vastos ecosistemas y desplazado a otras especies que nos parecieron menos interesantes. Hemos creado, también, comunidades nuevas de animales y plantas multi-resistentes a todos los venenos hasta ahora imaginados; y convertimos los campos cultivados en espacios intoxicantes e intoxicados. Son campos de batalla donde se libran guerras químicas que ahora sabemos que perderemos siempre, porque las fuerzas mutagénicas que hemos desplegado no acaban con la vida, sino la robustecen. Algunas vidas preciosas, sin embargo, sí se están perdiendo. Podría mencionar los accidentes agudos y las secuelas crónicas que miles de personas expuestas a toxinas agroquímicas sufren cada año. Aunque no faltará quien diga que somos muchos más los seres humanos que gracias al arroz nos mantenemos bien alimentados y medianamente sanos.

Si alzamos la cabeza del plato, podremos ver un mundo crecientemente incierto, de enfermedades vencidas que reemergen y fenómenos climáticos extremos, donde requeriremos variedades robustas de cultivos alimenticios para sobrevivir y adaptarnos. Pero la agricultura moderna y la urbanización han ido destruyendo los espacios donde crecían los parientes salvajes del arroz, sobrevivientes de milenios de cambios. Incluso en las tierras rurales del Asia tropical, se hace difícil encontrar plantas silvestres que no contengan los genes conocidos de variedades domésticas ya seleccionadas. La isla de Taiwan era un refugio del arroz silvestre; pero en 1977 se extinguió la última población de arroces primitivos, debido a la manipulación y la contaminación de las aguas, la aplicación de fertilizantes y por la hibridación de los arroces salvajes con las variedades cultivadas.

Una tarde, en el valle del Jequetepeque, pedí listar las malezas del arroz. La más difícil de vencer, me explicaron, es el “arroz rojo”. No es otra cosa que un hermano cimarrón y montuno del arroz cultivado, que tiene el grano rojo. No es necesariamente inferior. No es un mutante de otra galaxia. No es maléfico. No es tóxico. Pero nosotros estamos habituados al grano blanco y este tiene grano rojo. Como es propiamente arroz y más robusto que las variedades cultivadas, no se puede combatir con herbicidas y resulta imposible erradicarlo. Es un problema mundial, el inocuo arroz rojo. Yo me quedé pensando si la maleza, más bien, no está en nuestras cabezas, y esa manera de entender el mundo como si casi todo fuera un enemigo.

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