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Ilustración: Héctor Huamán
Perseguidas por abortar

Sabemos que más de mil mujeres abortan a diario, pero sus historias son silenciadas

La antropóloga Sandra Rodríguez entrevistó en los últimos años a decenas de mujeres que interrumpieron su embarazo de manera voluntaria para comprender las historias y experiencias íntimas del aborto en la clandestinidad en el Perú.

Si no fuera antropóloga, Sandra Rodríguez dice que se dedicaría a ser documentalista y escritora de lo íntimo, de las emociones y experiencias personales. De algún modo, con esa perspectiva empezó a investigar para su maestría sobre las historias del aborto en la clandestinidad en el Perú en 2019. Antes, se había acercado al tema desde el activismo y por el trabajo de su madre, quien tiene un centro de salud sexual y reproductiva en Cajamarca donde mujeres de distintas edades llegaban por emergencias obstétricas de abortos incompletos. Rodríguez es autora de la tesis “La psicopolítica del aborto: historias y experiencias íntimas de aborto en el Perú” qué expone cómo las narrativas sobre aborto ilustran la forma en que opera la política reproductiva en el país.

Su acercamiento al tema ha ido más allá. Sandra Rodríguez plantea que para ampliar la conversación pública sobre el aborto es crucial conectarlo a la justicia reproductiva, que se entiende como el hecho de que las mujeres, en todas sus diversidades, tengan las herramientas para tomar decisiones saludables por sí mismas acerca de su género, sus cuerpos, su sexualidad y su familia. El movimiento de justicia reproductiva empezó en 1994 en Estados Unidos y fue impulsado por mujeres de raza negra, líderes de la justicia social, después de que participaron en la Conferencia de Población y Desarrollo de las Naciones Unidas en Cairo, Egipto. A través de este término se coloca el aborto y los temas de la salud reproductiva en un contexto más amplio del bienestar y la salud de las mujeres, las familias y las comunidades.

Conversamos con Sandra sobre su investigación en esta entrevista.

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La antropóloga Sandra Rodríguez.
Foto: Archivo personal

¿Cómo empezó a investigar sobre las experiencias de mujeres que abortan en el Perú?

Empecé a investigar sobre el aborto desde 2019. Sin embargo, antes he estado cercana al tema desde el activismo y desde el trabajo de mi mamá, que tiene un centro de salud sexual y reproductiva en Cajamarca. Entonces este tipo de historias circulan en mi casa desde hace muchos años. Había escuchado historias muy crudas, que no solamente tenían que ver con aborto, también con violencia sexual y violencia obstétrica. Me interesaba mucho poder rescatar la densidad de la historia personal de las mujeres que han tenido experiencias de aborto. En el lenguaje de la experiencia estamos hablando de estas emociones cargadas que muchas veces son contradictorias. Se puede experimentar culpa, vergüenza y también alivio. Esas reconstrucciones de historias personales permiten darle sentido a un montón de cuestiones políticas, económicas y sociales.

¿Qué le dejaron esos testimonios reunidos?

Hay una serie de significados asociados al aborto. Las mujeres que han abortado o que conocen a quienes han abortado o que quieren abortar tienen ciertas emociones, como por ejemplo, de vergüenza y culpa. Y eso tiene una relación directa con el silenciamiento. Recuerdo mucho una conversación con una mujer que me decía: “mientras yo te hablo siento vergüenza. Pero es una vergüenza que no es mía, que no me pertenece. Que estoy sintiendo pese a que estoy muy segura de lo que hice y no tengo remordimientos. Pero mientras te hablo siento esta vergüenza”. Pensé mucho en su testimonio y me di cuenta de que el aborto es una experiencia muy cargada y tiene ciertas emociones que están pegoteadas a él. Emociones que hacen que las mujeres que han abortado, que se sienten seguras con su decisión, sientan aún una carga emocional que viene pegada a la palabra abortar con un efecto muy claro en que no quieran o puedan contar sus historias.

Por eso hay muchas historias silenciadas.

Sabemos por estadísticas que 370.000 mujeres abortan al año. Estamos hablando de más de mil personas que abortan cada día. A pesar de que conocemos esos números, es difícil para la sociedad imaginar la cotidianidad del aborto. Como las historias de abortos no circulan, se termina generando esta idea de que el aborto es una experiencia aislada y que las historias de las mujeres que abortan se mantengan ocultas. Por supuesto, ese silenciamiento tiene un rol muy claro en las estrategias del gobierno de continuar la criminalización de las mujeres que abortan.

Ha dicho que se tendrían que crear cárceles específicas para las mujeres que abortan y ese es un síntoma de lo inútil que es la criminalización del aborto.

He reflexionado sobre el fracaso de la criminalización del aborto como política pública. Si fuese efectiva tendría que traducirse en crear cárceles especiales para mujeres que han abortado. Sin embargo, después de darle más vueltas, he llegado a otra conclusión que tiene que ver más bien con la política de criminalización que amenaza con cárcel a las mujeres que han abortado o las personas que las ayudan a abortar. No es que sea un fracaso o no es que no tenga un sentido o una efectividad. Más bien es, justamente, en ese fracaso de la política de persecusión que se crea un contexto de clandestinidad a través del cual se gobierna.

Es decir, el castigo es permanecer en la clandestinidad, vivir con el estigma.

Creo que es justamente a partir del diseño de este espacio de la clandestinidad del aborto que se ejerce un castigo sobre ellas. Es decir, el castigo no se va a ejercer en las cárceles, se ejerce en este espacio, que es un espacio en el que las mujeres, usando una metáfora espacial, son lanzadas a la intemperie.

En la clandestinidad las mujeres no tienen derechos y arriesgan su vida.

Una vez que una mujer se embaraza y decide abortar, se vuelve otro tipo de sujeto, otro tipo de ciudadana. Entra en el espacio de la clandestinidad y es despojada de ciertos derechos. Ese espacio de clandestinidad se asemeja mucho a un laberinto. Porque las mujeres, por lo general, sobre todo hasta antes de la popularización del misoprostol, tenían que diseñar varias rutas de cómo abortar, varias de las cuales ponían en riesgo su salud y hasta morían intentando abortar. En ese laberinto, el aborto se termina volviendo un martirio y esa es la efectividad de la ley. Entonces, estamos hablando de una política pública profundamente efectiva, pero no para cumplir los fines penales que están escritos en la ley, sino para castigar socialmente a las mujeres que no quieren continuar con sus embarazos.

Cuando llegan a un servicio de salud por alguna emergencia relacionada con un aborto, inducido o espontáneo, las reportan y las denuncian.

Hay una experiencia de una muerte materna que sucedió en Cajamarca en el 2003 que me marcó mucho. Una adolescente que intentó abortar, pero no lo logró de manera segura y efectiva. El técnico en enfermería que le practicó el aborto no lo hizo bien y ella tuvo una infección. Entonces, fueron al único ginecólogo de la ciudad de Cajabamba y el doctor le pidió una tarifa muy alta para atenderla. Para ese momento, los padres de la adolescente llegaron del campo, intentaron conseguir el dinero, pero no lo lograron. Los familiares y la niña no fueron a un hospital por el gran temor de que la denunciaran por el aborto.

¿El miedo a que la denunciaran fue un factor que impidió su acceso a un servicio de salud y murió?

Así es. No sé si tú recuerdas este cartel que estaba en uno de los hospitales de Abancay en 2016 que era una amenaza directa y decía: “aquí se llamará a la policía si llegan mujeres con abortos incompletos”. Entonces, los servicios de salud terminan generando estos escenarios, donde incluso mujeres que han tenido abortos espontáneos tienen temor de llegar a atenderse por el temor a ser criminalizadas.

¿Cómo cambia el misoprostol la experiencia del aborto en el Perú?

En general, en contextos donde el aborto es ilegal, el Estado abandona su responsabilidad de cuidar de la salud de las mujeres que abortan, sino que activamente la entorpece. Entonces, las redes de cuidado se organizan colectivamente para apoyararlas y eso es bastante interesante porque empieza a entenderse que el aborto es una experiencia colectiva. A pesar del escenario de estigmatización y de silenciamiento, muchas mujeres buscan a alguien en quien apoyarse. Puede ser una sola persona, puede ser su pareja, puede ser una amiga, pero hay una búsqueda de una red mínima de soporte que marca una diferencia enorme en la seguridad de cómo se va a experimentar el aborto. Desde los años noventa, en el Perú hay redes de proveedores de salud organizadas para orientar sobre abortos seguros y desde el 2000 hay redes de acompañantes y de activistas que tienen líneas de teléfono para informar sobre el uso correcto del misoprostol.

Podemos decir que las generaciones más jóvenes tienen acceso a información más segura a partir de la popularización del misoprostol.

En zonas urbanas, para las nuevas generaciones hay muchísimo mayor acceso a información. Lo complicado ahora es saber distinguir cuál es la información correcta que debes seguir. Pero si tú comparas la experiencia de mujeres urbanas con la experiencia de mujeres rurales, hay una brecha muy grande. Sin embargo, la activación de las redes de cuidado y de acompañamiento al margen del Estado y muchas veces en contra del Estado, ha tenido un efecto enorme en transformar la experiencia del aborto.

En el Perú, se criminaliza también a las mujeres que acceden al aborto terapéutico. Entre el 2016 y 2021, la Policía denunció a 50 mujeres que accedieron al aborto terapéutico.

En Perú es casi imposible acceder a un aborto terapéutico. Hay un texto de Ximena Salazar que tiene un título muy chocante, que se llama “Así el bebé esté sin cabeza, ese bebé no se puede abortar” que trata sobre las dificultades de acceso al aborto terapéutico a partir de la descripción y análisis de momentos clave de la ruta crítica seguida por cinco mujeres peruanas en su intento de acceso al mismo. Sus casos muestran la alta resistencia por parte del sistema de salud de proveer acceso al aborto terapéutico, aun cuando es vigente por ley desde 1924, ratificado en 1991 y cuenta con protocolo desde el 2014.

En vez de verse como un problema de salud pública, el aborto se ve como un tema de control político en el país.

Hay que entender cómo el aborto condensa una serie de ansiedades sociales. El control del cuerpo embarazado, de la sexualidad y de la población es crucial porque es como si controlaras el cuerpo de la nación.

En el mapa latinoamericano, Perú es ubicado con una postura conservadora donde no se ven avances en derechos sexuales y reproductivos.

En Perú, a diferencia de otros países de la región, no hay un tejido social de organizaciones políticas o de base fortalecidas si lo piensas en comparación con Bolivia, Ecuador o Argentina, y eso tiene que ver con nuestra historia política reciente. Definitivamente, cargamos la destrucción de la izquierda y la herencia del autoritarismo de los noventa que configuran un escenario político particular donde se favorece el crecimiento de posturas más conservadoras. Además, hay ciertas agendas feministas que se perciben desde la población como un asunto urbano. Por eso, es crucial conectar el aborto a temas de justicia reproductiva en general, si es que queremos ampliar los espacios de conversación y aceptación pública.

¿Qué es la justicia reproductiva?

Cuando hablamos de justicia reproductiva estamos incluyendo la posibilidad de las mujeres o, en general, de las familias de poder reproducir vida digna. El acceso al aborto no es simplemente el derecho a decidir. Es también una cuestión de justicia económica, racial y medioambiental. El derecho de los seres humanos a controlar su cuerpo, el derecho a vivir en entornos que permitan a las personas llevar una vida sana. Estos principios constituyen el núcleo del movimiento por la justicia reproductiva.

¿Dónde surge?

El movimiento de la justicia reproductiva fue creado en 1994 por mujeres de raza negra, líderes de la justicia social, después de participar en la Conferencia de Población y Desarrollo de las Naciones Unidas en Cairo, Egipto. Estas mujeres observaron a las activistas internacionales usar un marco de derechos humanos para promover los mismos derechos por los que ellas estaban luchando en los Estados Unidos. Estas líderes del movimiento unieron sus ideas de "derechos reproductivos" y "justicia social" para crear el concepto de "justicia reproductiva", como una forma de los derechos humanos de "ver la totalidad de las vidas de las mujeres". [Los activistas de la justicia reproductiva tratan el aborto, y otros servicios de salud reproductiva, como algo similar a los recursos a los que todos los seres humanos tienen derecho—tales como los servicios de salud, educación, vivienda y alimento—en una sociedad equitativa y democrática.]

Es un enfoque de lucha más integral.

A través de la justicia reproductiva se afirma que la persona tiene el derecho y debe de tener el derecho humano de: a) decidir cuándo y si va a tener a un hijo y las condiciones en las que va a definir y expandir su familia; b) decidir si no va a tener un hijo y su acceso a la prevención o terminación de un embarazo de una manera segura y digna; c) cuidar de la familia que ya tiene con los apoyos sociales necesarios en ambientes seguros y en comunidades saludables y sustentables y d) expresar su identidad de género, orientación sexual y sexualidad libremente. Todo esto sin miedo a la violencia, discriminación o represalias de parte de otras personas o del gobierno.

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