Sobremesa

Bien taipá: la costumbre tan peruana de comer hasta el cansancio

Después del sabor, la segunda preocupación que tenemos los peruanos con la comida son las porciones. Queremos comer rico y en abundancia. Sin embargo, esta costumbre de comer hasta la somnolencia nos podría estar ocasionando diversos problemas nutricionales. ¿Se puede aprender a comer menos en uno de los países con la gastronomía más sabrosa del mundo?

Arroz con pollo
Es usual que un almuerzo peruano incluya abundante arroz y papa.
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Los peruanos no comemos suficientes verduras frescas porque nunca aprendimos a hacerles un lugar en el plato. Ese espacio en el que los nutricionistas aconsejarían destinar para una ensalada, con frecuencia lo ocupamos con un cerro de arroz y de papas. Nuestra gastronomía —una de las más diversas del planeta y sobre la que se construye nuestra identidad cultural— no tiene, con excepción del solterito, ningún plato famoso en el que las verduras sean las protagonistas. En un país donde los cocineros podrían aderezar piedras y que sepan delicioso, cuesta creer que no hemos encontrado la forma de preparar verduras sabrosas. Por eso, el hecho de que solo poco más del 10% de la población consuma la cantidad de verduras sugeridas por la OMS podría sostenerse en explicaciones más filosóficas: ¿para qué comemos los peruanos? ¿Para sentirnos llenos o para nutrirnos bien? ¿Qué es lo que entendemos por satisfacer el hambre? ¿Existe, para nosotros, alguna diferencia entre estar saciados y estar repletos?

Es una tarde de viernes soleada. En el interior del mercado de Ñaña, a la altura del kilómetro 19 de la Carretera Central, en el cono este de Lima, un hombre de unos 40 años tiene un plato vacío enfrente. Está completamente chorreado en su silla y se frota la barriga como si fuera una lámpara mágica. Bosteza, cierra los ojos, se estira y vuelve a juntar las manos en la panza. “Nosotros pensamos que nos sentimos satisfechos cuando hemos comido una gran cantidad de carbohidratos y nos sentimos llenos y con sueño”, opina Karissa Becerra, cocinera, filósofa y directora de La Revolución, una ONG que busca, a través del conocimiento, modificar los hábitos alimenticios malsanos de niños y adultos. Es decir, Karissa lidera una institución que les enseña a las personas a comer. “Cuando uno come algo que lo nutre adecuadamente”, explica, “no se tiene que sentir así. Sino, más bien, se tiene que sentir lúcido y con mucha energía”.

Las verduras y las frutas consiguen saciarnos y nutrirnos sin el efecto de llenura y digestión lenta que trae consigo el exceso de carbohidratos simples. En el Perú, la pesadez como recompensa y la exigencia del bien taipá, de alguna manera, han distorsionado nuestra comprensión de la saciedad. Si los nutrientes deben ingresar en nuestro cuerpo como combustible para seguir en actividad, ¿cómo se explica esa somnolencia que tenemos, por ejemplo, al volver a la oficina luego del almuerzo? Esto que solemos llamar modorra tiene un nombre ligeramente más refinado: “somnolencia postprandial”, y la solemos padecer cuando hemos comido demasiado. Más específico aún: hay estudios que vinculan este estado con la ingesta de comidas altas en almidón (o sea, carbohidratos), porque aumentan los índices de melatonina en el cerebro y eso nos produce sueño.

En el Perú, según el Estudio Latinoamericano de Nutrición y Salud, nuestra dieta está compuesta en un 63% de carbohidratos, cuando el promedio en América Latina es de 54%. Y de este total de carbohidratos, alrededor del 20% proviene del arroz blanco: ese grano desprovisto de nutrientes que tanto adoramos los peruanos.

Carlos del Pozo Arana, filósofo y cocinero al igual que Karissa, y profesor de gastronomía molecular y antropología de la gastronomía, coincide en que el volumen y las harinas suelen ser las exigencias más recurrentes entre los peruanos. “Tú quieres ver tu plato lleno y te lo llenan con arroz y papa. Porque quieres llenarte con la comida. Ese es uno de los grandes intereses del peruano promedio: que su estómago esté realmente lleno”, explica. Carlos comenta, además, que “no hemos hecho prácticamente ningún esfuerzo” para incluir en nuestra gastronomía una mayor presencia de verduras. “Cuando hablamos de verduras la gente se imagina una ensalada y ya. Máximo le van a cambiar el aliño. Pero preparaciones con verduras hay muchísimas”.

Palmiro Ocampo, el reconocido chef que es capaz de hacer que las personas se coman —literalmente— hasta las cáscaras del limón, explica, desde su punto de vista, por qué los peruanos comemos tan pocas verduras. “Una de las cosas que yo he notado con el tema de los vegetales, es ese estigma de que no son sabrosos. Y, en realidad, son el sabor en su pureza máxima”. Palmiro afirma, además, que el vegetal se considera solamente un acompañante, cuando podría ser un gran plato de fondo. Luego, nos narra una foodporn: “Imaginémonos”, dice: “un brócoli hecho a la parrilla con una salsa cremosa hecha con sus tallos y sus hojas, con un poco de leche de almendras, para darle más cremosidad, un poco de ajo crocante, una salsa de aceite de kion y unos verdes más. Con el sabor de la brasa ya se convierte en otra cosa”.

El sueño más placentero y recurrente que tienen los profesionales como Saby Mauricio, exdecana del Colegio de Nutricionistas del Perú, es que las personas aprendan a dividir su plato correctamente. “La mitad del plato debe ser verduras, la cuarta parte debe ser la carne y la otra cuarta parte la harina. En el Perú, tres cuartas partes son harina”. Para la especialista, la forma en la que comemos podría estar reduciendo la esperanza de vida nacional.

Nuestra devoción por las grandes cantidades de carbohidratos, la ausencia de verduras en nuestra dieta, los alimentos ultraprocesados, la comida chatarra y las gaseosas nos está haciendo escalar en los puestos regionales de obesidad y sobrepeso. En 2019, según cifras del Instituto Nacional de Salud (INS), cerca del 70% de adultos peruanos padecía una de estas condiciones. La pandemia llegó un año después de este estudio para enrostrarnos la gravedad de la situación: alrededor del 75% de las muertes por COVID-19 están vinculadas a complicaciones por sobrepeso y obesidad.

La evidencia científica global traza una ecuación aparentemente muy sencilla de entender: a más verduras y frutas, menos riesgo de morir prematuramente. El 3 de abril de 2019, la revista británica The Lancet publicó un estudio en el que concluía que la quinta parte de las muertes a nivel mundial estaba relacionada con una alimentación deficiente. ¿Qué constituye una alimentación deficiente? Una ingesta alta en azúcar, sal y grasas trans, y que no incluye las suficientes verduras frescas, semillas y nueces.

La OMS aconseja, como mínimo, cuatrocientos gramos entre frutas y verduras diariamente. Lo ideal, entonces, es que tu dieta incluya dos piezas de frutas y tres piezas de verduras por día. Pero ¿somos los peruanos capaces de ir a un restaurante y pedir menos carbohidratos y más ensalada? Dicho de otro modo: en un seco de res, un ají de gallina o un lomo saltado, ¿estaríamos dispuestos a reemplazar el arroz y la papa por verduras frescas? Aunque nuestra vida literalmente dependa de ello, es difícil imaginar que sí.

Felizmente, puede que esto no sea estrictamente necesario y la salvación esté en reducir nuestras porciones, buscar métodos alternativos de preparación, controlar la cantidad de aceite que usamos, reducir la frecuencia con la que comemos ciertas cosas y mantener los porcentajes adecuados de nutrientes en el plato. Esto último, desde luego, exige una obviedad no tan obvia para nosotros: incluyamos muchas más verduras.

La nutricionista Saby Mauricio pide que nos imaginemos una versión del lomo saltado más saludable. La carne significaría un cuarto del plato, el arroz y la papa se repartirían otro cuarto y la cebolla y el tomate tendrían una presencia protagónica constituyendo la mitad del plato. Para disminuir el impacto calórico podríamos freír las papas en una freidora de aire. “Y lo servimos en una porción razonable. No en un plato para cuatro personas”, dice ella.

En 2012, en pleno auge del boom gastronómico, el escritor peruano Iván Thays escribió en un blog del diario El País que la comida peruana era “indigesta y poco saludable” y que casi sin excepción se trataba de “un petardo de carbohidratos al cubo”. La gastronomía en el Perú no solamente significa millones en exportación y turismo, sino que es un pilar muy sólido del orgullo cultural. Así que ventilar sus defectos de esa manera en un medio internacional tuvo como consecuencia respuestas muy hostiles. De las cosas más leves que le dijeron a Thays fue que era un traidor a la patria. Los más fanáticos de la comida creyeron que el escritor había cruzado la línea. Sobre todo porque los trapos sucios se lavan en casa.

Pero, bueno, aquí entre nos: ¿es o no es la comida peruana poco saludable? Karissa Becerra piensa que es necesario reconocer que “muchos de nuestros platos no son para comerse todos los días”. Comer diariamente un pollo broaster con papas fritas y chaufa (lo que se conoce como mostrito) y de postre un arroz con leche es sencillamente inviable. ¿Alguien podría pensar que una dieta como esta sería sostenible en el tiempo sin correr el riesgo de enfermarnos? Aunque este resulte un ejemplo demasiado evidente, a menudo las personas no parecemos entender el vínculo tan estrecho que existe entre nuestra alimentación y nuestra salud. Si a diario llenamos el plato de harinas, comemos raciones enormes, no le damos espacio a una sola verdura y nuestro refresco es una chicha morada con varias cucharadas de azúcar, ¿qué creemos que pueda pasar?

Karissa Becerra y Saby Mauricio coinciden en que es necesario que la nutrición forme parte de la currícula escolar. Aún más que eso, la educación y la comunicación nutricional a todo nivel son el único camino. La información es la respuesta más contundente, piensan ellas, para transformar nuestros hábitos y para hacer frente al aparato de marketing de la industria alimentaria, que sugiere en porcentajes nocivos el consumo de alimentos procesados y ultraprocesados.

“Nosotros apelamos a que las familias se sensibilicen a través de la educación alimentaria de sus hijos”, explica Karissa, acerca de la labor que cumple La Revolución. Esta organización sin fines de lucro que enseña a niños y a adultos a reflexionar sobre lo que tienen sobre la mesa, produce material informativo, ofrece diversas charlas y talleres, y organiza campañas de concientización. Por ejemplo: “Cero Azúcar”. La campaña busca que a niños entre los 0 y 24 meses no se les dé azúcar añadida, para que formen adecuadamente su paladar. “Si tú le das algo muy dulce a un niño muy pequeñito, entonces la fruta le va a parecer algo completamente desabrido. Y le malograste el paladar y le malograste la oportunidad de tener una relación saludable con la comida”, explica.

Si somos pesimistas, nos podría parecer que es demasiado tarde para nosotros, y cargar el peso de nuestras esperanzas sobre las próximas generaciones. Sin embargo, como es evidente, los niños no pueden solos. Además, casi todo es reversible y los hábitos y las conductas pueden reeducarse. ¿Se puede aprender a comer menos en uno de los países con la gastronomía más sabrosa del mundo? De que se puede, se puede. No es fácil, pero se puede. En todo caso, ya serían logros enormes acostumbrar a nuestro estómago a porciones cada vez menores, equilibrar los nutrientes en el plato e incluir verduras en dos de nuestras tres comidas.

En la calle Berlín, en Miraflores, un hombre en traje entra en un menú y pide un plato de arroz con pollo. La hija de la dueña del restaurante, una mujer amable de unos 30 años, toma nota de la orden y se da media vuelta rumbo a la cocina. Antes de que ella cruce el umbral que separa a los cocineros de los clientes, el hombre en traje le grita:

—Amiga, bien taipá, por favor —y forma las manos como si apoyara una pelota de fútbol sobre la mesa.

—Te voy a servir como si fueras mi hijo —le responde ella, y él se sonríe.

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