Ollas Comunes - dia 1 - 022
Foto: Víctor Idrogo
Sobremesa

El cálculo imposible de las ollas comunes: ¿cómo repartir cuatro pescados entre trescientas personas?

Las reacciones lentas del gobierno, los precios más caros en los mercados, la disminución de donaciones de alimentos y los pocos soles que ganan con la venta de comida mantienen a las más de dos mil ollas comunes de Lima estancadas en una contienda interminable contra el hambre.

Después de recolectar donaciones en el mercado mayorista Valle Chillón, al norte de Lima, las mujeres representantes de cinco ollas comunes del distrito de Carabayllo acomodan varias frutas y verduras sobre un plástico extendido en una vereda amplia y poco transitada. Aunque en el mercado los caseros llenaron sus bolsas por separado, ellas saben que al final todo lo recogido se tiene que dividir entre todas las ollas por igual. Clotilde Reátegui, la presidenta de la olla común Mujeres Organizadas, empieza a separar las donaciones en cinco montoncitos. Sus compañeras le van entregando lo que recolectaron mientras conversan entre risas y ahuyentan a los perros que se acercan a olfatear la comida en el suelo. Pero el ambiente de complicidad se transforma en tensión, cuando una señora saca de su gran bolsa del mercado una bolsa más pequeña con cuatro pescados.

A primera vista, la recolección de esta mañana ha sido un éxito rotundo: las donaciones parecen un montón de comida para un grupo de cinco señoras. Pero si recuerdas que cada una representa a una olla común, y que cada una de sus ollas prepara el almuerzo para un mínimo de sesenta personas al día, los alimentos empiezan a escasear. El cálculo imposible de esta jornada es cómo dividir cuatro pescados entre cinco ollas. Sobre todo, ¿tiene sentido dividirlos? ¿Se puede cocinar una comida nutritiva para más de trescientas personas con cuatro pescados? ¿Cuántos gramos le tocaría a cada una? La pobreza de estas mujeres supera sus inmensos esfuerzos. “Dios dice que el hombre comerá con el sudor de su frente, pero las señoras de las ollas trabajan más que cualquiera y aun así no les alcanza. Es ahí donde tenemos que actuar los vecinos, los políticos, todos los peruanos para que las cosas funcionen”, me explica Andrés Gonzáles Cusihuallpa, esposo de Fortunata Palomino, la presidenta de la Red de Ollas Comunes de Lima.

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Las ollas reparten las donaciones sobre una pancarta que dice: "luchamos por nuestro derecho a la alimentación”. Según ese derecho, el gobierno debe garantizar que todo peruano tenga los recursos para acceder a una dieta saludable.
Foto: Víctor Idrogo

Como Fortunata ha ido a una reunión con las autoridades, Andrés es el encargado de registrar el nombre y DNI de las representantes de las ollas comunes que se reparten las donaciones de hoy. Andrés es un hombre de fe. Una vez que sus hijas se graduaron de la universidad y él se convirtió en un policía en retiro, decidió dedicar los años que le quedan a seguir los pasos del buen samaritano (y el ejemplo de su esposa). Es su manera de devolver a Dios el haber permitido que su familia salga de la pobreza, lo que en su caso significa vivir en la parte urbanizada de Carabayllo y ya no tener que contar los soles para comer. Ese mismo objetivo de vida por el que muchos de sus vecinos dejaron sus ciudades de origen y se mudaron a Lima. Históricamente, la capital del país ha sido la opción más cercana para millones de peruanos que huyen de la precariedad de sus provincias. Hasta que se desató la pandemia.

Una de las primeras imágenes de la crisis alimentaria que se avecina, apareció a los pocos días de anunciarse la cuarentena en marzo del 2020. Mientras que algunos limeños corrieron a los supermercados con maletas de viaje para llenarlas de alimento, miles de otros se quedaron encerrados con sus necesidades. Sin ahorros ni la posibilidad de un sueldo diario, estas familias empezaron a colocar banderas blancas en las puertas de sus hogares para avisar, a quien las viera, que no tenían cómo conseguir la comida del día. Desde ese entonces hasta la fecha, la situación ha cambiado pero no lo suficiente. La reactivación de ciertos mercados a finales del 2020 produjo un rebote económico, pero las cifras de pobreza en el país todavía están por encima de las prepandémicas.

Por eso las iniciativas vecinales aumentan al ritmo que se esparce el hambre. A fines del primer año de la pandemia, la Municipalidad de Lima registraba 622 ollas comunes en casi treinta distritos. Actualmente, en el portal Consulta Mankachay Perú, del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social, se listan cerca de 2,500 ollas en Lima Metropolitana. Los índices de pobreza demuestran que es lógico que se multipliquen sobre todo en la capital. Son las grandes ciudades peruanas las que han sufrido los cambios más drásticos en su economía. En el 2019, Lima Metropolitana tenía al 14.9% de su población en pobreza. Para el 2020, la cifra casi se duplicó al alcanzar un 27.5%. A fines del 2021, la capital mantuvo a un 24.9% de sus habitantes sin poder ganar S/378 al mes, el costo de una canasta básica de alimentos y otros gastos esenciales. El monto que define, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), si eres pobre o no eres pobre en el Perú.

“La pobreza rural aún es el doble en el Perú, pero la pobreza urbana es brutalmente agresiva”, explica la economista Carolina Trivelli

Pero lo que se queda al fondo del aluvión de porcentajes del documento “Evolución de la Pobreza Monetaria 2010-2021”, del INEI, es una realidad muy sencilla: la pobreza en la ciudad no es igual a la de una zona rural. Para la economista peruana Carolina Trivelli, que lleva más de dos décadas estudiando el hambre y el desarrollo social en el país, esa diferencia es fundamental para acelerar las acciones a favor del empleo y los programas de apoyo social en Lima. “Si en un área rural no tienes plata, todavía tienes agua del río, puedes recoger algunos palitos para hacer una fogata y prepararte una sopa con lo que sea que te dé tu huerta. En el mundo urbano, si no tienes plata, no compras agua potable ni comida, no puedes pagar los pasajes para salir a buscar trabajo. Y si todos tus conocidos están igual que tú, nadie te puede ayudar. Te quedas en cero. Por supuesto que la pobreza rural sigue siendo el doble en el Perú, pero la pobreza urbana es brutalmente agresiva”, explica la también asesora de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

Mientras las autoridades se ponen de acuerdo, las madres de las ollas tocan las puertas de sus vecinas para averiguar qué alimento tiene cada una y conseguir, entre todas, la comida del día: la definición de una olla común. Cuando no trabajan limpiando casas, vendiendo en el mercado o atendiendo en menús, se paran frente al Congreso a golpear sus cacerolas para que las escuchen. Se asesoran con especialistas y, con lo que aprenden, proponen proyectos de ley para mitigar su propia pobreza. Solucionan la necesidad del día pidiendo a la directiva de algunos mercados que les permitan ingresar a recolectar donaciones. Como lo han hecho esta mañana, en el mercado Valle Chillón. Ahora, que el dinero les alcanza para comprar cada vez menos, las señoras dicen que la generosidad de sus caseros es la forma más veloz de conseguir buen alimento. Esa bondad fortalece su fe, pero ni la bondad ni la fe es suficiente en ocasiones como esta, frente a la urgencia de compartir cuatro pescados entre trescientas personas. Para que todas queden satisfechas, realmente necesitan un profeta que los multiplique, pero bien sabemos que en este mundo el hambre no se resuelve con milagros.

El instinto maternal

Si revisamos un poco la historia de las crisis en el país, veremos que la aparición de las ollas comunes frente a los estragos del covid-19 no es ninguna novedad. Que surjan iniciativas de ese tipo entre las personas con más necesidades, en épocas adversas, es algo tan natural como el instinto de una madre por proteger a sus hijos. En la investigación “Cucharas en alto, del asistencialismo al desarrollo local”, del Instituto de Estudios Peruanos, la historiadora Cecilia Blondet considera que las madres en el Perú son un capital social que sostiene a sus familias, y al país entero, en los tiempos más difíciles. Los Comedores Populares y Clubes de Madres, fundados en los ochenta, resguardaron a sus comunidades durante la hiperinflación del gobierno aprista, la violencia terrorista, el fujishock de los noventa, la epidemia del cólera y diversos desastres naturales. Blondet escribe que, con una pequeña donación del Estado, las mujeres organizadas fueron capaces no sólo de llevar un plato de comida a sus familias sino también de “recuperar la calma y la rutina cotidiana”. Y ahora, con el trabajo de las ollas comunes, lo están haciendo otra vez.

“Para ayudar con convicción y transparencia a las mujeres de las ollas, tienes que haber estado en sus zapatos. ¿Para qué se llenan de hijos, pues?, les dice mucha gente, pero no conocen el machismo que soportan, algo que viene desde nuestros ancestros. Muchas mujeres pobres tienen hijos porque sus esposos las maltratan, las obligan, y si se quieren cuidar, las acusan de tener otro hombre. ¿Qué mujer va a querer tener niños para que sufran? La gente no nos comprende porque no sabe cómo vivimos”, dice Fortunata Palomino por teléfono, disculpándose por el ruido de los carros, pero es que sólo tiene unos minutos entre reunión y reunión para atender esta llamada. Desde que asumió la presidencia de la Red de Ollas Comunes de Lima en marzo del 2020, Fortunata se pasa días enteros buscando las palabras adecuadas para transmitir la emergencia que es vivir en pobreza y lograr que las personas que tienen el poder hagan algo contra ella.

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Se llamen Vaso de Leche, Clubes de Madres, Comedores Populares u Ollas Comunes, en el Perú las madres siempre han sido las primeras en reaccionar frente al hambre de sus comunidades.
Foto: Víctor Idrogo

Clotilde Reátegui, la presidenta de la olla Mujeres Organizadas de la asociación El Mirador Alto de Torre blanca, dice que “la señora Fortunata es el ángel de las ollas comunes”. Ella les marca un camino en medio del caos. Fortunata tiene una larga experiencia como líder comunitaria: ha sido una de las dirigentes del Programa Vaso de Leche y, desde el 2008, es miembro de la Red de Mujeres Organizadas Previniendo la Violencia de Género de Carabayllo. Así, dictando talleres de empoderamiento y localizando casos de violencia en su distrito, a inicios de la cuarentena, Fortunata se dio cuenta de la ola de hambre que se aproximaba entre sus vecinas y, el 27 de marzo del 2020, fundó Corazones Unidos, la primera olla común en Lima. Además de hacer las compras y preparar las comidas, Fortunata quiere que las mujeres participen en la toma de decisiones para combatir el hambre que ellas conocen mejor que nadie. Siempre va acompañada de otras madres a las conversaciones con municipios, empresas privadas y organizaciones del Estado. También les ha pedido que tomen fotos de las donaciones que reciben, que lleven un inventario exhaustivo y que hagan transmisiones en vivo mostrando todo lo que hacen en un día para servir un plato de comida. El objetivo es que más peruanos se asomen a lo que es la pobreza: no a partir de la repetición de cifras y porcentajes impersonales, sin nombres, sino a través de lo que experimentan cada una de esas madres.

“Uy mi mamá ya se cree influencer. Nomás le falta poner en su Facebook: Hola vecinos, ya me desperté”, me dice riéndose Noreli Espinoza, hija de Clotilde Reátegui. Noreli tiene dieciséis años y le gustaría estudiar arquitectura en la Universidad Nacional de Ingeniería cuando termine el colegio. Ella y sus dos hermanos están orgullosos de que su mamá trabaje por los vecinos de Torre Blanca, pero no les gusta cuando llega renegando a la casa. “A veces se estresa con lo de la olla. Todo es la olla, la olla, la olla. Y si la llaman, no importa qué estemos haciendo, ella se va corriendo”, se queja la futura arquitecta. Pero Clotilde, como el resto de las mamás de Mujeres Organizadas, siempre les recuerda a sus hijos que todo lo que hace en la olla común es en primer lugar por ellos.

¿Una dieta balanceada?

Rosa Adán, de 28 años, es la fiscal de la olla de Torre Blanca. Ese cargo, que debe replicarse en todas las ollas comunes, convierte a Rosa en la encargada de hacer un inventario de las donaciones, revisar la fecha de caducidad de los empaquetados, supervisar el protocolo de higiene en la preparación de alimentos, asegurarse de que las cocineras asignadas cumplan con sus horarios, entre otras funciones más. Si alguien sabe cómo están disminuyendo las donaciones a la olla común, es ella. “Ya casi no nos llega nada, la verdad. Con las donaciones particulares a veces conseguíamos carne o pollo, pero las empresas ya casi no donan. Es que todo está más caro”, dice Rosa, bastante comprensiva porque ella también tiene una pequeña bodega que ya no puede surtir.

Hasta el día de hoy los vecinos de Torre Blanca recuerdan una donación en especial: la vez que la avícola Santa Elena, durante el primer año de la pandemia, entregó quinientos pollos a un grupo de ollas de Carabayllo. Con lo que les tocó, la olla Mujeres Organizadas preparó estofado, arroz con pollo y tallarines rojos con presa. Bueno, no una presa completa: casi un octavo. Ahora ya no pueden hacer esa clase de menú. Tres veces a la semana comen menestras, casi siempre lentejas, y los otros dos días se las ingenian para cocinar con la menudencia, el espinazo o la rabadilla. “A veces los vecinos reniegan por las lentejas y la ensalada, pero yo les digo que no todo es pollo. La verdura tiene hierro y, si le echas limón, es muy buena para la anemia. Hace poco nos han regalado un pollito vivo, que ni pararse bien puede, y ya le están contando los días”, se queja entre bromas Clotilde. Aunque el humor les sirva para manejar con más calma las dificultades, las madres de la olla están preocupadas por la calidad de la dieta que cocinan últimamente.

Las ollas comunes no dependen de las donaciones. Su naturaleza es autogestionaria, lo que quiere decir que sus miembros hacen lo que sea necesario para generar sus propios ingresos y mantenerla a flote. Hida Mendoza, de 34 años, es la tesorera de Mujeres Organizadas. Ella lleva la cuenta del dinero de la venta de comida. Desde hace unos meses, la olla ha tenido que subir cincuenta céntimos el precio por plato: ahora está a S/1.50. Además, atienden a quienes ellas llaman casos sociales: adultos mayores en situación de abandono o personas con discapacidades a los que les entregan el almuerzo gratis. “Necesitaríamos subir más el precio de lo que vendemos, con eso no alcanza para el mercado, pero sabemos que los vecinos no podrían pagarlo”, explica Hida. La olla de Torre Blanca cocina de lunes a viernes alrededor de sesenta u ochenta platos al día y gasta a diario un mínimo de S/. 160. Con ese dinero, las madres compraban las frutas y verduras que no les suelen regalar, como espinaca, limones, mandarinas, betarragas, pero ahora que todo está más caro, ya no saben cómo estirar su presupuesto.

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Rosa Adán es la fiscal de “Mujeres organizadas”. Todas las ollas comunes deben tener a una mujer en ese rol para garantizar que la iniciativa vecinal trabaje con total transparencia.
Foto: Víctor Idrogo

A estas alturas, todos hemos notado que el precio de los alimentos está subiendo. Una de las razones elementales y cuyo impacto reconocemos más en nuestra dieta es que el precio de los commodities se ha incrementado de golpe. Un commodity es básicamente una materia prima que se puede comerciar para fabricar productos más refinados y cuyo precio no lo regula el mercado local sino el internacional. En el caso de los alimentos, explica la socióloga y magíster en Ciencia Política, María Rosa Boggio, entre los commodities más significativos para los peruanos están el trigo y el maíz amarillo. Como el precio del trigo ha subido, el de la harina para hacer pan también. Como el maíz amarillo con el que se alimenta a los pollos está más caro, el kilo de pollo también. Y esa es la proteína de origen animal que más consumimos en el Perú.

María Rosa Boggio tiene muchos años investigando maneras de combatir el hambre. Actualmente es miembro del Comité de Coordinación de Perusan, una iniciativa por la seguridad alimentaria y nutricional del país. En esa plataforma, Boggio trabaja junto a diversas instituciones y especialistas para encontrar maneras eficaces de que el Perú se alimente mejor. “La anemia y la desnutrición crónica son un problema de malnutrición transversal en los peruanos, pero no son los únicos. Los estudios nos están demostrando que el incremento veloz del sobrepeso y la obesidad también son un problema de malnutrición. Eso nos tiene que obligar a observar qué tipo de alimentos estamos comiendo. Puede que ciertos productos sirvan para saciar el hambre, pero nos hagan daño. Si son ultra procesados, tienen mucha azúcar o sodio, nos están convirtiendo en un país más propenso a un montón de enfermedades”, advierte Boggio.

Una mala dieta en la infancia es iniciar tu vida con desventaja. Las mujeres de las ollas no quieren que las comidas que hoy dan a sus niños limiten sus posibilidades en el futuro

Eso también lo saben las mamás de las ollas comunes. Hace unos meses, cuenta Fortunata Palomino, la Red de Ollas Comunes de Lima tuvo que retroceder en un acuerdo con las autoridades porque éste no definía con precisión qué tipos de alimentos les entregarían. Si no se cierran esos detalles, las ollas podrían recibir galletas, chizitos, jugos artificiales y otros productos procesados, como ya les ha sucedido antes. Incluso, en una ocasión, una oenegé les obsequió a las mujeres de Carabayllo kits de agua micelar con pañitos de algodón. “Son buena gente pues, pero ¿somos olla común o salón de belleza común?”, dice con gracia una de las madres. Un niño que se alimenta mal durante sus primeros años de vida no podrá desarrollar al máximo su potencia física ni sus capacidades intelectuales. Una mala dieta durante la infancia es iniciar tu vida con desventaja. Las ollas comunes agradecen toda acción en la lucha contra la pobreza y el hambre, pero no pueden permitir que la comida que hoy le sirven a sus niños, limite sus capacidades para competir por un futuro mejor, sobre todo en un país tan desigual como el nuestro.

Quién mejor que ellas

Ahora que ya se aprobó el reglamento de la ley de las ollas comunes, las presidentas de estas iniciativas ciudadanas mantienen la misma preocupación de siempre: que los gobiernos locales aprovechen las necesidades de sus distritos para sus propios intereses. En el 2020, la Contraloría General de la República detectó que más de mil funcionarios, con sueldos por encima de los S/. 8,000 soles, se quedaron con canastas básicas de víveres dirigidas a las familias más afectadas por la crisis sanitaria. Ese mismo año, los municipios cometieron tantos actos irregulares en el manejo de los doscientos millones de soles asignados a la compra de canastas de alimentos, que el Ministerio Público ha tenido que abrir una investigación al respecto. Como siguen siendo las municipalidades quienes, según la nueva norma, deben adquirir y distribuir los alimentos para las ollas, Fortunata Palomino teme que “este reglamento sea más de lo mismo”. Además, estamos en un año de campaña electoral, lo que aumenta el riesgo de que los municipios traten de condicionar a las mujeres de las ollas con los alimentos que tanto les urge. “Parece que las autoridades no han considerado la autonomía que les hemos estado pidiendo. Ya nos ha pasado que los alcaldes quieren utilizar a las ollas para clientelismo político. Algunos les han dicho a las mamitas que no les darán los víveres de Qali Warma sino van a las reuniones de su partido”, cuenta Fortunata en una entrevista para radio.

“Antes me daba roche decir lo que necesitaba porque creía que todo lo que nos dan a los pobres es un favor. Ahora ya no. Ahora sé que tengo derechos”, enfatiza la presidenta de la olla Mujeres Organizadas

A Clotilde Reátegui también le preocupa que los alimentos sigan dependiendo de las municipalidades. Al inicio de la cuarentena, hubo ocasiones en las que la policía persiguió a las mujeres de las ollas comunes cuando las veía con sus cacerolas y banderas blancas pidiendo dinero al lado de la Avenida Túpac Amaru. Casi todos los vecinos de Torre Blanca habían perdido sus trabajos y esa era su única forma de reunir unos cuantos soles para comer. En una ocasión, a Clotilde la llevaron hasta la comisaría de Carabayllo. “Mis vecinas salieron corriendo pero yo no. Yo me quedé ahí porque no soy una delincuente. Soy una mujer que trabaja duro pero es pobre”, recuerda un poco indignada todavía. Gracias a los talleres de organizaciones por los derechos de la mujer, como Demus, Clotilde dice que ha perdido la vergüenza a reclamar lo que le corresponde. “Antes me daba roche decir lo que necesitaba porque creía que todo lo que nos dan a los pobres es un favor. Ahora ya no. Ahora sé que tengo derechos”, enfatiza con firmeza la presidenta de Mujeres Organizadas.

La tensión entre las ollas comunes y las municipalidades se repite en muchos distritos. A algunos gobiernos locales les incomoda que sus vecinas salgan llorando en las noticias. Les han dicho que hacen quedar mal a su comunidad. Felizmente, la Defensoría del Pueblo ha apoyado a las mujeres de las ollas para que puedan seguir realizando sus actividades con tranquilidad. De todas maneras, las mujeres esperan que este reglamento funcione bien. Aún no han tenido tiempo para analizarlo punto por punto pero les alivia que se haya incluido algunas de sus propuestas. Por ejemplo, que cuando sea necesario, las Fuerzas Armadas participen en la distribución de alimentos. La mayoría de las ollas está en zonas de difícil acceso. Ese es uno de los motivos por los que las municipalidades tardan en repartir las provisiones de Qali Warma. A veces les piden a las mujeres que, si tienen tanta prisa, las recojan ellas mismas, pero ellas no siempre cuentan con transporte o dinero para alquilar algún carro que suba esos kilos de comida a las partes más altas de los cerros donde viven.

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Muchas de las ollas comunes están en las partes más altas de los cerros de la periferia de Lima. Uno de sus reclamos más urgentes es que el gobierno asegure la distribución eficaz de provisiones entre sus comunidades.
Foto: Víctor Idrogo

Prestar atención a las sugerencias de las directoras de las ollas comunes, sostiene la economista Carolina Trivelli, es la manera más consecuente de optimizar sus resultados. Incluso se podría considerar transferirles dinero directamente para que ellas hagan las compras, como muchas lo han propuesto. “Si el objetivo es ayudarlas, hagámoslo bien. ¿Quiénes mejor que ellas para saber lo que necesitan sus familias? Se puede abrir una cuenta DNI a la presidenta de la olla, se le transfiere el dinero y ella hace las compras. Se crea un sistema de supervisión comunitaria y se les exige que rindan cuentas. ¿Se lo van a gastar en cosas que no necesitan? La evidencia demuestra que con los programas de transferencias, como Pensión 65, la gente no gasta el dinero en cervezas. Lo gasta en comida, medicina, luz y agua. ¿Alguna robará? Quizás, pero en la logística de la entrega de alimentos a través de tantas instituciones también se deja bastante espacio para un grado más elevado de robo, la corrupción”, explica la economista. Para ella, es urgente que las autoridades atiendan el hambre como lo que es: un suceso tan devastador como un terremoto, que exige labores de socorro inmediato para los damnificados.

La agricultura y los mercados

La mañana en la que las señoras de las ollas comunes de Carabayllo entraron al mercado Valle Chillón, los productores las recibieron con comentarios alegres mientras cargaban sus costales de un lado a otro. “Ya llegaron las señitos, se habían desaparecido”, “acá tengo bastante papa para la sopa pero, ojo, me guardan un platito”, “chicas, lleven estas caiguas para que cuiden la línea”. Jorge Oliveros, el secretario de la directiva del mercado, dice que los agricultores del valle del Río Chillón también atraviesan tiempos críticos. Aun así, la mayoría de los seiscientos asociados está de acuerdo en compartir lo que puede con las ollas comunes. “El mercado Valle Chillón se fundó en pandemia”, cuenta Oliveros, “así que aquí todos necesitamos algo: las señoras necesitan comida, los productores necesitan fertilizantes y nosotros necesitamos a alguien que nos haga una página de Facebook. Queremos que más limeños sepan que tenemos productos de calidad a buen precio”.

Aunque ese recorrido para recolectar donaciones lo organizaron directamente las señoras de las ollas con la directiva del mercado Valle Chillón, existen leyes en nuestro país para robustecer esa iniciativa entre vecinos. Por ejemplo, Fortunata Palomino se apoya en la ley de recuperación de alimentos y la ley de reducción de pérdida y desperdicio de alimentos para formalizar cada vez más una alianza entre la Empresa Municipal de Mercados (EMMSA) y las ollas comunes de Lima. Hasta la fecha, las iniciativas vecinales de siete distritos tienen autorización para hacer visitas al Gran Mercado Mayorista de Santa Anita, el más grande de la ciudad, y rescatar algunos kilos de alimentos de las miles de toneladas que se pierden al día. Si el Estado asigna transporte que lleve lo recolectado a sus distritos, ellas podrían evitar que mucha más comida termine en el basurero.

Según un estudio de la Universidad Nacional de Moquegua, el 33% de lo que se produce en el Perú se echa a perder en su recorrido del campo a la mesa. O, cuando botamos un plátano porque no nos provoca tan maduro, un durazno porque luce golpeado, un tomate porque lo sentimos muy blando, una lechuga porque la olvidamos en la refrigeradora o un tercio de nuestro almuerzo porque ya nos llenamos. Al año, permitimos que se malogren más de cinco millones de toneladas de frutas y vegetales, justamente lo que los nutricionistas tanto recomiendan para fortalecer nuestra salud. El cálculo más personal de este estudio señala que cada consumidor en el Perú desecha 67 kilos de comida al año. ¿Cuántos almuerzos prepararían las ollas comunes con esos recursos?

Los peruanos desperdiciamos más de cinco millones de toneladas de frutas y vegetales al año, alimentos que los nutricionistas recomiendan para fortalecer nuestra salud

La especialista María Rosa Boggio, de Perusan, señala que la ley de compras estatales de alimentos de origen en la agricultura familiar es otra herramienta útil que las autoridades deberían utilizar más. Según una estimación del Centro Peruano de Estudios Sociales (CEPE), el 57% de lo que comemos en el país lo produce la agricultura familiar. Esto es una buena noticia porque frente a una escasez mundial de alimentos, nosotros podríamos estar un poco más abastecidos en casa, siempre y cuando, el gobierno tome medidas para que los pequeños productores puedan adquirir los fertilizantes que necesitan sus sembríos. Como vocera de Perusan, Boggio recomienda que el programa Qali Warma reduzca su dependencia a los productos empaquetados, como frejoles en lata y atunes, y promueva la compra masiva de alimentos a las familias de agricultores. “Una medida así beneficiaría no solo la economía de los productores sino los hábitos alimenticios de todos los peruanos. Con la presencia masiva de Qali Warma en las escuelas, los niños del país pueden aprender a comer mejor”, dice Boggio. Desde nuestras visitas al mercado, nosotros también podemos colaborar probando nuevas frutas, verduras, legumbres y cereales originarias del Perú y de producción nacional. Con la crisis alimentaria y agrícola que se avecina, consumir más productos peruanos no es un acto de patriotismo sino de supervivencia.

Nueva crisis, mismo origen

Esta mañana es mi última visita a la olla común Mujeres Organizadas, ubicada en la habitación de una casa que les presta un vecino, en lo más alto de Torre Blanca. Antes de despedirnos, Clotilde Reátegui insiste en preparar un desayuno para compartir. Un poco de café, papa y queso para el frío. Mientras endulza su bebida, Tarzán, un mototaxista de Torre Blanca, me comenta que en su asociación la gente no piensa mucho en cuál es su comida favorita. “Aquí comemos agradecidos lo que hay, el problema es que cada vez hay menos”, cuenta sosteniendo con cuidado su taza de plástico porque le duele el hombro de cargar tanto peso. Tarzán es el infaltable en las visitas al mercado y uno de los pocos hombres que se ve trabajando entre las mujeres de la olla. Otra señora me pasa la voz para decirme que sus niños saben comer de todo, como debe ser, excepto cuando se ponen cargosos y no quieren terminar el seco de rabadilla. Otra mamá dice que a los niños de la zona les encantan los mangos, pero casi nunca los comen: solo una vez les donaron un cajón y , desde entonces, a la olla no le alcanza para comprar esa fruta. Y una mujer más, mientras corta unos pedazos de queso, dice que ya cuando sea vieja y sus hijos estén grandes, comerá carne. Se le antoja sobre todo conejo y cuy. Ante una pregunta tan común, ¿cuál es tu plato favorito?, los vecinos de Torre Blanca se toman unos segundos para responder. Les cuesta decir que les gusta el estofado más que los frejoles, el arroz con pollo más que la sopa, o el seco de carne más que los tallarines rojos sin presa. Temen sonar malagradecidos y, además, ¿para qué?, me preguntan, si saben que cuentan con pocas opciones.

En un país que se jacta frente al mundo entero de lo sabrosa que es su comida, la desigualdad también es que un grupo de peruanos se ofenda en Twitter porque una periodista extranjera insinúa que no le gusta el ají de gallina, mientras otros millones de peruanos no comen una presa de pollo completa desde hace más de dos años. Al inicio de la pandemia, en una entrevista, la filósofa e investigadora gastronómica Karissa Becerra dijo que con la crisis sanitaria llegó el momento de entender que la gastronomía peruana no debería servir solo para que otros nos miren. Deberíamos preocuparnos menos por lo que el mundo piense, explicaba Becerra, y concentrarnos en lo que tenemos en casa para construir un país que combata el hambre, esté sano y coma rico. En ese orden.

“Es cierto que en las ollas se cocina con lo que hay, pero en fechas especiales, tratamos de preparar algo rico. Hace poco celebramos los dos años de la ollita. Hicimos sudado de pescado con un jurel que nos dieron en oferta. Quizás la gente ve puro polvo en este sitio y que no tenemos ni mesas, pero nosotros queremos mucho a la olla. Con ella sobrevivimos la pandemia y con ella comemos hasta ahora”, me dice Clotilde, conmovida, sentada en un balde volteado que le sirve de silla. En este último mes muchos periodistas han contactado a las señoras de las ollas de Carabayllo. Ellas a veces ya no saben qué decirnos. Están agradecidas porque les llega alguna donación después de salir en las noticias. Todavía hay gente buena, repiten. Pero al mismo tiempo quisieran que las personas sepan que ellas no esperan que les regalen las cosas. Que, sin importar lo que diga el presidente del país, no solo los ociosos pasan hambre. La sufren también mujeres que trabajan día y noche para alimentar a sus niños y a los de sus vecinos. “Nosotras trabajamos mucho y solo le pedimos a las autoridades que trabajen también”, me dice Clotilde al despedirnos. Puede que la crisis alimentaria mundial que hoy se advierte sea producto de una nueva enfermedad y una nueva guerra, pero el hambre actual en nuestro país no nos está tomando de sorpresa. Tiene el mismo origen de siempre, la profunda desigualdad social que nos fracciona, ese estado de emergencia en el que nos hemos acostumbrado a vivir todos los peruanos.

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