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Los días de Francisco

Mi hermano tiene Asperger, un espectro del autismo, y sordera bilateral. Esta es una crónica sobre sus días y sobre cómo la pandemia cambió nuestra rutina.

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Ilustración: Ana Sophia López

Ocurrió hace seis años. 

Velandia tenía el turno de vigilancia en el conjunto Villa Galante esa noche. Salió de la portería y se dirigió corriendo hasta el apartamento 119 de la torre 10. El lugar parecía haber sido azotado por un tornado. El tornado era mi hermano Francisco. 

Mis padres lo tenían agarrado y trataban de calmarlo. Él no quería vernos, así que mis hermanos y yo nos quedamos en una habitación mientras Velandia tomaba la mano de Francisco para ayudarlo a llegar hasta el carro azul que esperaba en el estacionamiento. Mis padres los seguían a un costado. Al principio parecía más tranquilo, pero cuando se acercaron al carro, Francisco se alteró y tuvieron que meterlo a empujones. El motor se encendió en cuestión de segundos. 

En el camino a la clínica Francisco seguía ansioso. Le dijo a mamá con señas que quería ir al baño. Mi papá redujo la velocidad hasta que el carro se detuvo. Francisco fijó su mirada en el seguro de la puerta. El botón se levantó y en un momento fugaz, Francisco se bajó del carro y empezó a correr sin rumbo aparente, se quitó la camisa y los zapatos, comenzó a lanzar piedras con fuerza contra las ventanas de la clínica Salud Total de la calle 100. La escena fue captada por dos motorizados de la policía y la persecución tomó la Autopista Norte. 

Mi papá corría detrás de Francisco, en medio del tráfico que avanzaba rápidamente, mientras mi mamá miraba aterrorizada desde el carro. En un momento, Francisco le hizo señas a un taxi ‘zapatico’. El taxista se detuvo y le abrió la puerta a un adolescente desorientado, semidesnudo, con los ojos hinchados y el rostro bañado en sudor. Mi papá finalmente los alcanzó y se paró frente al taxi intentando desesperadamente explicarle al conductor la situación de mi hermano. Él sonrió, le abrió, y los llevó hasta el carro azul que seguía parqueado a un extremo de la autopista junto con mi mamá y un grupo de policías. 

La policía los escoltó hasta su destino. 

Cuando el psiquiatra que atiende a Francisco vio a mi madre solo atinó a preguntarle: “Señora, ¿y usted por qué llora?”

Mi hermano Francisco tiene Asperger, un espectro del autismo, y sordera bilateral. Los neurólogos y psiquiatras que lo han atendido a lo largo de su vida no pudieron definir por completo su diagnóstico, algunos incluso mencionaron la posibilidad de demencia. Las personas con Asperger, en su mayoría, se caracterizan por tener comportamientos obsesivos y repetitivos: se interesan mucho por algo en particular y por esto pueden desconectarse del exterior. Algunas veces presentan dificultades en el lenguaje y poseen alta sensibilidad al tacto. Mi hermano tiene la costumbre de querer tocar, ver y oler todo lo que le parezca llamativo, posee una fascinación particular por los colores vivos; de vez en cuando llega del parque con una flor extravagante para obsequiarle a mi mamá. En cada festividad del año, sea navidad, halloween, día de velitas, etc., es el primero en sacar adornos o decoraciones y pedirnos que celebremos; un mes antes de Agosto ya está haciendo su propia cometa y recordándole a mi papá que lo lleve a volarla.

Desde niño, Francisco mostró interés en el arte, mientras que nunca aprendió a leer por completo. Le costaba concentrarse en el colegio y en su adolescencia no quiso volver a estudiar. Aunque mi mamá quería que terminara el bachillerato, mi hermano se negó por completo. Luego de años de insistencia y matrículas canceladas, la salida que encontró mi familia fue permitirle desarrollar sus habilidades artísticas y reforzar un par de veces a la semana sus estudios con una profesora particular. Llegó a destacarse tanto en lo artístico que ha participado de exposiciones de arte a nivel nacional. 

Hace aproximadamente tres años nos mudamos a Ibagué, queriendo escapar del ritmo ajetreado de Bogotá que alteraba a mi hermano y tenía agotados a mis papás. Queríamos irnos y dejar de ser una molestia para los vecinos (que ya estaban cansados de cambiar los vidrios de sus ventanas cada vez que mi hermano se alteraba).  Queríamos vivir en un lugar más amplio, donde Francisco pudiera sentirse más cómodo. El nuevo apartamento solo es diez metros cuadrados más grande que el anterior, pero las conductas de mi hermano mejoraron y sus crisis disminuyeron. 

Para quienes vivimos con alguien que tiene discapacidades múltiples, es normal convivir con estos momentos de caos.

Yubelly, mi mamá, divide sus días entre cuidar a mi hermano, hacer las labores del hogar y trabajar como masajista independiente en las casas de sus clientas. Ella, mi papá, mis hermanos y yo nos turnamos para acompañar a Francisco a la Corporación Sueños Especiales, donde él se entretiene con los talleres de pintura, escultura y dibujo junto a otros jóvenes con y sin necesidades especiales. En la noche, Francisco prepara la cena y durante el día barre y recoge algo de reguero. A eso de las 10 de la noche, con toda la familia ya en la casa, hacemos una oración antes de dormir.  

La pandemia cambió esa rutina. 

Como a muchos, la vida se nos encerró en el espacio doméstico. El cambio más evidente fue que ya no podíamos salir con Francisco a dar una vuelta cuando estaba estresado, y nos tocó  reemplazar sus clases y talleres por videollamadas para que siguiera haciendo sus manualidades como “de costumbre”.

La salud mental de todos se alteró, primero por el miedo y después por el encierro. Pero mientras muchos temían sufrir algún trastorno mental a causa de esta nueva situación, otros ya estábamos acostumbrados a vivir así. Para quienes vivimos con alguien que tiene discapacidades múltiples, es normal convivir con estos momentos de caos. 

Francisco está en su escritorio al lado de la ventana de la sala. Dibuja una mujer. 

Se estira, se levanta, camina hacia la cocina, abre la alacena y saca un tarro. Hace un movimiento brusco cuando me ve entrar para buscar un vaso de agua, abro la nevera y me doy cuenta de que me está mirando con el ceño fruncido: se estaba comiendo el azúcar. Mi mamá había olvidado esconderlo antes de salir a trabajar. Sé que está molesto, no le gusta que lo descubran, así que le quito la mirada y voy a mi cuarto. Como si nada.

—¡Manuel! 

—¿Qué?

—Ve a la cocina y saca el azúcar, pero que Pacho no se dé cuenta.

—Bueno.

Escucho que la puerta se abre y unos dos minutos después un alarido. Manuel no disimuló, es tarde. Confirmo mis sospechas al instante: Francisco está gritándole a Manuel y tiene los cachetes atestados de puntitos blancos brillantes. Me acerco diciéndole “juicioso”, “tranquilo” en lenguaje de señas, pero cuando doy dos pasos más para quitarle el azúcar de la mano, explota. Abre el cajoncito del lado de la estufa y agarra un cuchillo con el que nos empieza a apuntar.

—Ya empezó —dice Manuel.

—Se estaba demorando… ¿Cuánto tiempo llevaba sin alterarse? ¿Como tres semanas?

—Yo creo que más de un mes, pero bueno.

Francisco está gritando.

—Voy por la Risperidona —dice Manuel en voz alta.

Mientras tanto, Francisco va al cuarto de mis papás, agarra el monedero de mi mamá con una mano y con la otra sujeta el cuchillo. Como quiere hablarme y necesita sus manos, pone ambos objetos en la mesita de noche y se dispone a decirme que se va a ir muy lejos. Nuevamente hago la seña de “tranquilo” y esta vez agrego un “por favor”, pero solo consigo que vuelva a entrar al cuarto y escucho cuando se abren los cajones de la ropa.

—Manuel, agarra las llaves y ponle seguro a la puerta.

Cuando Francisco sale del cuarto continúa con sus amenazas. Corre hacia el pasillo y forcejea durante un tiempo con la puerta, pero sabe que sus planes han sido frustrados nuevamente. 

Esta es otra de las cosas que cambió con la pandemia. Francisco retomó su vieja costumbre de comerse el azúcar.  

Los lunes y jueves a las cinco de la tarde, la Corporación a la que asiste Francisco realiza talleres virtuales. Han sido beneficiosos, pues es más fácil encender el computador para conectarse a una videollamada en Zoom, que desplazarse hasta la sede. La Corporación envía a nuestra casa los materiales que necesita Francisco para hacer manualidades: origami, pinturas y dibujos. Y aunque la clase no alcanza a durar una hora, Francisco se queda mucho más tiempo terminando sus tareas. A él le gusta: nos avisa para que estemos pendientes de conectarnos, siempre está dispuesto con cartuchera en mano para asistir a las sesiones y al final exhibe orgulloso sus creaciones. 

Nos hemos acostumbrado a hablarle en voz alta aunque sabemos que no nos escucha. Probablemente esta costumbre nació con la esperanza de que aprendiera a leernos los labios.

Si él está como loco me hago la loca yo también

—…

—No papito, no podemos salir mañana porque nos enfermamos y todo está cerrado —dice mi mamá mientras le hace señas a mi hermano. 

—…

—¿Otra vez te quieres aplicar mi crema? Tú no la necesitas, yo sí porque soy grande. 

—…

—Sí sí, en una semana iremos en el carro a volar cometa, pero tienes que estar juicioso.

—…

—Ten paciencia, hay que esperar, un día de estos conocerás a una mujer que será tu novia.

—…

—No, tu novia no va a ser una bruja fea. Va a ser muy bonita.

—…

—Eso no va a pasar, tú no puedes quedar embarazado, porque eres hombre —le explica mi mamá mirándolo con ternura.

—…

Francisco le devuelve la mirada y se echa a reír.

Los temas de conversación con Francisco desvarían, por lo que tratamos de mantenerlo tranquilo siguiendo algunas de sus ocurrencias. Mi familia y yo con frecuencia estamos al tanto de lo que le pueda llegar a afectar. Todos tratamos de acompañarlo en su proceso y de orar con la esperanza de que algún día mi hermano pueda ser independiente.  

Mi mamá (con o sin pandemia) es la que más ha lidiado con él, después de todo es la que más le tiene paciencia. Siempre se esfuerza para sacarlo adelante. Dice que no puede perder el control de sí misma porque debe transmitirle paz y tranquilidad, así que trata de mantenerse conectada con él para ignorar un poco la realidad que en ocasiones la abruma: “Si él está como loco me hago la loca yo también”, dice. 

Es una lucha constante. Hace algunos años mi mamá peleó con el Estado, buscando apoyo para Francisco, pero no lo consiguió. Recuerdo verla llorar mientras leía las respuestas de rechazo a las tutelas y cartas que enviaba para que mi hermano pudiera entrar a colegios especializados. 

“No nos colaboraron”, me dijo. “Si Francisco ha madurado y ha salido adelante es gracias a lo que hemos trabajado por él, es la unión y el amor de la familia, no ha sido otra cosa”. Y yo que la he acompañado en el proceso, le creo. 


*Esta historia fue producida durante la clase de Crónicas y Reportajes de la Opción en Periodismo del Centro de Estudios en Periodismo, Ceper, de la Universidad de los Andes.  Fue originalmente publicada en el medio Cerosetenta, de Colombia, y es republicada como parte de la Red De Periodismo Humano.

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